Y DEL ESTADO TAMBIEN

21 ene 2010

Los olvidados de Dios
José Gil Olmos
MEXICO, DF, 20 de enero (apro).- En las últimas semanas, la Iglesia católica mexicana y el Partido Acción Nacional (PAN) se han volcado literalmente para denostar la decisión de aprobar legalmente las bodas gay en el Distrito Federal.
Y han tomado el asunto como si fuera la “madre de todas las batallas”, pero en realidad lo están usando políticamente para golpear al PRD y al gobierno capitalino de Marcelo Ebrard.
Para la Iglesia y el PAN, cuyos orígenes están precisamente en las filas del catolicismo más conservador del país, no hay peor pecado que la unión de dos hombres o dos mujeres.
No es “normal” ni “natural”, sostienen con argumentos que parecen recuperados de los tiempos de la Santa Inquisición.
En el púlpito y en las curules legislativas, religiosos y panistas han levantado barricadas para detener a quienes se atreven a atentar contra las leyes divinas y de la “naturaleza”, sobre todo cuando ya se habla de que las parejas gay pueden adoptar niños o niñas para formar nuevas familias.
Si hubiera una nueva reedición de los pecados capitales, seguramente incluirían las uniones del mismo género en la lista de las acciones que merecen el infierno.
Paradójicamente, la decisión de la Asamblea Legislativa (ALDF) de aprobar las bodas gay, ha traído nuevos alientos de lucha a los panistas derrotados en las últimas elecciones por el Partido Revolucionario Institucional (PRI); y al clero católico mexicano que, desde el escándalo de la pederastia de uno de sus pilares modernos, el padre Marcial Maciel, no podía levantar cabeza.
Tan metidos están en la nueva Cruzada, que panistas y eclesiásticos católicos –también de otras religiones cristianas– han dejado a un lado a los verdaderamente afectados por desastres naturales y gobiernos corrompidos en sus estructuras. Se trata de millones de pobres –60 millones en el país, aproximadamente– y a los afectados por el reciente terremoto en Haití.
Dice un viejo dicho que lo más fácil es olvidar. Y esto es al parecer lo que está sucediendo con los panistas y prelados que sólo voltean a ver lo que les interesa y no a los desposeídos. Y cuando los ven, lo hacen con caridad y no con demanda de justicia.
Es curioso que en estos días de tragedia en Haití, la Iglesia católica no haya mostrado un gesto de generosidad para ayudar a millones de isleños pobres y hambrientos que se quedaron sin familia y sin casa por el terremoto más intenso que han sufrido.
¿Qué pasaría si en un gesto de buena voluntad utilizaran las limosnas que recogen en todo el país para acciones sociales en México y en países que sufren catástrofes, como es el caso de Haití actualmente? ¿Sería un milagro? Sí, pero los milagros no existen.
¿Qué pasaría con los panistas si realmente se dedicaran a gobernar el país sin prejuicios religiosos, políticos o ideológicos? ¿Dejarían de ver la pobreza con ojos de caridad y la tenderían como un tema de política social? Tal vez, pero los milagros en la política tampoco existen.
La Iglesia católica como institución vive una crisis de credibilidad y no hace mucho por superarla. Hace años, cuando una parte se dedicó a atender a los más pobres, se le persiguió e incluso algunos de sus pastores fueron desconocidos. Mientras que a los que han cometido acciones ilegales, como la pederastia, los encubren.
A los panistas, en diez años de gobierno les ha pasado algo similar. Gobernadores y dirigentes partidistas metidos en negocios turbios se les ha perdonado ante el asombro de quienes votaron por ellos para realizar un verdadero cambio en el país.
Hoy ambas instituciones se han unido para combatir las bodas gay en el Distrito Federal y convocan a los homosexuales a “dominar sus pasiones” y corregir sus conductas “anormales” y “antinaturales”.
Y mientras se entretienen con esta batalla como si fuera la última Cruzada, dejan de lado a muchos olvidados de Dios, quienes padecen miseria, pobreza y hambruna.
El escopetazo
SOLEDAD LOAEZA
El pasado 15 de diciembre el presidente Calderón presentó una iniciativa de reforma política que se propone atacar diversos aspectos de nuestro arreglo institucional. La propuesta es comparable a un escopetazo porque dispara en muchas direcciones: el Poder Ejecutivo, los partidos, el Poder Judicial, los medios, la relección legislativa y de alcaldes. Es, por consiguiente, un proyecto amplio y ambicioso con el que el gobierno actual pretende responder a la creciente insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento de nuestra democracia. Joven, endeble, frágil, insuficiente, inacabada, muchos son los adjetivos que ahora se le aplican y que, al igual que los recibía en el pasado, cuando la fórmula se utilizaba para denominar el autoritarismo –llaman la atención sobre su especificidad, que de hecho se reduce a un juicio: la democracia mexicana funciona mal. La reforma calderonista busca corregir ese mal funcionamiento, antes de que la democracia se convierta en una forma disfuncional del poder.
Ciertamente, no es la nuestra la única democracia que no funciona, pero sus problemas pueden atribuirse a restricciones o a lagunas institucionales que sí son específicamente mexicanas, algunas de ellas incluso son un legado del régimen autoritario.
Lo primero que hay que celebrar es que el Presidente está dispuesto a ampliar el ánimo reformista a terrenos distintos del estrictamente electoral, que ha sido durante décadas la materia privilegiada del rediseño institucional que gradualmente transformó el perfil del sistema político mexicano. Así fue porque el régimen electoral y la organización partidista son asuntos fácilmente manipulables: los acuerdos al respecto están más a la mano de los políticos que aquellos que involucran a los intereses del capital o a los cacicazgos sindicales. Con todo y sus dificultades, los debates en materia electoral y partidista, los acuerdos y las consecuentes negociaciones al respecto han estado una y otra vez bajo el firme control de las elites políticas.
Desde esta perspectiva era relativamente sencillo emprender una reforma política. La de 2009, en cambio, afecta a muchos más intereses: la relección consecutiva que propone el Presidente para alcaldes y legisladores involucra al Poder Legislativo, pero también se refiere al orden municipal; al Poder Judicial, al Ejecutivo y a los partidos. La reforma de 2009 abandona el patrón de todas las reformas políticas que le antecedieron desde 1946: el gradualismo. Bajo una apariencia ponderada busca cambios de largo alcance que, de ser adoptados sin grandes modificaciones, sacudirían profundamente sistema político en su conjunto. Pensemos nada más en las implicaciones de la relección legislativa. Si se suprime la restricción a la relección legislativa estaríamos poniendo fin a una tradición callista –inaugurada apenas en 1933, es decir, nada tiene que ver con la Revolución maderista–, y, por ejemplo, a la idea de que el sistema político es una vía de promoción social, como lo fue durante décadas.
Bajo la hegemonía del PRI una carrera legislativa era, primeramente, un canal de ascenso social. Pensemos que en 1946 sólo 20 por ciento de los candidatos a diputados por el Revoluvionario Institucional tenía un grado universitario. En esos tiempos los panistas reprochaban al partido oficial que sus representantes no fueran muy instruidos. Muchos de ellos tenían serios problemas de articulación verbal, que remedió una especie privilegiada de legisladores, los jilgueros, que eran los priístas que sabían hablar y que discurseaban para salvar a sus compañeros del horror que les causaba la tribuna. Después los jilgueros se hicieron indispensables hasta en las campañas electorales, donde calentaban los mítines antes de que llegara el candidato, y no eran pocos los casos en que de plano lo sustituían. Pero éste, gracias a la diputación o a la curul en la Cámara de Diputados, abandonaba las filas del campesinado o de la clase obrera. Después de tres años de disciplinada asistencia al Congreso, se integraba a la clase media, mandaba a sus hijos a una secundaria privada y les aseguraba un futuro de profesionista.
Con todas las virtudes que pudo tener en su momento el Legislativo como canal de promoción social, la verdad es que su función original es otra, y ésa, legislar, es la que la propuesta presidencial reconoce y promueve cuando propone la relección. En su presentación el presidente Calderón subrayó la rendición de cuentas que implica una campaña por la relección, para justificar su propuesta. Sin embargo, el argumento más importante, a mi manera de ver, tiene que ver con la necesidad de la profesionalización de los legisladores.
Hasta ahora hemos pagado muy cara la ignorancia o la improvisación de muchos de ellos, pero los cambios en el equilibrio de poderes imponen la necesidad de que conozcan los temas sobre los que legislan, de que tengan capacidad de debate, y puedan persuadirnos de los beneficios de sus propuestas. Así es, porque el Legislativo ha cobrado importancia para el gobierno del país, y ha recuperado el papel que legítimamente le corresponde en un proceso democrático de toma de decisiones.
A la memoria de Carlos Rico Ferrat.
A su invencible bonhomía
La invasión mediática en Haití
Jenaro Villamil
MÉXICO, DF, 19 de enero (apro).- A una semana de la tragedia haitiana que ha provocado 70 mil personas enterradas en fosas comunes, cerca de 200 mil muertos, un millón y medio de damnificados (casi 20% de la población) y unos 400 mil huérfanos, la paradoja de esta nación caribeña es terrible: nunca como ahora Haití ha concentrado la atención mediática global, pero a pesar de este fenómeno, la ayuda no ha llegado a los afectados en la misma magnitud e intensidad que el rating generado por los noticiarios televisivos, las agencias informativas y hasta los eventos del show bussines, como la entrega de los Globos de Oro.
Antes de que arribaran los miles de efectivos militares de Estados Unidos en esta especie de “invasión humanitaria”, a Haití ya habían llegado los “ejércitos” de las grandes cadenas televisivas occidentales, en una especie de “invasión mediática” para que el mundo viera, con esa mezcla de escozor y morbo, las pilas de muertos en las calles, la ausencia de gobierno y el exceso de comentaristas y reporteros “de la tragedia” que se han solazado en la destrucción de Haití.
Quizá sólo la hambruna de Somalia o el tsunami de Indonesia provocaron una reacción tan contrastante como la que se observa ahora en Haití.
Por un lado, hay una conmoción genuina y real de las audiencias que observan a todas horas las imágenes y los “reportes especiales” desde las ruinas de Puerto Príncipe pero, por otro, la incapacidad de las Naciones Unidas (ONU), la ostentosa gendarmería humanitaria de Washington y la descoordinación evidente para la asistencia médica y alimentaria han agudizado lo que supuestamente este exceso de cobertura mediática pretende evitar.
Tal parece que el monstruo del rating está a la espera de nuevas escenas dantescas donde se observe cómo un ciudadano de Haití arroja el féretro de un menor calcinado o que las revueltas y los saqueos provocados por la desesperación se transformen en una especie de guerra civil transmitida en vivo. En Haití parece surgir el reality trágico, un nuevo género que informa poco y satura mucho con imágenes conmovedoras.
La invasión mediática a Haití no ha permitido que el mundo conozca mejor a este país tan castigado por las potencias circundantes (desde Francia hasta Estados Unidos), tan estigmatizado por enfermedades y epidemias (apenas en la década de los ochenta, la ultraderecha consideraba que el sida era una enfermedad de “triple h”: homosexuales, heroinómanos y haitianos), ni que las audiencias aprecien la riqueza social, la auténtica solidaridad de una nación empobrecida, pero que ha sabido sobrevivir a la etiqueta de “nación más pobre de América Latina” que desde un inicio ha pesado sobre ella.
Resulta grotesco escuchar a los comentaristas que, “desde el lugar de los hechos”, sólo tratan de convencernos de que esta es “la peor tragedia que he visto en mi vida”, pero desconocen datos elementales de la historia reciente de Haití, qué sucedió con la transición democrática inconclusa y cuál es la corresponsabilidad de Washington y de la propia ONU en las continuas carencias de este país.
El enfoque emocional, por encima del enfoque informativo, ha prevalecido en la cobertura de las grandes cadenas, con notables excepciones que es difícil hallar en la pantalla comercial, tanto abierta como restringida.
Los haitianos no merecen ser un gran set del melodrama, ni un Teletón a modo para que los filántropos de siempre laven su imagen y culpas. Es necesario que Haití se transforme en el epicentro de un cambio en las estrategias de rescate y de ayuda humanitaria.
La derrota no es sólo de un gobierno incapaz de sacar a flote a su nación sino también de la ONU, que se encuentra envuelta en este “desastre logístico” que acrecienta el hambre, las enfermedades y la muerte.