DANDO PALOS DE CIEGO

11 feb 2010

Corren ¿hacia dónde?
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO

El gobierno tiene prisa, está acelerado. Desde que perdió las elecciones intermedias no hace sino correr. Va de un decálogo a otro, de una campaña a otra. El Presidente y sus secretarios están metido a defender la agenda que ellos han convertido en prioridad nacional: reforma política a modo; guerra contra el crimen organizado privilegiando los golpes mediáticos, espectaculares; recuperación de la desvalida confianza ciudadana negando la mediocridad económica. En fin, la ofensiva propagandística, que incluye la recuperación del viejo antipríismo electoral, forma parte de la disputa por mantenerse en el poder en 2012, tras dos sexenios perdidos en términos de reconstrucción nacional. Pero en la improvisación lleva la penitencia. El apresuramiento no es bueno para la comunicación en un país en crisis donde ya es imposible ocultar los errores, y éstos, más pronto que tarde, pasan factura. El gobierno quiere encabezar la reacción ciudadana ante los fracasos de la clase política, pero olvida que él mismo actúa conforme a intereses partidistas. Bien vistos, sus reflejos son los del poder; su sensibilidad también. Cuando en Tokio el Presidente dijo que el asesinato de 16 adolescentes había sido el fruto de un pleito entre pandilleros, no sólo cometió un error, tal vez inducido por las pésimas informaciones que le habían sido transmitidas, pero la pifia trascendió el momento hasta desatar una oleada de malestar que aún no acaba de pasar. Hizo ver hasta qué punto ciertas visiones se transforman en ideas congeladas porque son o se convierten en prejuicios. La pretensión oficial de que el punto más álgido de la guerra contra la delincuencia organizada es el enfrentamiento violento entre bandas rivales ya es, a estas alturas de los asesinatos y secuestros, una forma de eludir el reconocimiento de que la estrategia puesta en marcha no funciona como se había previsto. El recurso de la fuerza del Estado tiene que estar sujeto, como enfatizó en esta capital el gran jurista Luigi Ferrajoli, al imperio de las leyes para evitar, justamente, la espiral incontenible de la violencia.
El asesinato de los jóvenes juarenses vino a ser la gota que derrama el vaso, la útima llamada de alerta para que el gobierno tome en serio sus propias palabras. Una vez más, al dolor de las víctimas se unió la humillación creada por la impunidad, ese manto justificatorio que acude en defensa de la autoridad como primera medida preventiva. Y estalló en un grito de protesta que aún no amaina. Es inocultable el hartazgo de la sociedad, cansada ya de escuchar en todos los tonos que se avanza en la lucha contra la delincuencia, pero no se le ofrece una salida al miedo, un horizonte que le ofrezca, no ya la vuelta a un idílico y utópico estado de tranquilidad, pero sí al menos cierta garantía de que tanta sangre servirá de algo.
La gente común, muchos de esos ciudadanos que la propaganda oficial han convertido en sujetos activos de la reforma política, comparten sin quererlo los mismos espacios con las bandas (sólo en Ciudad Juárez se habla de miles entre los Aztecas y los Doblados), de modo que la guerra, las opciones de vida y muerte que se les ofrecen ante la ausencia de empleo y oportunidades, no es algo ajeno, exterior, sino el hecho cotidiano que marca sus vidas, las condiciona o, como se ha visto, las corta con un golpe frío. Cuando se habla de narcotráfico suele pensarse en la danza de los millones que está involucrada en el negocio que la prohibición alienta, pero los peores efectos, los más disolventes y peligrosos para el futuro, están en esa cotidianeidad de nuestras ciudades pobres, con su barrios perdidos entre la desesperanza y la desigualdad. El feminicidio que hizo trágicamente célebre a Ciudad Juárez proyecta la radiografía que los gobernantes no quieren ver, pues a querer o no revela la trama de complicidades que impide cambiar las cosas. La militarización de la lucha contra el delito tiene a su alcance ciertas victorias efímeras, pero no puede hacer nada –salvo elevar el grado de violencia– para sanar la convivencia humana, dañada gracias al caldo de cultivo cocinado por una economía depredadora que no se modifica con llamadas a misa o discursos autocomplacientes como los que acostumbra el señor Gómez Mont. Ya va siendo hora de que se tome en serio el vínculo existente entre el crecimiento exponencial del problema del narcotrafico, con todas su implicaciones y variantes internacionales, y la realidad sociológica de un país empobrecido.
El gobierno corre, tiene prisa, pero, como en la historia clásica, el personaje no sabe adónde va. Por eso cada día introduce un nuevo elemento que añade incertidumbre en lugar de clarificar la situación. Tan preocupados como están por adaptar las instituciones a sus pequeña necesidades (relección, segunda vuelta, etcétera), ahora se apoyan, incluso, en el verbo del jefe de la institución militar para apuntalar una estrategia que ya es severamente cuestionada por la sociedad. ¿A quién beneficia este intento de politizar la actuación de la fuerzas armadas? ¿De verdad el Presidente necesita de todos los apoyos de sus secretarios, sin distinguir entre las funciones de gobierno, las de Estado y las de partido? Corren pero ¿adónde?
Celebrar la diferencia
GUSTAVO ESTEVA
Las palabras son ventanas de la percepción, materia del pensamiento. (Materia viene de mater, madre. Las palabras procrean el pensamiento.) Pensamos con las palabras que usamos. Nuestro vocabulario acota nuestra experiencia del mundo.
Las palabras que han estado usando los obispos en el debate actual sobre las sociedades de convivencia expresan con claridad el estado de sus percepciones, el nivel de su pensamiento. No tienen madre, según el obispo de Cancún. El arzobispo de Morelia sostuvo que los perros no hacen el sexo entre dos del mismo sexo. Esta banalización atroz, sin embargo, que revela un dogmatismo tan arrogante como ignorante, no debe conducir a la banalización del debate mismo, que adquiere otra dimensión cuando la misma pobreza de entendimiento se observa en la Procuraduría General de la República y en Felipe Calderón al presentar una controversia constitucional, la primera, y defenderla el segundo.
Señalar que se está poniendo en entredicho el Estado laico y que la separación de la Iglesia y el Estado es históricamente precondición de las sociedades democráticas es pertinente pero insuficiente. Se trata de algo mucho más grave. Estamos experimentando otra peligrosísima vuelta de tuerca en el estado de excepción no declarado que prevalece ya en el país, la cual se aplica tras una larga serie de atropellos y profundiza aún más el desmantelamiento del estado de derecho.
No se trata solamente, en efecto, de una discriminación inaceptable contra un grupo específico de personas. Lo que se hace es afectar las bases mismas de la convivencia de todas y todos.
El Estado-nación moderno es una estructura cada vez más insoportable: se ha hecho evidente que es una forma de dominación basada en la violencia. El principio que aún lo sostiene, y en su momento representó un avance notable, fue el del respeto a la condición de los individuos que formalmente lo constituyen. Es este principio el que se pone ahora en cuestión.
Hacer que prevalezca el estado de excepción no declarado implica sustituir normas de convivencia formalmente pactadas en la ley por el ejercicio arbitrario del poder coactivo. Se concentra ahora en el control de la población, invirtiendo así el sentido de la ley misma y de la fuerza pública: concebidos e implantados para proteger a la gente, se emplean ahora para proteger de ésta a quienes han usurpado el poder político y policiaco.
Lo que está ocurriendo es un cambio cualitativo en ese ejercicio arbitrario, al ponerlo al servicio de una moralina –una moralidad inoportuna, superficial y falsa– que se eleva a la categoría de principio constitucional.
Al reaccionar con vigor contra esta profundización de la amenaza que se cumple sobre nosotros, necesitamos apreciar debidamente la constelación de fuerzas que enfrentamos. No se reducen a lo que queda del PAN y a otros políticos igualmente confesionales. A veces se disimulan en un lenguaje de apariencia laica que no desciende al nivel del que usan los obispos pero tiene su mismo sello. Conviene recordar que la alianza del PRI con la Iglesia católica empezó con Carlos Salinas y se guió por el mismo pragmatismo sin principios que están ostentando sus actuales dirigentes. Reconozcamos que se trata de un callejón que no tiene más salida que la violencia.
Al mismo tiempo, necesitamos abordar la cuestión con ojos menos empañados. Javier Sicilia abrió una rica veta al recordar que la mayor Ana María señaló con claridad, al defender los derechos indios: Somos iguales porque somos diferentes (Proceso 1734, 24/01/10:46). Refutaba así, brillantemente, la noción de igualdad que la equipara a homogeneidad, a semejanza.
La tolerancia es sin duda preferible a la intolerancia, particularmente cuando ésta empieza a convertirse en comportamiento general, como ocurre ahora. Pero la tolerancia es sólo la forma más civilizada de intolerancia. Tolerar, dice el diccionario, es sufrir con paciencia. Quien tolera alguna condición del otro le está diciendo: No eres como debes ser, pero soy tan generoso que tolero tu existencia. Como decía Goethe, tolerar es insultar: contiene una ofensa inaceptable. Los tolerantes, además, pierden la paciencia a la menor provocación. Se vuelven intolerantes.
La hospitalidad es algo completamente distinto. Significa abrir brazos, corazón y cabeza a la otredad del otro y celebrarla.
En Juchitán hay seis géneros o preferencias sexuales (modos de ser, diría yo) que son públicamente reconocidos y celebrados, aunque todavía haya juchitecos que sólo los toleran y otros que ni siquiera eso.
En el siglo XXI, en México y en el mundo, tendremos una convivencia hospitalaria, forjada desde abajo y a la izquierda… o experimentaremos un autoritarismo bárbaro, conducido por toda suerte de moralinas.
La estrategia que urge
Jesús Cantú
MÉXICO, D.F., 10 de febrero.- Después de 38 meses de empecinarse en defender su estrategia de combate al narcotráfico, el presidente Felipe Calderón reconoció el martes 2 en Japón: “Lo que sí me queda claro es que no basta la acción policiaca o del gobierno, de las Fuerzas Armadas. Se requiere una estrategia integral de recomposición social, de prevención y tratamiento de adicciones, de búsqueda de oportunidades de empleo, de esparcimiento y educación para jóvenes”.
Después de que los asesinatos relacionados con el narcotráfico casi se multiplicaron por 10 en los tres años de su mandato, se da cuenta que no basta la fuerza bruta para resolver el problema, cuando las voces de alerta surgieron desde el día que decidió enviar al Ejército a Michoacán. En 2005 se contabilizaron aproximadamente 850 homicidios por este motivo; en 2009, de acuerdo con los medios de comunicación, ascendieron a casi 8 mil, y tan sólo en enero de 2010 rondaron los 950 asesinatos. Es decir que en 2005 el promedio de homicidios diarios fue de 2.3, en 2009 de 21.9 y en enero de 2010 de 31.6.
El asunto es todavía peor en Ciudad Juárez, que se encuentra bajo la responsabilidad del Ejército desde el 27 de marzo de 2008 y que durante 2008 y 2009 fue la más violenta del mundo, con un índice de 191 homicidios por cada 100 mil habitantes, como señaló José Antonio Ortega, presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal de esa urbe. Ahí, en 2007, se cometieron 350 asesinatos; en 2009, más de 2 mil 630 y, en enero de 2010, casi 230.
No es la primera vez que Calderón habla de una estrategia integral para enfrentar a la delincuencia organizada. El 7 de marzo de 2007, poco menos de tres meses después de haber enviado fuerzas militares a Michoacán –el 11 de diciembre de 2006, 10 días después de su toma de posesión– anunció el programa llamado Estrategia Integral para la Prevención del Delito y Combate a la Delincuencia. Sin embargo, al presentar los detalles se vio que se concentraba sobre todo en medidas y acciones para tratar de mejorar el desempeño de las fuerzas encargadas de combatir el crimen organizado (Ejército, Armada, Policía Federal y las corporaciones estatales y municipales), lo mismo que para avanzar en la coordinación entre ellas y, desde luego, promover la “cultura de la legalidad” y la participación ciudadana, ésta limitada a los consejos consultivos.
Ahora por lo menos Calderón reconoce la necesidad de atender los problemas sociales y enuncia ámbitos ajenos a los militares, policiacos y de justicia. Sin embargo, todo indica que se pretende complementar la estrategia de combate a la delincuencia organizada con otras medidas, no replantear la estrategia en sí misma, que es lo necesario.
Lo primero que debe hacerse para elaborar una estrategia exitosa es tener un diagnóstico adecuado, y para contar con él es preciso reconocer los grandes cambios que ha sufrido el narcotráfico en el mundo y particularmente en América:
a) Hubo un importante cambio en la oferta de drogas. Antes eran principalmente de origen natural, lo cual hacía que los países latinoamericanos fueran los principales productores; pero ahora se trata sobre todo de drogas sintéticas, que los países desarrollados, particularmente Estados Unidos, pueden producir autónomamente; b) esto se traduce en una disminución de la demanda de droga latinoamericana por parte de los estadunidenses, al margen de cómo se comporte su consumo, ya que muchos sólo cambiaron de producto. Esto recrudece la disputa por los mercados latinoamericanos, que a su vez se agudiza en México; y c) el desplazamiento del control del narcotráfico de Colombia a México: hoy los cárteles mexicanos controlan los principales mercados.
Estos tres cambios fundamentales, aunados a los ancestrales problemas estructurales de México en los ámbitos económico y social, enmedio del vacío generado en el ámbito político por el derrumbe del presidencialismo metaconstitucional que todavía no tiene un reemplazo institucional, constituye el caldo de cultivo ideal para el fortalecimiento de dichos cárteles.
Como segundo paso en la implantación de una estrategia eficaz, hay que estar dispuesto a explorar nuevas alternativas. Esto implica diseñar políticas públicas de manera conjunta para atender los cuatro ámbitos básicos: político, económico, social y de seguridad y justicia.
De manera enunciativa, no exhaustiva, en el ámbito político deben definirse las responsabilidades y atribuciones de los tres órdenes de gobierno y de los tres poderes, tanto en el caso de los estados y como en la federación. En lo económico se necesita enfocar el presupuesto, junto con políticas que permitan detonar el desarrollo de regiones específicas. En el aspecto social impactan directamente las políticas de salud, de educación y de combate a la pobreza, que deben aplicarse de forma integral y no como miscelánea o de manera aislada.
Una nueva estrategia también exige cambiar totalmente el enfoque de seguridad y justicia, pues si bien es cierto el mayor problema de este ámbito es la impunidad reinante en México, deben ser cuestionadas profundamente tres premisas vigentes hasta hoy: una, el rechazo a discutir siquiera la legalización de algunas drogas; dos, la participación del Ejército y la Marina en el combate al narco; y tres, la lógica de que mayores sentencias penales se traducen automáticamente en menor delincuencia.
La mayor resistencia al tema de la legalización proviene de Estados Unidos, que hasta hoy ha impuesto sus reglas porque le conviene, aunque no suceda así con los países que tienen que aplicar sus políticas.
Por una parte el gobierno estadunidense, a través de convenios como la Iniciativa Mérida, canaliza recursos públicos para apoyar a sus empresas y organizaciones de la sociedad civil, como documentó El Universal el lunes 1: “70% de los montos autorizados ya están contratados (por el gobierno de Estados Unidos) para transferir equipo y tecnología que ayuden al gobierno mexicano en la lucha contra el crimen organizado”. Entre los consorcios favorecidos se cuentan Bell, DynCorp, Cessna, Harris y Northrop Grumman Corporation. Pero también incluye programas como el de la “cultura de la legalidad”.
También se beneficia la industria estadunidense de las armas, pues como reveló el propio Calderón en conferencia de prensa, de las 50 mil armas, los 7 millones de cartuchos y las casi 3 mil granadas que se han decomisado al crimen organizado, “la mayoría de ellas (fueron) vendidas legalmente en Estados Unidos”.
La discusión sobre la legalización de algunas drogas también influye en el aspecto económico, pues como señaló el escritor Mario Vargas Llosa en un artículo publicado en el diario Reforma el pasado 10 de enero: “El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias”.
Además, la descriminalización permitiría redireccionar grandes sumas de dinero a los otros ámbitos y, eventualmente, incluso captar más recursos para el erario público, en el caso de que no únicamente se legalice el consumo de algunas drogas, sino además se grave su venta.
Esto ya se está estudiando en el Congreso de California. Según una nota publicada en Reforma el 13 de enero, el Comité de Seguridad Pública de la Legislatura de California dictaminó favorablemente una propuesta del legislador Tom Ammiano para autorizar la venta libre de mariguana en el estado y establecer impuestos a su comercio, con lo que, calculan, pueden captar mil 300 millones de dólares anuales.
Las voces en favor de la legalización se multiplicaron durante los últimos meses. En marzo de 2007, el exfiscal colombiano Gustavo de Greiff Restrepo se manifestó en ese sentido en una entrevista con Proceso. Por las mismas fechas, el escritor mexicano Carlos Fuentes, en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, que se realizó en Cartagena de Indias, Colombia, señaló: “Se debe legalizar (la droga) pero tiene que ser una medida universal, una medida que adopten todos los países. No pueden ser uno o dos los países, tienen que ser todos porque (en la lucha contra el narcotráfico) se ha derramado mucha sangre”.
En febrero de 2009, el expresidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, el colombiano César Gaviria y el mexicano Ernesto Zedillo propusieron lo mismo, a fin de que los Estados privilegien la prevención de adicciones. Vargas Llosa, en el artículo citado, señala como alternativa “descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países productores, tal como vienen sosteniendo The Economist y un buen número de juristas, profesores, sociólogos y científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados”.
Hay que escuchar a esos especialistas y, al menos, discutir el tema abiertamente, ya que se trata de una opción viable. Como señala De Greiff, “la medida no significa una invitación al consumo de estupefacientes, sino quitarle el negocio a los narcotraficantes y regularlo. Significa suprimir la corrupción” (Proceso 1590).
Vargas Llosa también da un excelente argumento sobre el problema de la corrupción: “El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los militares para sus fines. Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz, como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad sigilosos y especializados, lo que es tarea policial”.
Así que, si bien la lucha antinarco no puede ganarse con las policías actuales, tampoco tiene sentido mantener la participación militar masiva, pues como se constató en el operativo donde murió Arturo Beltrán Leyva, ya se tuvo que recurrir a la Marina ante la sospecha o evidencia de que el capo ya tenía comprado al Ejército. Y después de la Marina ya no hay otra instancia.
Donde todavía hay mayor espacio para ensayar vías alternas es en el ámbito de las penas judiciales y la aplicación de la ley. El pasado 10 de enero, Jeffrey Rosen, profesor investigador de la Universidad George Washington, publicó en The New York Times un excelente artículo donde muestra los resultados de las políticas aplicadas en Hawai, Boston y Chicago para combatir la delincuencia, con base en el enfoque de que la estrategia más efectiva para disuadir la criminalidad debe “centrarse en incrementar la legitimidad del sistema de justicia criminal a los ojos de quienes han violado la ley o son propensos a hacerlo”.
Rosen indica que “las personas son más propensas a obedecer la ley cuando son sujetas a castigos que perciben como legítimos, justos y consistentes, que cuando los perciben como arbitrarios y caprichosos”. Y cita al juez Steven Alm, de Hawai: “Cuando el sistema no es consistente y predecible, la gente piensa que los criminales son sancionados arbitrariamente” por prejuicios, influencias o caprichos, y no perciben “que todo el que quebranta la ley es tratado igual y de la misma manera”.
La inspiración de Alm fue David M. Kennedy, profesor del John Jay College, pionero de este nuevo enfoque de disuasión a través de penas menores y diseñador del programa de cese al fuego en Boston, cuya base es la promesa de “menos crimen y menos castigo”.
En Boston se logró reducir los asesinatos en más de 60% con este programa. En Chicago, la tasa de homicidios mensual cayó en 37% y actualmente se encuentra en el nivel más bajo de los últimos 30 años. Y en Hawai bastaron seis meses para que cayeran en 93% los resultados positivos de los exámenes antidrogas que se aplican a los infractores liberados bajo palabra.
Ya que el presidente Felipe Calderón y el secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont reconocen la necesidad de una estrategia integral, las opciones son múltiples, pero requieren de una acción decidida y comprometida de los tres poderes.
En materia de seguridad pública, el Congreso tiene mucho que hacer además de llamar a comparecer a los secretarios del ramo y exhibirlos públicamente o escuchar sus argumentos triunfalistas; los legisladores deben abocarse a participar en el diseño de las muchas reformas que precisa una nueva estrategia contra el narcotráfico.
Las opciones contra la delincuencia organizada no son combatirla frontalmente, negociar con ella o cederle el control. Se trata de construir una estrategia integral que verdaderamente la limite y someta, lo cual requiere de un enfoque totalmente nuevo y de la participación ciudadana, no únicamente en consejos y comités de evaluación, sino en la construcción de una nueva cultura cívica, en la legitimación del enfoque de disuasión y en el trabajo comunitario.
Pero hay que recordar que para involucrar a los ciudadanos primero es necesario ganar su confianza. Esto implica crear instituciones eficientes y efectivas, no simplemente sacar al Ejército a la calle y dar golpes mediáticos.