ROMPER EL CERCO ES LA TAREA.

17 may 2010

Convocatoria a La caravana humanitaria “Bety Cariño y Jyri Jaakkola”.
A los pueblos indígenas de México y del mundo.
A los comunicadores y medios de comunicación
A la opinión publica nacional internacional
A los organismos de Derechos Humanos nacionales internacionales
Al movimiento social, organizaciones democráticas al pueblo de México y del mundo
A la otra Campaña
A las mujeres y hombres que sueñan en un mejor mañana y un mundo diferente.
Las comunidades, colonias y personas que integran el Municipio Autónomo de San Juan Cópala hemos sufrido durante los meses recientes una escalada de embates violentos en nuestra contra, la gente que está comprometida con este proyecto ha resistido valientemente y aquellas personas que confían en nuestro destino como pueblo indígena se han arriesgado junto con nosotros para defenderlo a toda costa.
Un claro ejemplo de ello fue la lamentable pérdida de Bety Cariño y Jyri Jaakkola en el ataque armado a la caravana humanitaria del pasado 27 de abril, quienes expusieron sus propias vidas con tal de informar al mundo las condiciones infrahumanas en que viven los pobladores de San Juan Copala, asediados por el acecho militar de un grupo paramilitar que asola día y noche a nuestros compañeros y compañeras.
Porque el mundo necesita conocer estas condiciones y conocer la complicidad de las autoridades del gobierno de Oaxaca con este grupo paramilitar, es que hacemos un llamado nuevamente a la comunidad nacional e internacional, a todos los países del mundo para romper de una buena vez el cerco paramilitar en donde viven mas de 70 familias que se encuentran en condiciones inhumanas y en condiciones de violación permanente a sus derechos, al ejercicio de su propias formas de organización social, política y cultural y al pleno ejercicio de su vida y convivencia comunitaria..
Porque el silencio no puede ser impuesto por el ruido de las armas: Convocamos a La caravana humanitaria “Bety Cariño y Jyri Jaakkola” que se realizara el día 8 de junio de 2010 rectificando a tod@s que no será el día 30 de mayo como fue publicado en algunos medios de comunicación, debido a que se necesita buscar y asegurar el acopio de alimentos y víveres suficiente para estas familias por varias semanas mas y sobre todo para conseguir las condiciones de seguridad indispensables para su realización y no poner en riesgo a ninguna de las personas que decidan acompañarnos.
Las condiciones humanitarias son extremas por lo que la gente no aguanta mas, sin agua, luz, ni alimentos, las familias necesitan de nuestro apoyo y solidaridad, por lo que pedimos que se coordinen las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales y se sumen a la convocatoria inicial que pedimos coordinar al Centro de Derechos Humanos “Bartolome Carrasco” de Oaxaca (BARCA), es especial solicitamos la incorporación de la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos Todos los Derechos para Todos y todas, al Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez y al Centro Nacional de Comunicación Social, para que en conjunto puedan coberturar la caravana y llevar a buen puerto esta misión humanitaria.
Hacemos un llamado también a la Cruz Roja Internacional, a Amnistía Internacional, a Brigadas Internacionales de Paz y a la oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU en México a sumarse en la medida de sus posibilidades a esta caravana.
A los medios de comunicación nacionales e internacionales, comprometidos con la verdad, para que documenten y verifiquen la realidad de San Juan Copala, para que le cuenten al Mundo como viven los sometidos y explotados de México y Oaxaca, para que vean de primera mano las condiciones inhumanas que Bety Cariño y Jyri Jaakkola qusieron documentar perdiendo la vida en ello.
La integridad y seguridad de todos y todas las que acompañen esta caravana es únicamente del Estado Mexicano en su conjunto, los derechos tutelados en nuestra constitución y en los tratados internacionales no pueden ser limitados por grupos paramilitares o gobiernos corruptos.
La Caravana Humanitaria “Bety Cariño y Jyri Jaakkola” logrará romper el cerco paramilitar y salvarles la vida a más de 70 familias que están sobreviviendo en condiciones inhumanas.
¡Porque los derechos del pueblo Triqui no están bajo el control de ningún grupo paramilitar!
¡Porque la justicia y la paz solo se alcanzan construyendo desde abajo!
¡Todas y todos a San Juan Copala el próximo 8 de junio!
Autoridades del Municipio Autónomo de San Juan Copala

Copala, zona de guerra
Autor: Miguel Badillo.
Desde hace más de seis meses, una ciudad es asediada por paramilitares en Oaxaca: San Juan Copala. Las indiscriminadas ráfagas de AK-47 contra el principal centro político y ceremonial de la cultura triqui se mantienen a todas horas. Las emboscadas contra los pobladores que se atreven a salir de sus casas suceden casi a diario. Más de 30 muertos y centenas de heridos ha dejado el sitio a una población que resiste una guerra. La orden de los grupos armados es no dejar salir ni entrar a nadie: que los triquis que optaron por la autonomía se rindan por balas y por ausencia de alimentos y medicinas. Antes de la llegada de los paramilitares, el Ejército y las policías abandonaron sus cuarteles.
Zósimo Camacho y Miguel Badillo / Julio César Hernández, fotos / enviados
San Juan Copala, Oaxaca. Calles desoladas donde deambulan pollos y perros famélicos; ventanas reventadas por las balas; paredes y techos descarapelados por los impactos de fusiles de asalto AK-47, R-15 y M-16 es el panorama de un amanecer en esta cabecera de la “nación triqui”, cuyos pobladores, apoyados por los de 10 comunidades más, instauraron como Municipio Autónomo el 20 de enero de 2007.
No hay calle que no se encuentre a tiro de los paramilitares, apostados en los cerros circundantes y, principalmente, en el barrio vecino de La Sabana y en los cuarteles del Ejército y de las policías municipal y estatal, abandonados desde el año pasado por las “fuerzas del orden”. Las balaceras a las que está sometida una población de más de 700 habitantes (y que antes de que iniciaran los ataques era de más de 1 mil 200) nunca terminan. Día, tarde y noche, los grupos armados disparan contra el edificio de la presidencia municipal, donde se encuentran el presidente autónomo entrante, Jesús Martínez Flores, y el saliente, José Ramírez, con una secretaria y un par de ayudantes.
Los disparos también se dirigen contra la iglesia, las escuelas, las casas habitación y contra la oficina de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, dependencia federal abandonada por el grupo de funcionarios que encabezaba el ingeniero Anastasio Villarreal Díaz, apenas iniciado el asedio paramilitar. Sin buscar demasiado, en cada calle se pueden observar decenas de cartuchos percutidos.
Todo hombre que sale de su casa es objetivo de los grupos armados de la Unidad para el Bienestar de la Región Triqui (Ubisort) y, aseguran los habitantes de Copala, de los del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT), provenientes de la también vecina comunidad El Rastrojo.
Puertas cerradas, ventanas clausuradas, polvo acumulado en las calles que nadie barre y por donde nadie camina. Y los ojos asombrados de quienes por alguna rendija se asoman para observar a una abuela osada que recorre la calle principal de esta población: Lázaro Cárdenas.
El 28 de noviembre pasado comenzó el asedio de la Ubisort, afiliada al Partido Revolucionario Institucional (PRI), organización que encabeza Rufino Juárez Hernández, discípulo del actual secretario de Gobierno de Ulises Ruiz, Evencio Nicolás Martínez. Las acciones armadas del grupo estarían a cargo de Antonio Cruz García, Toño Pájaro, y Anastasio Juárez Hernández, hermano de Rufino, acusan los pobladores de Copala.
Las descargas siguen inquietando a hombres y mujeres. Los sobresaltos son comunes en estas familias que escuchan las detonaciones y los impactos en las paredes o en los techos de sus casas. El derroche de recursos de los grupos armados es incalculable: las balaceras son permanentes y cada descarga, de 25 balas, de AK-47, cuesta alrededor de 1 mil pesos.
Desde hace seis meses, los paramilitares cortaron los cables de la energía eléctrica, los de las líneas telefónicas y los ductos del agua potable. Los niños, a oscuras, silentes y temerosos se van a la cama o al petate después de haber rezado en sus casas a Tatachú, un Cristo sangrante, santo patrono del pueblo. En ellos recaen muchas de las actividades que normalmente harían sus padres: salir a buscar alimento, acarrear cubetas con agua del río, enviar recados y caminar presurosos por las calles más peligrosas, las de la plaza principal.
—Sí me da miedo; pero yo no me voy a ir de aquí, porque éste es mi pueblo -dice, sin titubeos, Leticia Velasco Aguilera.
Huipil a las pantorrillas, descalza y cabello recogido, la niña concluye: “Hay fuerza”.
Su dieta, como la de todas las familias simpatizantes del Municipio Autónomo, se reduce desde hace seis meses a tortillas tostadas de maíz, salsa de chile con agua y, a veces, frijoles.
Por algunas horas al día, los paramilitares permiten a las mujeres caminar ciertas calles. Aun así, los disparos se siguen escuchando. Si algún hombre se aventura a salir, debe cuidarse de los cuatro puntos cardinales, correr agachado cada que atraviesa una calle, buscar callejones y recodos en las paredes: está siendo cazado.
El párroco Rogelio Barragán, los médicos y casi todos los maestros abandonaron iglesia, centro de salud, dispensario y escuelas. La única institución educativa que se mantiene en funciones es la escuela albergue a cargo de la congregación de monjas diocesanas, cuya sede se encuentra en la ciudad de Huajuapan de León. Desde hace seis meses, los 55 niños, de entre seis y 16 años, no han podido salir ni ser visitados por sus padres. Las monjas se encargan de la manutención.
Se trata de entre ocho y 10 religiosas, cuya encargada es la madre María del Carmen Lucero Rosario. Son las únicas personas que pueden ingresar y dejar San Juan Copala en automóvil. Los lugareños consideran que ellas se convertirán en blanco de los paramilitares si entablan algún tipo de comunicación con los simpatizantes del Municipio Autónomo. Por eso, las religiosas no se relacionan con nadie.
Los demás niños de la comunidad no asisten a la escuela. Se trata de 150 alumnos de primaria y 110 de secundaria.
—Aquí lo único que se puede hacer ahora es sacar tu cara por la ventana, regresar al cuarto y volver a sacar tu cara por la ventana –dice el profesor Gregorio Chávez Jiménez, responsable de la Escuela Albergue de San Juan Copala.
Desde una casa permanentemente asediada por francotiradores, Julián González Domínguez, suplente del presidente municipal autónomo, explica que el objetivo de los grupos armados es que se retiren todas las personas de esta comunidad y se queden únicamente los priistas que, además, son minoría.
—Y cómo van a dejar las mujeres y las familias sus casas, su mercado, su plaza.
A decir del líder triqui, de 52 años de edad, la Ubisort y el MULT cuentan con el apoyo del gobierno estatal de Ulises Ruiz.
—El gobierno está con ellos. Cómo que tenemos tantos meses así y nadie de la policía viene. Ya vieron que no hay luz ni agua y que están balaceando todo el tiempo. Nadie sale. Pero gobierno no hace nada. Y de dónde sacan ellos armas y balas.
Desde finales de la década de 1990, las comunidades de Yosoyuxi y San Juan Copala encabezaron un movimiento crítico al interior del MULT, que culminó en 2006 con la fundación del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui-Independiente (MULTI). La nueva organización impulsó la creación del “Municipio Autónomo”, que cautivó a integrantes del propio MULT, pero también de la Ubisort. Comunidades enteras abandonaron sus antiguas organizaciones y se afiliaron al proyecto autonómico.
“El discurso ideológico sí existe; pero está subordinado a los clanes. Si un padre de familia acuerda integrase a una organización, lo hace con las familias de sus hijos; e, incluso de sus hermanos. Por eso, poblaciones enteras se adhieren a uno u otro movimiento”, explica Francisco López Bárcenas, abogado, maestro en desarrollo rural y autor del libro San Juan Copala: dominación política y resistencia popular.
Timoteo Alejandro, considerado el “líder natural” del MULTI y, desde Yosoyuxi, principal sostén del Municipio Autónomo fuera de la cabecera de San Juan Copala, explica que las diferencias con el MULT comenzaron cuando las comunidades pidieron cuentas de la utilización de los recursos de los ramos 28 y 33 del Presupuesto de Egresos de la Federación a los líderes Heriberto Pazos Ortiz y Rufino Merino Salazar.
—Cuando estábamos con ellos, nunca supimos nada de ese dinero. Y ni obras ni nada se hacían aquí. Hasta la fecha, las comunidades del MULT siguen sin nada; son las más pobres. Y mientras, los líderes son ricos y ni viven en la región triqui; viven en residencias de lujo en Oaxaca.
De 44 años, complexión delgada, mirada taciturna, huaraches y camisa remangada, don Timo, como le dicen sus paisanos, muestra con orgullo las dos canchas de basquetbol, los 500 metros de cemento del camino principal y las obras en construcción: una bodega y una nueva aula para la escuela. Dice que Yosoyuxi recibe ahora anualmente 80 mil pesos del ramo 28 y 2 millones del ramo 33.
Durante casi dos años, el Municipio Autónomo vivió en paz. El conflicto inició cuando la Ubisort logró reactivar sus grupos armados. Para ello, habría regresado de Estados Unidos Toño Pájaro, a quienes los habitantes de San Juan Copala señalan como quien se encarga de reclutar y entrenar paramilitares. El 28 de noviembre de 2009 se le impidió el paso a una caravana de campesinos del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, que iba a solidarizarse con las autoridades del Municipio Autónomo. Los habitantes de La Sabana bloquearon la carretera mientras un grupo armado desataba una balacera en el centro de Copala.
El 8 de diciembre, una columna armada de la Ubisort tomó el Palacio Municipal. Declaró que no había Municipio Autónomo, sino “agencia municipal” y colocó en el puesto a Anastasio Juárez Hernández. El 10 de marzo de 2010, los simpatizantes de la autonomía retomaron el palacio mediante una concentración masiva de mujeres y niños, según el vocero del Municipio Autónomo Jorge Albino.
Rosa Martínez, de alrededor de 70 años, estuvo ahí. Recibió un balazo de AK-47 que le atravesó el pie derecho. Nunca pudo reponerse del todo y camina con dificultad. La herida aún no cicatriza.
—Llegamos mujeres y niños porque habíamos hecho asamblea. Entramos y los sacamos; pero uno disparó –dice, evasiva. No quiere recordar el hecho.
La mayoría de los hombres involucrados en la organización del Municipio Autónomo ha sido emboscada. Algunos han resultado heridos; otros, muertos y otros han perdido a un hermano, un hijo, una pareja. No hay uno solo que no haya sido afectado por un grupo paramilitar.
De 25 años de edad y bigote ralo, Albino muestra las cicatrices de una emboscada: siete balas de fusil de asalto automático AK-47 que se impactaron contra su cuerpo. Una de ellas permanece muy cerca de su columna vertebral. La emboscada ocurrió el 11 de mayo de 2006, en los albores de la constitución del Municipio Autónomo y cuando el iniciado activista contaba con 21 años de edad. Venía de la ciudad de Juxtlahuaca cuando fue emboscada la camioneta en que viajaba junto con otras dos personas: Adrián y Francisco Bautista. Adrián murió; Francisco salió ileso.
A decir de los simpatizantes de la autonomía, los sicarios buscaban a Timoteo Alejandro Ramírez, responsable de la comunidad de Yosoyuxi ante el Municipio Autónomo, o “líder natural”, como le llaman en esa localidad. No lo encontraron; pero un par de meses después le hicieron una herida que aún le hace derramar lágrimas: su hijo primogénito, de 19 años, también nombrado Timoteo Alejandro, fue muerto en una emboscada en el paraje Cieneguilla, cerca de Copala. “Por eso debemos tener muchos hijos; si nos matan a unos, no nos quedamos sin nada”, comenta.
En noviembre de 2009, Gregorio Chávez, de 23 años, hijo de Gregorio Chávez Jiménez, responsable de la Escuela Albergue de San Juan Copala, fue baleado en el centro de esa población. “Qué bueno que (las emboscadas) fueran (con armas) de (calibre) 22; pero usan puro R-15 y cuerno de chivo”, dice el padre de una familia de 11 hijos. “Dos días que tuve a mi hijo en el hospital me costaron más de 20 mil pesos”, agrega.
Jorge Albino insiste en que los ataques no sólo provienen de grupos armados de la Ubisort, sino también del MULT.
—De hecho, ellos son más peligrosos porque saben hacer política. Si no estamos de acuerdo con ellos, ni nos amenazan; sólo nos emboscan y nos matan. Y hasta tienen discurso de izquierda y son adherentes a La Otra Campaña (como también lo es el MULTI).
La principal preocupación de la abuela Macaria Merino Martínez, de 80 años de edad, es que muera sin que haya quien la sepulte y le rece. Está sola en ésta, su comunidad de San Juan Copala, o, como ella le dice, Chuma’a, el pueblo de todos los triquis.
—No tengo hambre; pero me trago la tortilla a fuerzas; no hay dinero para velas ni flores, ni caja de muerto… Y quién me va a llevar al panteón. No me puedo morir ahorita.
Cabeza blanca, huipil con listones a la espalda y sandalias negras, termina por compadecerse de Tatachú, el protector de los triquis.
—Los santos también tienen hambre, pues no hay quien les ponga veladora ni les lleve flores. Ellos se alimentan de eso. Tatachú también está sufriendo como triqui. Cuánto tendrá que pagar la Ubisort por eso…
El profesor jubilado Miguel Ángel Velasco, indígena triqui de 52 años de edad y originario de esta población, va de la tensión a la tristeza y luego a la determinación: “Voy a resistir; mejor me muero en la puerta de mi casa que fuera de mi pueblo”.
Desde que inició el sitio de San Juan Copala, todo ingreso o salida se realiza por el monte de esta Sierra Triqui. Selváticos, con platanares y enredaderas en las partes bajas, en las altas los cerros se convierten en fríos bosques de ocotes y encinos. Cañadas y laderas donde continuamente se realizan emboscadas son atravesadas en completa oscuridad por hombres y mujeres, que lo mismo huyen de esta población o resisten el asedio.
Una vez que se ha salido o ingresado de San Juan Copala, las descargas de los francotiradores arrecian en todas direcciones, principalmente hacia donde se escucha ladrar a los perros. Los paramilitares no escatiman balas.

Se rompe el cerco paramilitar
Autor: Miguel Badillo
Zósimo Camacho y Miguel Badillo /
Cualquiera que intenta cruzar por montes y veredas con rumbo al pueblo de Copala, principal centro ceremonial de la comunidad triqui, se enfrenta a las ráfagas de metralletas AK-47 y rifles R-15 que portan grupos armados, como el que disparó aquella tarde del martes 27 de abril en contra de la caravana por la paz, que encabezaban defensores de derechos humanos y que tuvo como saldo dos muertos y una decena de heridos.
Diez días después de aquel ataque armado, en donde resultó herido con tres disparos de bala nuestro compañero fotógrafo David Cilia (lo que lo mantiene, hasta el cierre de esta edición, internado en un hospital de la ciudad de México) y junto con la reportera Érika Ramírez tuvieron que correr y esconderse por casi tres días en el monte para salvar la vida, otros tres reporteros de Contralínea (Zósimo Camacho, Julio Hernández y Miguel Badillo) han llegado a la región dominada por los triquis para terminar el trabajo periodístico inconcluso: entrar a San Juan Copala y describir el terror que viven aquí niños, mujeres, ancianos y los pocos hombres que aún quedan.
El viernes 7 de mayo, un grupo de 12 indígenas, simpatizante del Municipio Autónomo de San Juan Copala, se comprometió a guiar a los periodistas y escoltarlos hasta esta cabecera municipal, aun con el temor y el riesgo para los triquis de perder la vida en el intento.
La primera recomendación a los reporteros fue evitar llamar la atención entre los habitantes de los pueblos que rodean Copala, en donde las organizaciones Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort), Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT) y Movimiento por la Unificación de la Lucha Triqui Independiente (MULTI) tienen sus bases. La segunda recomendación a los periodistas fue ocultarse hasta que llegara el momento de partir. No se sabe ni hora ni día. Simplemente hay que esperar.
Tres días transcurrieron, hasta la noche del lunes 10, cuando los indígenas triquis vuelven a hacer contacto y acordamos los términos de la incursión hacia el pueblo de Copala: el ingreso será de noche, lo que dificultará el acceso, pero dará una oportunidad más para evitar cualquier agresión; nada de lámparas ni luces que puedan llamar la atención de los francotiradores; hablar lo menos posible y sólo cuando sea necesario hacerlo en voz muy baja; vestir de negro para perdernos en la oscuridad de la noche y llevar botas y mochila con medicamentos para la atención de alguna posible herida de bala; si nos disparan, tirarnos al suelo y avanzar lo más rápido posible para eludir las balas y perdernos de los agresores; resistir el tiempo necesario en el monte hasta encontrar el acceso más seguro y, lo principal, mucha suerte, porque para entrar a Copala se necesita eso y más.
La columna informativa que integran 12 triquis-guías y tres periodistas inicia su marcha por el monte. Seis indígenas van al frente y otros seis en la retaguardia. Los reporteros, en medio de la columna para mayor protección. La instrucción es guardar distancia entre nosotros para evitar ser blanco fácil ante un posible ataque, lo que dificulta aún más el camino; la oscuridad impide ver a medio metro de distancia, sólo el ruido del andar de los indígenas sobre hojas y ramas secas orienta la ruta a seguir. Las caídas y tropiezos de los reporteros son constantes; el peligro de caer en alguna barranca invisible es latente, pero nadie puede detenerse si queremos llegar con vida a Copala. Debemos avanzar lo más rápido posible durante la noche y, de vez en cuando, descansar a petición de los tres de en medio.
El sudor agobiante embarra y pega las hojas y ramas de los árboles en el cuerpo. Los mosquitos e insectos nos acompañan todo el camino: los brazos y piernas empiezan a llenarse de bolas por las picaduras conforme avanza la columna y nos internamos cada vez más en estas rudas montañas. A pesar del peligro, estamos seguros de que no nos equivocamos en querer documentar y contar la historia que vive San Juan Copala.
La ruta es acompañada por constantes disparos que retumban en el silencio de la montaña. Son tiros de advertencia para aquel que se atreva a cruzar por su territorio. La angustia y miedo invaden el cuerpo. Un escalofrío inevitable nos atraviesa de sólo pensar encontrarnos de frente a cualquier grupo armado que patrulle el área. Nuestros guías se mueven rápido, cubren una amplia área de protección; pero al final de cuentas, los grupos paramilitares, también integrados por indígenas, saben dónde vigilar para impedir que alguna persona, sobre todo periodistas, como ya lo demostraron en el ataque a la caravana por la paz, se les pueda colar hasta Copala y dar cuenta del infierno en que tienen metidas a unas 100 familias triquis que quedaron atrapadas en el lugar y no pudieron o no quisieron abandonar el sitio.
Agotados, a lo lejos se ven las luces de velas que alumbran algunas casas del pueblo desierto. Después de varias desesperantes horas, nos acercamos a Copala. En el pueblo no hay energía eléctrica. El motivo es que cortaron los cables desde hace seis meses, cuando iniciaron los ataques de la Ubisort y el MULT en contra de los habitantes que apoyan la presidencia autónoma de San Juan Copala, ahora en manos de simpatizantes del MULTI.
En la región se libra una lucha por el control político y económico del lugar. Viene un periodo electoral en Oaxaca y el Partido Revolucionario Institucional, por conducto de la Ubisort, no está dispuesto a dejar a su suerte al municipio de San Juan Copala, en donde las nuevas autoridades afiliadas al MULTI no quieren saber nada de los partidos políticos, a los que culpan de robarse cada año las partidas presupuestales de los ramos 28 y 33 del erario. Algo sabrán estos indígenas de injusticias, abusos y atropellos de la autoridad, igual que otros 100 millones de mexicanos.
Hemos llegado a la zona más complicada del trayecto. Copala está a menos de 1 kilómetro de distancia. Aquí, en la oscuridad de la madrugada, la vigilancia de hombres armados se vuelve más latente. Hay que esperar, agazapados, entre rocas, arbustos y árboles. Para sorpresa nuestra, el lugar donde nos escondemos sirve de base para francotiradores de alguno de los grupos agresores. La prueba de ello está en el suelo, entre hierbas y hojas de árboles encontramos muchos casquillos de rifles R-15 y AK-47. Eso tensa la espera. Los mismos indígenas, que siempre hablan en triqui, se ven preocupados y nerviosos. Quieren abandonar rápidamente el área, pero deciden esperar y no acelerar el ingreso a Copala.
Una dudosa decisión se ha tomado. En cuanto iniciamos el descenso del último cerro hacia el pueblo, empieza el estruendo de las ráfagas de metralletas, como si los paramilitares esperaran el momento propicio para ejecutar a toda la columna informativa. La orden de nuestros guías ha sido no detenernos. El miedo nos hace cumplirla y no mirar atrás, como si quisiéramos ganarle a la velocidad de las balas que cruzan chiflando por el viento. Inevitablemente hay que pasar por una zona descubierta, que aun con la ropa negra que llevamos y la ayuda de la oscuridad de la noche, a nosotros nos parece que somos muy visibles, tanto como un foco prendido en una habitación.
Pero sólo es el miedo de los 15 que hemos ingresado a las solitarias calles de Copala. Llegados al pueblo, nos movemos con precaución entre calles y las paredes de las casas. Los guías nos advirtieron que algunas familias, que también permanecen encerradas en sus viviendas, simpatizan con los grupos opositores al Municipio Autónomo y sería muy delicado que dieran aviso a los hombres armados de que extraños hemos entrado al pueblo. No queremos hacer ruido, pero los ladridos de los perros nos delatan y antes de que miradas extrañas nos vean, ingresamos a salvo y agotados a una vivienda que nos protege.
La huida de Copala
Hemos recogido los testimonios y relatos de los sobrevivientes de Copala. Durante nuestra incursión, recorrimos parte del pueblo entre los disparos que nunca cesaron. Desobedecimos a los guías, que nos pedían no salir de la casa. De hacerlo, no habría tenido sentido llegar hasta Copala y perder la oportunidad de mirar y vivir en carne propia lo que cientos de mujeres, niños y ancianos indígenas triquis padecen todos los días.
Para los agresores, toda hora es buena para amedrentar y amenazar a la población. En las noches, ráfagas de metralleta quitan el sueño. En el día, sólo unos cuantos, sobre todo mujeres y niños, se atreven a cruzar corriendo las calles para evadir los disparos y buscar alimentos.
Notas, fotografías y videos de Contralínea dan ahora cuenta del peligro que representa vivir aquí. Es el primer material periodístico tomado desde adentro de Copala. Como parte de Contralínea, nuestros dos compañeros agredidos, Érika y David, deben estar orgullosos de que su intento por llegar a ese municipio, hasta que un ataque armado lo impidió, no fue en vano. Por ellos y por lo que les sucedió, el equipo de Contralínea decidió concluir su misión de informar del asecho en que viven decenas de familias triquis a manos de paramilitares tolerados, por decir lo menos, por el gobierno de Ulises Ruiz.
Nuestro grupo indígena de protección ha estado atento en todo momento de la seguridad de los periodistas, aunque aquí, en Copala, nada es seguro. Lo único cierto es que ha llegado la hora de salir de este pueblo olvidado por los gobiernos, los ejércitos y los policías. Otro martirio está a punto de comenzar: volver al monte y abrirnos paso entre la maleza, aunque más preocupante es librar los retenes y las guardias blancas que están dispuestas a no dejarnos huir de sus territorios controlados.
Nuestros guías han trazado una ruta distinta. Nos explican que ésta es más larga, pero más segura. Ninguno de los reporteros se queja, los tres asentimos con la cabeza sin hablar. Nos miramos cansados y mugrosos, porque el servicio de agua fue cortado también por los grupos agresores. La única oportunidad de bañarse es en el río más cercano, pero nadie se arriesga; preferimos mantenernos sucios dos o tres días.
Nuevamente estamos en manos de 10 indígenas triquis. El grupo se ha reducido: dos de nuestros guías se han quedado en la zona de conflicto. Esperamos nuevamente la noche para salir del lugar. Nos han advertido que, esta vez, la caminata será más larga, hasta alcanzar quién sabe qué carretera a la mañana siguiente. Los periodistas estamos listos. Otra vez, los indígenas vuelven a arriesgarse para acompañarnos y sacarnos del lugar con vida.
Ansiosos, esperamos la noche. Apenas hemos comido durante los tres días tortillas, frijoles y chile. Pero nos sentimos fuertes para partir, más por miedo y ganas de huir del lugar. Todo ha sido una pesadilla que apenas duró poco más de 48 horas. Los habitantes de Copala llevan seis meses en esas condiciones. Desde finales de noviembre, viven encerrados en sus casas, sin poder salir, y cuando lo hacen, simplemente arriesgan la vida.
La columna informativa ha iniciado su retorno a no sabemos qué lugar del camino. Las instrucciones han sido las mismas. Con mayor énfasis, nos indican no hacer ruido cuando caminemos, lo que se vuelve imposible ante los tropiezos y caídas constantes de los reporteros. Más cuando esta noche especialmente es más oscura. No hay luna y el cielo está nublado. No logramos ver a nuestro compañero que va enfrente. Es más, decidimos agarrarnos de las mochilas para no perdernos y seguir la ruta de los guías.
La salida de Copala es igual. Rápido hacia el monte para protegernos de los disparos entre los árboles. Una vez más, las balas pasan chiflando cuando rompen el viento. Esta vez los disparos los sentimos más cerca de nosotros, como si los grupos armados estuvieran esperándonos a la salida del pueblo.
Todos estamos nerviosos, también los valientes indígenas que arriesgan su vida para que un grupo de extraños periodistas den cuenta del terror que viven los habitantes de Copala. No nos han pedido pago alguno para ser nuestros guías, sólo nos miran como si fuéramos a solucionar el conflicto. Nada más desilusionante. Como reporteros, sólo sabemos que informaremos lo que allí sucede y que nada pasará. Eso pensamos cuando caminamos por largas horas durante esta agobiante madrugada. Y más cuando sabemos que, en seis largos meses, nadie del gobierno federal ha querido atender el problema. Mucho menos el gobierno estatal de Ulises Ruiz, a quien le corresponde formalmente. El gobierno de Felipe Calderón también es responsable, pues para esta pequeña población indefensa que está siendo agredida durante meses no hay Ejército ni policía alguno que la defienda.
Para salir de este territorio hostil, a la columna informativa le parece que el camino es el mismo, aunque hayamos salido esta vez por el lado opuesto. Los reporteros no distinguimos ruta alguna; nuestra inexperiencia en avanzar en el monte nos hace ver todo igual. Sumamente difícil caminar de noche y sin lámpara por las montañas de la región triqui, de acceso inaccesible y orografía accidentada.
Las horas pasan sin llegar a lugar alguno. Los zumbidos de las balas que arrojan las potentes armas se escuchan todo el trayecto. Por un lado, al norte, el pueblo de La Sabana, dominado por la Ubisort; al oriente, El Rastrojo, la zona controlada por el MULT, ambas organizaciones violentas y fuertemente armadas. Al norte, Yosoyuxi, del MULTI, organización que apoya al Municipio Autónomo y que su principal demanda es que todas las partidas presupuestales que debe destinar el gobierno para la región triqui se entreguen a los indígenas para mejorar la vida de sus familias y pueblos, y no se las lleven los caciques y los líderes de grupos armados.
Antes de amanecer, alcanzamos un camino de terracería. Los indígenas nos piden avanzar con precaución para evitar alguna emboscada. Pero el peligro va en aumento y los guías deciden que debemos volver al monte para estar seguros y dejar la comodidad de seguir en la madrugada por la vereda que nos sacaría a la carretera.
Otra vez el sufrimiento para los reporteros inexpertos en caminar por esos lugares. Casi con la luz hemos salido a un pueblo apartado, allí recibimos el apoyo de un agente municipal que nos permite permanecer en el portal de su vivienda hasta esperar la mañana e iniciar el retorno a la ciudad de México.
Con muchas dificultades, Contralínea ha roto el cerco paramilitar establecido por grupos armados para aislar y ahogar a una población triqui que sólo lucha por su autonomía: San Juan Copala ha quedado atrás y sus 100 familias abandonadas a su suerte. Sentimos dolor y desesperación.

EN EL FEUDO DE PEÑA NIETO.
Triquis, bajo amenaza de desalojo
Autor: Érika Ramírez
Sesenta familias triquis asentadas en el Estado de México son amenazadas por inmobiliarias que les disputan sus tierras, a las que llegaron en busca de refugio hace más de una década. Las constructoras utilizan maquinarias y grupos de choque para limpiar terrenos que no son suyos
Le dieron cinco minutos para recoger todas sus pertenencias y salir de su casa. Apenas pudo sacar a sus cuatro hijos y ponerlos en resguardo. Dentro de la cabaña de madera con piso de tierra que habitaban Felícitas Santiago y su familia se quedó todo: dos camas, una parrilla, una pequeña mesa de madera, mochilas, ropa de vestir y los uniformes escolares de sus hijos.
El 26 de noviembre de 2008, un grupo de hombres vestidos de civil llegó con máquinas demoledoras para destruir las chozas de 60 familias triquis, asentadas desde hace 12 años en una parte del predio Paraje de Lago de Guadalupe –ubicado en el municipio de Nicolás Romero, en el Estado de México–. Los sujetos amedrentaron a mujeres y niños. Era el medio día de un miércoles, y la mayoría de los hombres había salido a su jornada de trabajo.
Codiciado por un grupo inmobiliario que pretende ampliar la construcción de casas de interés social, el terreno había sido el refugio de los emigrantes de la comunidad triqui alta –municipio de Putla Villa de Guerrero, Oaxaca–, que llegaron a la región mexiquense con la esperanza de superar las paupérrimas condiciones de vida que padecían, y aún padecen.
Después del desalojo, las familias se dispersaron. Algunas tuvieron oportunidad de rentar un cuarto, otras se quedaron en las calles resistiendo el frío invernal de aquel año. Todo dependía de sus ingresos. Dos meses después pudieron reubicarse en otro extremo del paraje, donde no pagan renta y tienen la promesa de obtener algunas hectáreas de tierra, una vez concluido el proceso judicial entre los dueños del predio y la constructora Casas Beta del Centro (ahora propiedad de la Desarrolladora de Vivienda Homex).
A cambio, los triquis permanecen vigilantes de que no se intente otro despojo de tierras o que organizaciones como la de Antorcha Campesina –de filiación priista– invadan el predio, como se ha venido amenazando en los últimos días.
El estudio Triquis, pueblos indígenas del México contemporáneo, editado por la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), indica: “Pese a que es un grupo étnico pequeño, pues apenas supera los 25 mil habitantes, la problemática sociopolítica por la que ha atravesado a lo largo de su historia lo ha colocado en la atención de la opinión pública nacional e internacional desde hace varias décadas”.
El documento añade que “los conflictos sociales y políticos, la violencia y la persistente lucha por la defensa de su territorio son los aspectos más sobresalientes que dieron visibilidad a la presencia triqui en el marco de la diversidad cultural del país”.
La pobreza a cuestas
Mientras recuerda el momento en que perdió todo lo que había podido adquirir en más de 10 años, Felícitas extiende su mano y da un taco de arroz a su pequeña de cinco años. La mujer no tiene más que ofrecer a su familia. “Mañana, dios dirá”, dice. Su esposo Pablo Antonio Merino se quedó sin el trabajo que tenía como auxiliar de albañil apenas el viernes pasado, y su hija mayor fue despedida hace unos meses de la guardería donde se empleaba.
Felícitas es una de los 1 mil 722 indígenas triquis que emigraron a la región mexiquense, indican las cifras del más reciente Censo Nacional de Población, elaborado en 2000 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Nació en el pueblo de San Andrés Chicahuaxtla. Ahí dejó su casa y su parcela, de la que ya no podía echar mano porque carecía de recursos para la compra de fertilizante y semilla. También dejó a sus padres y hermanos, a quienes llega a ver una vez al año. “Allá casi no hay trabajo y uno quiere superarse, por eso salimos del pueblo, pero ahora vemos que estamos igual”, dice.
Cuando llegaron al Estado de México, su esposo Pablo Antonio Merino y otras 10 personas firmaron un contrato de comodato (del que Contralínea posee copia) con los dueños del lugar. En el documento, sellado por el juez décimo primero de distrito en el Estado de México, con residencia en Naucalpan, se especifica que los integrantes de la comunidad “reciben gratuitamente el uso del terreno rústico, obligándose a usarlo única y exclusivamente para cultivo, crianza de animales y vivienda, sin que puedan darlo en arrendamiento, prenda o conceder el uso de terceros”.
Así habían vivido por más de una década, pero la urbanización los alcanzó. A inicios de 2000, los triquis se vieron rodeados por fraccionamientos que contaban con agua potable, pavimentación, luz eléctrica, pensaron que algún beneficio llegaría para ellos, pero ocurrió todo lo contrario: el progreso de aquellas colonias se convirtió en una amenaza.
El estudio de la CDI indica que “las necesidades económicas, la violencia social y los conflictos políticos, sobre todo en la parte baja (de la zona triqui), han motivado la residencia temporal o permanente de los triquis en la capital del estado y en otras entidades de la república mexicana”.
De de todo Oaxaca –dice el estudio elaborado por Pedro Lewin Fischer, profesor investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia, y Fausto Sandoval Cruz, profesor de educación indígena, originario de San Andrés Chicahuaxtla, municipio de Putla Villa de Guerrero, Oaxaca–, los triquis “son el tercer grupo porcentual con presencia en diversos estados del país, especialmente en la zona norte (Sinaloa, Sonora, Baja California, Baja California Sur), en el Estado de México y el Distrito Federal”.
El destino migratorio y la actividad laboral de los triquis varía de acuerdo con su origen en Oaxaca: los emigrantes de Copala se desempeñan en el norte del país en actividades agrícolas, mientras que los de Chicahuaxtla radican en el Distrito Federal y en el Estado de México como miembros del Ejército o en la policía bancaria, explica el estudio.
La brecha económica
Contrario al modelo de vivienda que tienen a sólo unos metros de distancia –estructuras de dos niveles en pleno funcionamiento, construidas de concreto, con pisos aplanados, herrería en ventanas y puertas, muebles de baño y una fachada arquitectónica que simula confort y modernidad–, los triquis carecen de todo servicio.
Cada tercer día, una pipa de agua atraviesa las mallas de protección que bordea el predio. Dota por 13 o 15 pesos, depende de la compañía que les surta, cada uno de los tambos viejos y oxidados que se enfilan a las afueras de sus casas. Los recipientes permanecen cercanos a las letrinas, expuestos al sol, tierra e insectos. De esa misma agua, beben, lavan trastes, se bañan.
También carecen de luz eléctrica y de drenaje. A veces, recurren a los llamados “diablitos” para poder “colgarse” de los postes de electricidad, que abastecen de energía a los fraccionamientos vecinos. Pero cuando los servidores de la Compañía de Luz se dan cuenta, arrancan y destrozan los metros de cable que llevan luz al predio.
La falta drenaje y el espacio terroso en el que viven han provocado enfermedades epidérmicas y estomacales. Los niños son los más vulnerables: “Les salen granitos por todo el cuerpo. Los llevamos al centro de salud y les mandan pomaditas que nada más se los quita un rato. Pero si se las dejamos de poner, les vuelven a salir”, dice una de las mujeres triquis que, ataviada con su huipil de colores, carga a su pequeño hijo.
Mientras, otros niños corren entre los matorrales, comen las plantas y flores que encuentran a su paso, ríen, se divierten entre la maleza. María, una pequeña de unos cuatro años de edad, arranca una flor de pétalos rosas y tallo delgado. Alza la mirada y pregunta a su madre si la puede comer. La mujer susurra en su lengua y de inmediato la niña se sacude de la mano la planta que a la vista se figura inocente.
Parece que es venenosa, dice Daniel Hernández, uno de los triquis que se alistó en el Ejército hace 24 años y que ahora vive en el lugar. También hay que estar al pendiente de otros animales ponzoñosos como los alacranes, arañas y víboras que hay en el predio, advierte. El hombre entró como soldado con la idea de que en la milicia tendría oportunidad de seguir con sus estudios en preparatoria, mismos que no tuvo oportunidad de concluir.
En alimentación, la dieta de los triquis no ha cambiado del todo con la migración: el frijol, la tortilla y los quelites son su principal alimento, como lo era en su pueblo. Huevo, leche y carne apenas una o dos veces por semana. Carecen de todo apoyo gubernamental, pese a que han acudido a las oficinas de la Secretaría de Desarrollo Social y de la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas.
Del campo a la milicia
Margarito González llegó hace 25 años al municipio de Naucalpan. Como Daniel, formó parte de las filas castrenses de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Tenía 17 años, y a esa edad, su doctrina fue “amar a la patria, defenderla ante todo y todos, eso significaba pertenecer al Ejército, ser un buen soldado”. Eso le decían en el Campo Militar Número 1 donde vivía y lo entrenaban.
A su ingreso le ofrecieron salario, comida y techo. Así se mantuvo por seis años, hasta que ya no pudo resistir y dejó el servicio militar: ya no veía a su familia, no sabía de ella, los trabajos eran arduos y sin descanso, el pago no alcanzaba para vivir mejor, y “a veces me encuartelaban por ocho, 15 días y hasta un mes; yo era joven y quería mi libertad; por eso deserté”.
Margarito fue militar como su padre. Siguió la tradición porque no había mayores opciones, el campo ya estaba en el abandono. Además, “también me metí porque nada más terminé la secundaria y no había dinero para seguir estudiando. Lo mismo hacen varios de mi comunidad, vemos al Ejército como una oportunidad de empleo”.
Ahora tiene 42 años, vive con su esposa –que durante la mañana ofrece sus servicios como trabajadora doméstica en las colonias aledañas– y sus cinco hijos. La familia ocupa unos tres metros cuadrados del Paraje del Lago de Guadalupe. Después de desertar de las tropas de la Sedena, ingresó como policía a una empresa privada de seguridad que le ofrece un salario de 5 mil pesos mensuales sin prestaciones sociales, excepto el seguro médico que pagan de forma particular.
Margarito lleva 15 años prestando sus servicios a la compañía y sabe que nunca obtendrá un crédito hipotecario para hacerse de una vivienda como las que tiene frente a su choza de madera. No cuenta con la prestación del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, por eso se empeña en defender el predio, quizá algún día tenga un terreno y un techo seguro que ofrecer a sus hijos.
Una triqui mexiquense
Adriana Betancio tiene cuatro años viviendo en el terruño y enfrenta los mismos problemas de desalojo que los triquis. También cuida del predio en busca de obtener una porción para poder edificar su hogar.
Tiene 37 años y un mal que la acaba poco a poco. Padece lupus eritematoso sistémico, una enfermedad autoinmunitaria, es decir que no protege a su cuerpo de sustancias dañinas. En las mismas condiciones de pobreza que sus compañeros triquis, vive con su esposo de 53 años de edad y sus hijos de 18 y 11 años.
Su marido es barrendero y todos los días sale a las cuatro de la madrugada a limpiar las calles del municipio. Sus ingresos apenas les alcanzan para susbsistir y a veces para comprar los medicamentos y pagar la consulta de Adriana en el Hospital General de México.
“Vivimos de la pura barrida. Mi esposo gana entre 80 y 150 pesos diarios, pero no nos alcanza”. Por eso, Adriana aprendió de los triquis a sembrar la tierra. Ahora obtiene de ella frijol, maíz, espinaca, calabacita. En el Paraje del Lago de Guadalupe se hizo campesina. “Mientras, mi esposo se metió a estudiar, a una escuela de oficios, plomería, a ver si así podemos ganar otro poquito. Hay que pagar entre 500 y 800 pesos en medicamentos cada que voy al doctor, y no nos alcanza”, relata.
La mujer dejó de trabajar como “checadora” de las salidas de los microbuses en el paradero del metro Toreo a causa de su enfermedad. Apenas el año pasado tuvo una crisis y quedó paralizada por más de un mes, sus extremidades se inflamaron tanto que no podía moverse, tampoco podía hablar, sus riñones no funcionaban. Sus vecinos fueron quienes se hicieron cargo de ella la mayor parte del tiempo, mientras su marido salía a trabajar y sus hijos a la escuela. Eso los hace compañeros de lucha.
Los juicios
Pedro Suárez Treviño, integrante del Colectivo de Abogados Zapatistas (CAZ), asegura que las escrituras correspondientes al Paraje de Lago de Guadalupe acreditan la posesión de tierras de Arcadio Martínez Olivera, Adrián Ortiz Barrios, Raúl de los Santos Cruz, Fernando López Hernández, Raymundo Hernández Jiménez, Efraín Vallejo Reyez y Felipe Miranda Medrano.
Suárez Treviño explica que Arcadio, originario de Oaxaca, fue quien ofreció a los triquis un espacio para vivir y cosechar. Pese a ello, desde 2004 se han llevado a cabo los desalojos, indica. Ante esta situación ya hay una demanda en contra de Casas Beta, Desarrolladora Homex y María Ángela Mequel, quienes presuntamente los despojaron de 138 hectáreas aproximadamente.
Derivado de eso se iniciaron dos juicios civiles en el Juzgado Décimo Tercero en el distrito de Tlalnepantla, con los expedientes 173/006 y el 600/2004, en los que se exige la posesión. Ambos continúan en proceso.
El abogado del CAZ dice que una vez concluido el juicio, los dueños del predio están comprometidos con los triquis a entregar ocho hectáreas del terreno, en las que los miembros de la comunidad emigrante podrían edificar sus casas y, ahora sí, tener un espacio en donde vivir sin temor a ser desalojados nuevamente.
Lo que están viviendo los indígenas en este movimiento “es reflejo de la falta de empleo, oportunidades, escuelas y salud en sus comunidades de origen. Se ven obligados a salir, pero llegan aquí y son maltratados por las propias autoridades que no respetan su contrato de comodato con los dueños del predio.