LA MUERTE TIENE PERMISO
28 ene 2010
Violencia y espectáculo
José Gil Olmos
MÉXICO, D.F., 27 de enero (apro).- Cuando le ocurre a alguien del mundo del espectáculo, el deporte, a familiares de empresarios o de la cúpula del poder, se convierte en noticia. Pero cuando la violencia es hacia un ciudadano de a pie o incluso como expresión de la guerra entre narcos, pasa a ser un número más, otra víctima que se pierde en la violencia cotidiana que en México es alarmante: una muerte violenta cada hora y un millón 700 mil denuncias de delitos al año.
Más allá de la justificación de que gozaba su vida privada, la agresión que sufrió el futbolista Salvador Cabañas en un bar que operaba irregularmente en la madrugada y al que asistían muchos actores, actrices, deportistas y gente ligada a Televisa es una muestra más de la ilegalidad, la impunidad y la espiral de violencia que vive el país y de la que nadie se escapa.
Tan sólo de la guerra contra el narcotráfico se ha contabilizado la ocurrencia de 24 homicidios diarios en el país, sin que la sociedad ni las autoridades puedan hacer algo para detener esta violencia que ya se toma como el pan de cada día.
A diario ocurren secuestros, asaltos, extorsiones, asesinatos, desapariciones, enfrentamientos y extorsiones en la sociedad mexicana. El paisaje de violencia se ha tomado de manera tan natural en los últimos años que sólo se rompe cuando los medios hacen de un caso un espectáculo como ha sucedido con el secuestro y posterior asesinato del joven Alejandro Martí y ahora del atentado contra el futbolista Salvador Cabañas.
Si en la calle se ve un asalto a mano armada contra un transeúnte o contra algún automovilista, se prefiere voltear la vista y alejarse de inmediato que llamar a la policía, pues se sabe que la impunidad impera en el aparato de justicia mexicana y el asaltante saldrá pronto y puede buscar la venganza.
También hay indolencia social para romper con esta violencia que ya se vive como una rutina en los transportes, oficinas, las calles y aun en muchos hogares, entre las familias.
El año pasado el Centro de Investigación para el Desarrollo (CIDAC), una organización dedicada a la investigación de políticas viables para el desarrollo de México, dio a conocer el “Índice de incidencia delictiva y violencia 2008”.
Según esta organización México se encuentra en el número 16 de 115 naciones con mayor índice de violencia y delincuencia, con un registro de 10.60 homicidios por cada 100,000 habitantes, muy cercano a países como Panamá, Nicaragua y por arriba de naciones que han experimentado conflictos armados como Palestina.
El CIDAC señala que, de acuerdo con el indicador que mide el número de homicidios, ejecuciones, robos de vehículos y otros delitos que se cometieron en México durante el 2008, el número de denuncias recibidas creció 5.7% respecto a 2007, incrementándose de un millón 622 mil denuncias a un millón 714 mil las denuncias, de las cuales solamente 21% fueron reportadas a la autoridad y 13% pasó a averiguación previa.
La violencia se ha hecho común y corriente entre los mexicanos y nos hemos acostumbrado a ello. Sólo hasta que alguien de fuera nos lo dice es que reparamos que no es normal que soldados y policías con chalecos blindados y metralletas de asalto al ristre patrullen calles, casas, negocios, bancos, tiendas, parques y estadios.
No es normal tampoco que el presidente de la República no pueda realizar actos públicos, en lugares abiertos, ni que viva con medidas estrictas de seguridad todo el tiempo, porque teme a actos de violencia del crimen organizado o de la sociedad inconforme con su gobierno.
La violencia ha entrado a las escuelas públicas, donde para muchos niños y jóvenes es un pasatiempo grabar en sus teléfonos las peleas que diariamente hay entre ellos –sin importar que sean mujeres u hombres--, para ser trasmitidas por internet.
En la prensa mexicana ya no es noticia el registro de 9 mil 600 personas asesinadas en esta administración en crímenes atribuidos a los cárteles de la droga.
Como tampoco es novedad para la sociedad mexicana que muchos niños han cambiado sus juegos inofensivos de carreras de autos por “levantones” y a ver quién dispara como sicario.
El balazo en la cabeza al futbolista paraguayo ha provocado una ola de inquietudes, criticas y hasta exigencias de renuncia en contra de las autoridades de la Ciudad de México.
Pero más allá de lo reprobable que puede ser este incidente, lo que llama la atención es que se transforme en un espectáculo mediático y no se vea como parte de un fenómeno de violencia en la sociedad mexicana que hay que detener, porque la inseguridad puede generar tensión social, como bien lo advierte el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Raúl Plascencia Villanueva.
José Gil Olmos
MÉXICO, D.F., 27 de enero (apro).- Cuando le ocurre a alguien del mundo del espectáculo, el deporte, a familiares de empresarios o de la cúpula del poder, se convierte en noticia. Pero cuando la violencia es hacia un ciudadano de a pie o incluso como expresión de la guerra entre narcos, pasa a ser un número más, otra víctima que se pierde en la violencia cotidiana que en México es alarmante: una muerte violenta cada hora y un millón 700 mil denuncias de delitos al año.
Más allá de la justificación de que gozaba su vida privada, la agresión que sufrió el futbolista Salvador Cabañas en un bar que operaba irregularmente en la madrugada y al que asistían muchos actores, actrices, deportistas y gente ligada a Televisa es una muestra más de la ilegalidad, la impunidad y la espiral de violencia que vive el país y de la que nadie se escapa.
Tan sólo de la guerra contra el narcotráfico se ha contabilizado la ocurrencia de 24 homicidios diarios en el país, sin que la sociedad ni las autoridades puedan hacer algo para detener esta violencia que ya se toma como el pan de cada día.
A diario ocurren secuestros, asaltos, extorsiones, asesinatos, desapariciones, enfrentamientos y extorsiones en la sociedad mexicana. El paisaje de violencia se ha tomado de manera tan natural en los últimos años que sólo se rompe cuando los medios hacen de un caso un espectáculo como ha sucedido con el secuestro y posterior asesinato del joven Alejandro Martí y ahora del atentado contra el futbolista Salvador Cabañas.
Si en la calle se ve un asalto a mano armada contra un transeúnte o contra algún automovilista, se prefiere voltear la vista y alejarse de inmediato que llamar a la policía, pues se sabe que la impunidad impera en el aparato de justicia mexicana y el asaltante saldrá pronto y puede buscar la venganza.
También hay indolencia social para romper con esta violencia que ya se vive como una rutina en los transportes, oficinas, las calles y aun en muchos hogares, entre las familias.
El año pasado el Centro de Investigación para el Desarrollo (CIDAC), una organización dedicada a la investigación de políticas viables para el desarrollo de México, dio a conocer el “Índice de incidencia delictiva y violencia 2008”.
Según esta organización México se encuentra en el número 16 de 115 naciones con mayor índice de violencia y delincuencia, con un registro de 10.60 homicidios por cada 100,000 habitantes, muy cercano a países como Panamá, Nicaragua y por arriba de naciones que han experimentado conflictos armados como Palestina.
El CIDAC señala que, de acuerdo con el indicador que mide el número de homicidios, ejecuciones, robos de vehículos y otros delitos que se cometieron en México durante el 2008, el número de denuncias recibidas creció 5.7% respecto a 2007, incrementándose de un millón 622 mil denuncias a un millón 714 mil las denuncias, de las cuales solamente 21% fueron reportadas a la autoridad y 13% pasó a averiguación previa.
La violencia se ha hecho común y corriente entre los mexicanos y nos hemos acostumbrado a ello. Sólo hasta que alguien de fuera nos lo dice es que reparamos que no es normal que soldados y policías con chalecos blindados y metralletas de asalto al ristre patrullen calles, casas, negocios, bancos, tiendas, parques y estadios.
No es normal tampoco que el presidente de la República no pueda realizar actos públicos, en lugares abiertos, ni que viva con medidas estrictas de seguridad todo el tiempo, porque teme a actos de violencia del crimen organizado o de la sociedad inconforme con su gobierno.
La violencia ha entrado a las escuelas públicas, donde para muchos niños y jóvenes es un pasatiempo grabar en sus teléfonos las peleas que diariamente hay entre ellos –sin importar que sean mujeres u hombres--, para ser trasmitidas por internet.
En la prensa mexicana ya no es noticia el registro de 9 mil 600 personas asesinadas en esta administración en crímenes atribuidos a los cárteles de la droga.
Como tampoco es novedad para la sociedad mexicana que muchos niños han cambiado sus juegos inofensivos de carreras de autos por “levantones” y a ver quién dispara como sicario.
El balazo en la cabeza al futbolista paraguayo ha provocado una ola de inquietudes, criticas y hasta exigencias de renuncia en contra de las autoridades de la Ciudad de México.
Pero más allá de lo reprobable que puede ser este incidente, lo que llama la atención es que se transforme en un espectáculo mediático y no se vea como parte de un fenómeno de violencia en la sociedad mexicana que hay que detener, porque la inseguridad puede generar tensión social, como bien lo advierte el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Raúl Plascencia Villanueva.
El PRI, un peligro, ¿y el PAN no?
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
Varios analistas nos tratan de convencer de que la estrategia de alianzas contra el PRI no sólo es válida, sino necesaria para evitar que dicho partido gane la Presidencia de la República en 2012. Que esta estrategia sea defendida por voceros de empresarios y panistas no llama la atención: ven en el tricolor una verdadera amenaza no a la democracia, sino a la hegemonía del PAN que, gracias a las trampas urdidas por Vicente Fox y sus cómplices en el IFE y en el TEPJF, gobierna ahora. Pero que esta misma estrategia la defiendan quienes apoyaron a López Obrador en 2006, suena esquizofrénico. ¿Aliarse con quienes le quitaron a la mala la Presidencia a AMLO?
Lo que están diciendo entre líneas los defensores estratégicos de las alianzas de PRD-PT y Convergencia con el PAN es que prefieren a este partido en Los Pinos que al PRI, porque bien saben que las probabilidades de triunfo de lo que han dado en llamar DIA son muy bajas, por no decir nulas, si nada cambia sustancialmente para el PRD y sus aliados históricos en los próximos dos años y medio.
Cuando en 2000 algunos razonamos sobre la pertinencia del voto útil para sacar al PRI de Los Pinos, lo hicimos pensando que el PRD entendería que en los seis años del gobierno de Fox tenía su oportunidad para reconstituirse, ya que previsiblemente el sexenio del guanajuatense sería débil y una decepción para millones de mexicanos. López Obrador lo entendió y armó todo lo que estuvo en sus manos para disputarle el poder presidencial al PAN. Y, hay que decirlo, también lo entendió Fox, tanto que hizo hasta lo imposible por sacar a AMLO de la jugada. Los que no entendieron nada fueron los chuchos, pero eso ya es historia.
En los seis años de foxismo y después del golpe de Estado contra el candidato de la coalición Por el Bien de Todos, los chuchos y sus aliados, además de gobernadores y alcaldes perredistas que no entendieron su papel político en la historia del país, se hicieron trampas entre ellos, se dedicaron a atacarse y en lugar de aprovechar la coyuntura para llamar a la unidad contra la derecha casi destruyeron su partido. Dijeron que querían refundarlo y no hicieron nada. Lo único que lograron fue discurrir que sería estratégico aliarse con sus enemigos porque, según ellos, así podrán evitar que el PRI regrese a la Presidencia.
No puedo evitar recordar con tristeza lo que hizo el Partido Comunista Mexicano (PCM) en los años 30 del siglo pasado. Cuando se planteó el frente popular antifascista, que implicaba una alianza táctica de clases en los países capitalistas llamados democráticos, Lombardo Toledano y la Internacional Comunista (ambos controlados por Stalin) promovieron que el frente popular fuera, en México, el Partido de la Revolución Mexicana, ahora PRI. El PCM no estuvo de acuerdo, pero terminó apoyando, por instrucciones de la Internacional (léase Stalin), al partido del régimen como frente popular, aunque no formara parte de éste (¡así lo dijeron!). Guardando proporciones, nuestros amigos perredistas, petistas y convergentes hacen algo semejante: promoverán que el PRI no aumente su poder, aunque implique que el PAN se recupere y eventualmente vuelva a la Presidencia de la República. Una lógica curiosa: apoyar a la derecha para que pierda la derecha, pero gane la derecha (no es trabalenguas), porque la izquierda no tiene oportunidad.
No deja de ser preocupante, al menos para mí, que Denise Dresser, ideóloga de la clase media asustada, y Manuel Camacho, coordinador del Diálogo para la reconstrucción de México (DIA), coincidan en sus puntos de vista del lunes pasado incluso en algunos términos. Denise escribió: “impedir el fortalecimiento del feuderalismo que el PRI ha logrado implantar en la periferia”. Manuel dijo: lo que tenemos son poderes feudalizados en varias partes del país, refiriéndose a los estados gobernados por el PRI. Denise escribió: En numerosos países, partidos políticos de la más diversa índole forman frentes tácticos para enfrentar a contrincantes comunes. Manuel dijo: en todo el mundo hay alianzas. ¿Denise de izquierda? Obviamente no. ¿Quién influye a quién? No importa. Lo que importa es que se debe derrotar al PRI como sea, porque “si tanto los panistas como los perredistas permiten que regrese a Los Pinos –escribió Denise–, el poder abusivo y vengativo del PRI no amainará, sino todo lo contrario. El PRI se lanzará contra ambos partidos con un picahielo”, supongo que en la mano. ¿Y qué traían los panistas en la mano cuando quisieron desaforar a AMLO y le quitaron el triunfo con todo tipo de trampas y complicidades?
Manuel Camacho ha sido mi amigo y lo aprecio y lo respeto, pero nunca ha sido de izquierda. Se ha declarado liberal y cuando no pudo ser candidato del PRI a la Presidencia formó un partido que se llamó Centro Democrático, ni siquiera Izquierda Democrática o Socialdemócrata. Tal vez era conveniente que un centrista fuera el coordinador de los partidos que se presentan como de izquierda, para suavizar las diferencias entre los grupos que los componen, pero no nos engañemos: la aspiración de DIA no es mostrarse como un frente izquierdista, sino como una coalición moderada que en algunos estados donde habrá elecciones este año jugará el papel de bisagra. Quizá por esta razón Manuel escribió el lunes que el desenlace de esta puja de fuerzas ya no está en la izquierda y añadió al final de su artículo que el tema es la democracia, la libertad y la voluntad de poder (El Universal, 25/1/10). Para mí está clara la intención, y si en 2006 AMLO era un peligro para México (según el PAN), en 2010, como bien dijo Hernández en su caricatura del martes en este diario, ese peligro será el PRI, tanto para el PAN como para el PRD.
¿Y a título de qué el PRD y sus aliados le están haciendo favores al PAN bajo el supuesto de que el PRI es peor? ¿Porque el PRI favorece cacicazgos? Vamos, de esto no se escapa ningún partido.
Más poder a la ciudadanía
Marta Lamas
MÉXICO, D.F., 27 de enero.- La “reforma política” anunciada por Calderón se publicita como dirigida a otorgarnos más poder a los ciudadanos. Aceptando, sin conceder, que dicha reforma tenga el objetivo de mejorar la deficitaria democracia que vivimos, desde mi perspectiva de activista me impresiona que no mencione siquiera un asunto fundamental para lograrlo. O sea, encuentro que la aspiración de cerrar la brecha entre el poder y la ciudadanía no va acompañada al menos de un señalamiento sobre los cauces que hay que abrir para ello. ¿Cómo va la ciudadanía a participar en el proceso de asignación del presupuesto del Estado si no es mediante una deliberación pública? Si no se concibe la necesidad de espacios para la expresión pública es porque seguramente se piensa que nos expresaremos por medio de nuestros representantes legislativos. ¡Pero si justamente no nos representan!
Aunque probablemente algunas personas agradecerán la figura de las candidaturas independientes, creo sin embargo que la mayoría de los ciudadanos no queremos ocupar puestos políticos, sino que deseamos que los temas que nos importan se incluyan en serio en las prioridades gubernamentales. Por eso quienes compartimos problemas, inquietudes y aspiraciones buscamos reunirnos en los llamados grupos de interés, también conocidos como organizaciones no gubernamentales (ONG) o asociaciones civiles sin fines de lucro.
En México no todas las variadas asociaciones ciudadanas (feministas, ecologistas, etcétera) realizan diagnósticos, propuestas y proyectos con sentido social: hay algunos grupos que funcionan como negocios y otros que se han vuelto instancias de las empresas para evadir impuestos. Sin embargo, la gran mayoría está comprometida con su causa, y sus intervenciones políticas enriquecen significativamente la dinámica democrática. Esta forma de participación ciudadana, considerada como un “circuito secundario” de la política, resuelve el problema de disponer de tiempo para hacer política y de conciliar el activismo con un indispensable salario. Quienes actuamos desde las ONG somos análogos a los “profesionales” de los partidos políticos, con la sustantiva diferencia de que nuestra posibilidad de hacer política depende en gran medida de los donativos. Phillipe Schmitter ha planteado que hay que dar un estatuto semipúblico a las asociaciones ciudadanas y otorgarles acceso a financiamiento público, pues de esta manera se fortalece la capacidad de los grupos organizados, se amplía la participación política y se potencian los rendimientos del sistema democrático. Eso sí, hay que establecer reglas claras y exigirnos a las asociaciones normas de conducta y responsabilidad preestablecidas si deseamos ser certificadas como candidatas a recibir apoyo.
Si el objetivo de esta reforma política es fortalecer la democracia cerrando la brecha entre la ciudadanía y el poder político, ¿cómo potenciar la labor de estos ciudadanos organizados? La participación ciudadana a través de grupos de interés es un importante espacio suplementario de la representación política, pero para que funcione realmente bien se requiere que los ciudadanos cuenten con espacios de expresión y de debate en los medios de comunicación masiva. ¿Cómo difundir nuestras demandas, propuestas y críticas sin televisión pública y sin radios ciudadanas? ¿Qué tipo de discusión pública podremos tener con la situación tal como está?
Es un hecho que, pese a la retórica sobre la importancia de la democracia, en nuestro país la política se aleja cada vez más de la ciudadanía. Lo que vemos es un espectáculo donde los poderes fácticos manejan al país a su antojo. Los ciudadanos somos tratados como “clientes” por la clase política, y el abuso de quienes tienen el poder es nuestro pan de cada día. Personas de todas las tendencias claman por un “saneamiento” de la política, y todas coinciden en que para lograrlo es indispensable una mayor (¡y mejor!) participación ciudadana. Si el supuesto sobre el que se asienta esta reforma política es que el proceso democrático requiere nuevos mecanismos y herramientas políticos para lograr un escenario de mayor eficacia y responsabilidad, ¿cómo es posible que ni se mencione la creación de espacios de deliberación pública ni el acceso a los medios de comunicación masiva?
Es loable tratar de diseñar un nuevo escenario democrático. Pero una reforma política de verdad requiere nuevas fuentes de expansión de lo público que obliguen al poder gubernamental y a los poderes fácticos a escuchar, dialogar y discutir con los grupos ciudadanos que no comparten su perspectiva política. El debate público, por muy difícil y cansado que resulte, instaura una lógica democrática y promueve prácticas sociales críticas, como el respeto a la diversidad, que son fundamentales para la vida democrática que deseamos. Además, y esto es principalísimo, ventilar públicamente diferencias combate esa forma de censura que ciertos empresarios han estado ejerciendo en la televisión y que consiste en amenazar con retirar su publicidad si se tocan ciertos temas con los cuales discrepan. Por todo esto, una reforma política que no alude a estas cuestiones nodales no me genera confianza.
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
Varios analistas nos tratan de convencer de que la estrategia de alianzas contra el PRI no sólo es válida, sino necesaria para evitar que dicho partido gane la Presidencia de la República en 2012. Que esta estrategia sea defendida por voceros de empresarios y panistas no llama la atención: ven en el tricolor una verdadera amenaza no a la democracia, sino a la hegemonía del PAN que, gracias a las trampas urdidas por Vicente Fox y sus cómplices en el IFE y en el TEPJF, gobierna ahora. Pero que esta misma estrategia la defiendan quienes apoyaron a López Obrador en 2006, suena esquizofrénico. ¿Aliarse con quienes le quitaron a la mala la Presidencia a AMLO?
Lo que están diciendo entre líneas los defensores estratégicos de las alianzas de PRD-PT y Convergencia con el PAN es que prefieren a este partido en Los Pinos que al PRI, porque bien saben que las probabilidades de triunfo de lo que han dado en llamar DIA son muy bajas, por no decir nulas, si nada cambia sustancialmente para el PRD y sus aliados históricos en los próximos dos años y medio.
Cuando en 2000 algunos razonamos sobre la pertinencia del voto útil para sacar al PRI de Los Pinos, lo hicimos pensando que el PRD entendería que en los seis años del gobierno de Fox tenía su oportunidad para reconstituirse, ya que previsiblemente el sexenio del guanajuatense sería débil y una decepción para millones de mexicanos. López Obrador lo entendió y armó todo lo que estuvo en sus manos para disputarle el poder presidencial al PAN. Y, hay que decirlo, también lo entendió Fox, tanto que hizo hasta lo imposible por sacar a AMLO de la jugada. Los que no entendieron nada fueron los chuchos, pero eso ya es historia.
En los seis años de foxismo y después del golpe de Estado contra el candidato de la coalición Por el Bien de Todos, los chuchos y sus aliados, además de gobernadores y alcaldes perredistas que no entendieron su papel político en la historia del país, se hicieron trampas entre ellos, se dedicaron a atacarse y en lugar de aprovechar la coyuntura para llamar a la unidad contra la derecha casi destruyeron su partido. Dijeron que querían refundarlo y no hicieron nada. Lo único que lograron fue discurrir que sería estratégico aliarse con sus enemigos porque, según ellos, así podrán evitar que el PRI regrese a la Presidencia.
No puedo evitar recordar con tristeza lo que hizo el Partido Comunista Mexicano (PCM) en los años 30 del siglo pasado. Cuando se planteó el frente popular antifascista, que implicaba una alianza táctica de clases en los países capitalistas llamados democráticos, Lombardo Toledano y la Internacional Comunista (ambos controlados por Stalin) promovieron que el frente popular fuera, en México, el Partido de la Revolución Mexicana, ahora PRI. El PCM no estuvo de acuerdo, pero terminó apoyando, por instrucciones de la Internacional (léase Stalin), al partido del régimen como frente popular, aunque no formara parte de éste (¡así lo dijeron!). Guardando proporciones, nuestros amigos perredistas, petistas y convergentes hacen algo semejante: promoverán que el PRI no aumente su poder, aunque implique que el PAN se recupere y eventualmente vuelva a la Presidencia de la República. Una lógica curiosa: apoyar a la derecha para que pierda la derecha, pero gane la derecha (no es trabalenguas), porque la izquierda no tiene oportunidad.
No deja de ser preocupante, al menos para mí, que Denise Dresser, ideóloga de la clase media asustada, y Manuel Camacho, coordinador del Diálogo para la reconstrucción de México (DIA), coincidan en sus puntos de vista del lunes pasado incluso en algunos términos. Denise escribió: “impedir el fortalecimiento del feuderalismo que el PRI ha logrado implantar en la periferia”. Manuel dijo: lo que tenemos son poderes feudalizados en varias partes del país, refiriéndose a los estados gobernados por el PRI. Denise escribió: En numerosos países, partidos políticos de la más diversa índole forman frentes tácticos para enfrentar a contrincantes comunes. Manuel dijo: en todo el mundo hay alianzas. ¿Denise de izquierda? Obviamente no. ¿Quién influye a quién? No importa. Lo que importa es que se debe derrotar al PRI como sea, porque “si tanto los panistas como los perredistas permiten que regrese a Los Pinos –escribió Denise–, el poder abusivo y vengativo del PRI no amainará, sino todo lo contrario. El PRI se lanzará contra ambos partidos con un picahielo”, supongo que en la mano. ¿Y qué traían los panistas en la mano cuando quisieron desaforar a AMLO y le quitaron el triunfo con todo tipo de trampas y complicidades?
Manuel Camacho ha sido mi amigo y lo aprecio y lo respeto, pero nunca ha sido de izquierda. Se ha declarado liberal y cuando no pudo ser candidato del PRI a la Presidencia formó un partido que se llamó Centro Democrático, ni siquiera Izquierda Democrática o Socialdemócrata. Tal vez era conveniente que un centrista fuera el coordinador de los partidos que se presentan como de izquierda, para suavizar las diferencias entre los grupos que los componen, pero no nos engañemos: la aspiración de DIA no es mostrarse como un frente izquierdista, sino como una coalición moderada que en algunos estados donde habrá elecciones este año jugará el papel de bisagra. Quizá por esta razón Manuel escribió el lunes que el desenlace de esta puja de fuerzas ya no está en la izquierda y añadió al final de su artículo que el tema es la democracia, la libertad y la voluntad de poder (El Universal, 25/1/10). Para mí está clara la intención, y si en 2006 AMLO era un peligro para México (según el PAN), en 2010, como bien dijo Hernández en su caricatura del martes en este diario, ese peligro será el PRI, tanto para el PAN como para el PRD.
¿Y a título de qué el PRD y sus aliados le están haciendo favores al PAN bajo el supuesto de que el PRI es peor? ¿Porque el PRI favorece cacicazgos? Vamos, de esto no se escapa ningún partido.
Más poder a la ciudadanía
Marta Lamas
MÉXICO, D.F., 27 de enero.- La “reforma política” anunciada por Calderón se publicita como dirigida a otorgarnos más poder a los ciudadanos. Aceptando, sin conceder, que dicha reforma tenga el objetivo de mejorar la deficitaria democracia que vivimos, desde mi perspectiva de activista me impresiona que no mencione siquiera un asunto fundamental para lograrlo. O sea, encuentro que la aspiración de cerrar la brecha entre el poder y la ciudadanía no va acompañada al menos de un señalamiento sobre los cauces que hay que abrir para ello. ¿Cómo va la ciudadanía a participar en el proceso de asignación del presupuesto del Estado si no es mediante una deliberación pública? Si no se concibe la necesidad de espacios para la expresión pública es porque seguramente se piensa que nos expresaremos por medio de nuestros representantes legislativos. ¡Pero si justamente no nos representan!
Aunque probablemente algunas personas agradecerán la figura de las candidaturas independientes, creo sin embargo que la mayoría de los ciudadanos no queremos ocupar puestos políticos, sino que deseamos que los temas que nos importan se incluyan en serio en las prioridades gubernamentales. Por eso quienes compartimos problemas, inquietudes y aspiraciones buscamos reunirnos en los llamados grupos de interés, también conocidos como organizaciones no gubernamentales (ONG) o asociaciones civiles sin fines de lucro.
En México no todas las variadas asociaciones ciudadanas (feministas, ecologistas, etcétera) realizan diagnósticos, propuestas y proyectos con sentido social: hay algunos grupos que funcionan como negocios y otros que se han vuelto instancias de las empresas para evadir impuestos. Sin embargo, la gran mayoría está comprometida con su causa, y sus intervenciones políticas enriquecen significativamente la dinámica democrática. Esta forma de participación ciudadana, considerada como un “circuito secundario” de la política, resuelve el problema de disponer de tiempo para hacer política y de conciliar el activismo con un indispensable salario. Quienes actuamos desde las ONG somos análogos a los “profesionales” de los partidos políticos, con la sustantiva diferencia de que nuestra posibilidad de hacer política depende en gran medida de los donativos. Phillipe Schmitter ha planteado que hay que dar un estatuto semipúblico a las asociaciones ciudadanas y otorgarles acceso a financiamiento público, pues de esta manera se fortalece la capacidad de los grupos organizados, se amplía la participación política y se potencian los rendimientos del sistema democrático. Eso sí, hay que establecer reglas claras y exigirnos a las asociaciones normas de conducta y responsabilidad preestablecidas si deseamos ser certificadas como candidatas a recibir apoyo.
Si el objetivo de esta reforma política es fortalecer la democracia cerrando la brecha entre la ciudadanía y el poder político, ¿cómo potenciar la labor de estos ciudadanos organizados? La participación ciudadana a través de grupos de interés es un importante espacio suplementario de la representación política, pero para que funcione realmente bien se requiere que los ciudadanos cuenten con espacios de expresión y de debate en los medios de comunicación masiva. ¿Cómo difundir nuestras demandas, propuestas y críticas sin televisión pública y sin radios ciudadanas? ¿Qué tipo de discusión pública podremos tener con la situación tal como está?
Es un hecho que, pese a la retórica sobre la importancia de la democracia, en nuestro país la política se aleja cada vez más de la ciudadanía. Lo que vemos es un espectáculo donde los poderes fácticos manejan al país a su antojo. Los ciudadanos somos tratados como “clientes” por la clase política, y el abuso de quienes tienen el poder es nuestro pan de cada día. Personas de todas las tendencias claman por un “saneamiento” de la política, y todas coinciden en que para lograrlo es indispensable una mayor (¡y mejor!) participación ciudadana. Si el supuesto sobre el que se asienta esta reforma política es que el proceso democrático requiere nuevos mecanismos y herramientas políticos para lograr un escenario de mayor eficacia y responsabilidad, ¿cómo es posible que ni se mencione la creación de espacios de deliberación pública ni el acceso a los medios de comunicación masiva?
Es loable tratar de diseñar un nuevo escenario democrático. Pero una reforma política de verdad requiere nuevas fuentes de expansión de lo público que obliguen al poder gubernamental y a los poderes fácticos a escuchar, dialogar y discutir con los grupos ciudadanos que no comparten su perspectiva política. El debate público, por muy difícil y cansado que resulte, instaura una lógica democrática y promueve prácticas sociales críticas, como el respeto a la diversidad, que son fundamentales para la vida democrática que deseamos. Además, y esto es principalísimo, ventilar públicamente diferencias combate esa forma de censura que ciertos empresarios han estado ejerciendo en la televisión y que consiste en amenazar con retirar su publicidad si se tocan ciertos temas con los cuales discrepan. Por todo esto, una reforma política que no alude a estas cuestiones nodales no me genera confianza.