DOBLE MORAL PRIISTA
3 feb 2010
El extraño caso de la Dra. Beatriz y la Sra. Paredes
Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 2 de febrero.- Como en la famosa novela de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, Beatriz Paredes parece ser víctima del desorden de personalidad múltiple. Un día pronuncia palabras progresistas, y al siguiente asume conductas conservadoras. Un día se presenta como mujer de avanzada, y al otro defiende las posturas más retrógradas. Debajo del huipil hay una mujer rota, desarticulada, contradictoria. Una Beatriz audaz que enarbola las mejores causas y otra Beatriz atávica que las sabotea. Alguien que, si se colocara sobre un diván psiquiátrico, sería diagnosticada con ese mal caracterizado por la coexistencia –en un solo cuerpo– de identidades distintas que se pelean entre sí. Es como si dentro de la lideresa del PRI hubiera dos o más personalidades en contienda perpetua. Y el pleito produce una persona incapaz de mantener posiciones coherentes, confiables o siquiera inteligibles.
Allí está la Beatriz Feminista que defiende el derecho de las mujeres a decidir, pero comparte el huipil con la Beatriz Claudicadora que está dispuesta a sacrificarlo en 17 estados donde el PRI apoya la penalización del aborto. Allí está la Beatriz Juarista que defiende la separación Estado-Iglesia, pero cohabita con la Beatriz Electorera que está dispuesta a minar esa línea divisoria si de conseguir votos de trata. Allí está la Beatriz Demócrata que dice apoyar la competencia, pero vive lado a lado con la Beatriz Autoritaria que quiere frenarla cuando entraña alianzas electorales contra el PRI. Allí está la Beatriz Progresista que se jacta de defender las mejores causas, pero tiene la trenza entrelazada con una Beatriz Acomodaticia encargada de archivarlas cuando implican costos políticos.
Durante el siglo XIX, se pensaba que las personas que exhibían síntomas de lo que hoy se llama “desorden de identidad disociativa” estaban poseídas. Se creía que algún demonio les susurraba en el oído, obligándolas a actuar en contra de su voluntad. Al escuchar a Beatriz Paredes, se antoja argumentar algo similar. Sólo así podrían explicarse la conducta errática, las fobias inexplicables, el enojo incontenible, la bipolaridad política, las contradicciones evidentes, las alucinaciones de las cuales se ha vuelto presa la presidenta del PRI. Va por la vida promoviendo posiciones de izquierda en unos temas y de derecha en otros. Defendiendo principios que luego no tiene el menor rubor en traicionar. Enarbolando el discurso del nacionalismo revolucionario mientras toma decisiones que llevarían a los ganadores de la Revolución a revolcarse en la tumba. Jactándose de su progresismo mientras asume posturas que los conservadores aplauden.
Beatriz Paredes habla de “nuestra realidad hiperpresidencialista”, cuando la presidencia imperial ha sido reemplazada por la presidencia acorralada. Habla de la necesidad de “controles y fiscalización” a nivel local, cuando en la última negociación presupuestal su partido los rechazó. Habla de la necesidad de fomentar “la transparencia en el manejo de los recursos públicos”, cuando los estados controlados por el PRI son hoyos negros de opacidad. Habla de la “influencia creciente de los poderes fácticos”, cuando el precandidato presidencial del PRI ya se ha encamado con ellos. Habla de acrecentar los derechos ciudadanos, al mismo tiempo que se opone a las candidaturas independientes. Critica “la propaganda como subterfugio para la manipulación social”, cuando Enrique Peña Nieto la usa con ese objetivo. Argumenta que los estados democráticos “son laicos”, cuando ella misma ha contribuido a poner en jaque la laicidad en México.
Una sola mujer con tantas corrientes internas, con tantas subcontrataciones corporales, con tantas vidas variopintas percibiendo e interactuando con la realidad. Pero no es que a Beatriz la muevan fuerzas del más allá, o que siga las instrucciones de algún diablo guardián. El mal que padece es congénito; es parte de la herencia priista y afecta a todos sus miembros en mayor o menor medida. Los desórdenes mentales disociativos siempre están acompañados por la amnesia, la pérdida selectiva de memoria, la incapacidad para recordar lo dicho, lo hecho, lo prometido, lo incumplido. Y según los expertos, la personalidad múltiple es causada por antecedentes traumáticos. En el caso de Beatriz Paredes, es la historia misma del PRI en México y la marca que ha dejado tras de sí: 71 años de caciques y cotos y corrupción que ella es incapaz de reconocer, incapaz de procesar, incapaz de enfrentar; 71 años de gobierno como distribución del botín, que la transición no ha logrado cambiar.
No sorprende entonces que Beatriz Paredes parezca esquizofrénica; lo es. Tanto o más que su propio partido. Tiene que serlo para seguir formando parte de una camarilla que dice fomentar la modernización pero ha hecho todo lo posible para obstaculizarla. Tiene que mantener la dualidad para pertenecer a una organización que se vanagloria de las instituciones que creó, al mismo tiempo que se dedicó a prostituirlas. En el mismo partido cohabitan la retórica democrática y las pulsiones autoritarias, los gloriosos discursos celebrando a la ciudadanía y las medidas instituidas para negarle representación, la crítica a la corrupción y la protección a quienes se han enriquecido con ella.
Beatriz Paredes y el PRI que encabeza tratan de ocultar el lado oscuro de su naturaleza, pero no lo consiguen. Buscan disfrazar a la bestia que llevan dentro tanto como intentó hacerlo el Dr. Jekyll con el Sr. Hyde, pero sin éxito. Cuando Beatriz declara que “no se vale usar los programas sociales para el chantaje electoral” –una práctica que su partido instituyó–, no queda más remedio que declararla enferma. Cuando defiende la laicidad pero acepta que su partido busque congraciarse con la Iglesia, no queda más opción que llamarla esquizofrénica. Dividida. Desmemoriada. Una mujer cuya única definición es que cambia de carácter moral como alguien cambia de calcetines.
La homofobia de Calderón
Jenaro Villamil
MÉXICO, D.F., 2 de febrero (apro).- Al señor Felipe Calderón le gustan los pleitos. No importa si los gana o los pierde, mucho menos si tiene razón. Tal parece que su vocación es subirse al ring cuantas veces sea necesario, aun cuando mienta explícitamente.
Calderón se pelea con la mitad de los mexicanos que no votaron con él; se pelea con los empresarios que “boicotearon” su ley fiscal; se pelea con los premios Nobel de Economía que critican sus medidas financieras; se pelea con sus propios colaboradores, a quienes un día sí y otro también los amenaza con despedirlos. En fin, siempre tiene un pleito en ciernes.
En medio de la tragedia de Ciudad Juárez, y de la ola de crímenes que azota a las ciudades fronterizas, Calderón prefiere pelearse con buena parte de los ciudadanos que optaron por un modelo de vida diferente al heterosexual y desean que sus derechos, incluyendo el matrimonio, sean reconocidos.
La última perla del señor Calderón resulta una demostración no sólo de ignorancia jurídica –él que es egresado de la Escuela Libre de Derecho–, sino de prejuicio que se mete al clóset para no revelar sus verdaderas motivaciones.
Cuatro días después de que le ordenara al procurador general de la República, Arturo Chávez Chávez, que interpusiera ante la Suprema Corte de Justicia una acción de anticonstitucionalidad en contra de la aprobación de las reformas al Código Civil capitalino que permiten los matrimonios entre personas del mismo sexo, Calderón justificó esta acción con los siguientes argumentos:
“La Constitución de la República habla explícitamente del matrimonio entre el hombre y la mujer.
“No hay intencionalidad política en la tarea que por disposición constitucional debe cumplir la PGR, que tiene la tarea, según la Carta Magna, de velar porque todo ordenamiento legal del orden federal o local esté apegado a la Constitución”.
Entrevistado durante su gira por Japón, Calderón insistió que se trata “simplemente de un debate legal”. Tan simple que no se preocupó siquiera por leer el texto constitucional que cita.
En la Constitución mexicana, en ningún artículo se habla explícitamente de que el matrimonio es una institución sólo entre un hombre y una mujer. Ni siquiera en el artículo 4o. mencionado por la PGR para justificar su alegato ante la Suprema Corte. Este artículo, en sus dos primeros párrafos, establece las siguientes garantías individuales:
“El varón y la mujer son iguales ante la ley. Esta protegerá la organización y el desarrollo de la familia.
“Toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos”.
Por si fuera poco, el señor Calderón ignora olímpicamente el tercer párrafo del artículo 1 constitucional, que prohíbe todo tipo de discriminación:
“Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil, o cualquiera otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”.
El texto de nuestro primer artículo constitucional es explícito y no deja lugar a ambigüedad jurídica. Se trata de eliminar cualquier mecanismo discriminatorio que niegue los derechos y libertades de las personas. Incluso, existe una instancia federal, la Conapred, responsable de vigilar el cumplimiento de este texto constitucional.
Pero el debate no es sólo sobre artículos de la Constitución. Resulta todavía más ofensivo que Calderón ignorara a un destacado excolaborador de su gobierno, el doctor Jorge Saavedra, quien fungió como director del Centro Nacional para la Prevención y el Control del Sida (Censida).
En una carta dirigida a Felipe Calderón y publicada en la sección Palabra de Lector, de la edición 1733 de Proceso, Saavedra no sólo defiende la legislación aprobada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, sino que le advierte al primer mandatario:
“Quiero hacer de su conocimiento que miles de ciudadanos y ciudadanas que pertenecemos a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) estamos realmente preocupados ante la posibilidad de que otra dependencia de su gobierno, la Procuraduría General de la República (PGR), presente una controversia constitucional ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación en contra de las modificaciones a un Código Civil local (del Distrito Federal), el cual ahora nos otorga un derecho más, el de matrimonio con posibilidades de adopción”.
La respuesta a esta petición del doctor Saavedra –quien organizó y encabezó a nombre del gobierno federal, durante 2008, la cumbre mundial sobre VIH-Sida en la Ciudad de México– fue una bofetada digna de un gobierno que no asume ninguno de sus compromisos en contra de la discriminación.
No se trata de un “simple debate legal”, como el señor Calderón quiere que lo veamos. Su gobierno, la dirigencia nacional y capitalina del PAN, y una corriente mayoritaria de la jerarquía de la Iglesia católica encabezan un auténtico linchamiento moral, claramente homofóbico y lesbofóbico, como han documentado y exhibido decenas de activistas y de analistas (en Proceso, la antropóloga Marta Lamas y la dramaturga Sabina Berman han dado argumentos notables sobre esta ola de prejuicios y mentiras).
No hay matiz alguno en esta campaña de odio. En su edición de El Semanario, órgano de difusión de la arquidiócesis de Guadalajara –al mando del infaltable Juan Sandoval Iñiguez–, ésta equipara la posibilidad de adopción de niños por parejas del mismo sexo con los asesinatos, el narcotráfico “o cualquier otra actividad que ya se hizo común para muchos”.
Ni las elucubraciones de Sandoval Iñiguez, ni la abierta campaña de Norberto Rivera en la Ciudad de México, ni los insultos del señor Onésimo Cepeda, ni todo el repertorio de jerarcas que han sobrerreaccionado como nunca lo hicieron ante las denuncias de pederastia y de acoso sexual en contra del señor Marcial Maciel o de otros ministros de la Iglesia católica, han merecido un mínimo llamado a la cordura por parte del señor Calderón.
Por supuesto, el pleito no es con ellos, es por ellos. Y el señor Calderón olvida, una vez más, que gobernar significa practicar el difícil arte de la mesura, de la tolerancia y de la no discriminación.
Desclericalizar el debate sobre laicidad
BERNARDO BARRANCO V.
Estado laico expresa la esencia de la democracia moderna. Gran parte de la clase política y de manera especial el presidente Felipe Calderón tienen una concepción muy pobre y empequeñecida de lo que representa la laicidad actual del Estado, sobre todo su lugar frente a los desafíos de la reforma del Estado en este siglo XXI. Siguen enfrascados en las viejas disputas del siglo XIX e inicios del XIX, en torno a la incidencia eclesiástica en las políticas públicas y las tensiones entre la moral católica y la ética laica. Es imperativo desclericalizar el debate y situarnos en un mundo complejo, mutante y mundializado; en pocas palabras: vivimos el tránsito hacia culturas poscristianas. Esta realidad multicultural demanda nuevas maneras de reconocimiento y respeto de las diversidades que emergen, ya que afirman nuevas identidades y reividican derechos hasta ahora inéditos. En otras palabras, debemos hacer una nueva recepción de la laicidad y del Estado laico en el siglo XXI.
No basta conformarnos con un laicismo heredado; éste no es un ADN en nuestra cultura política. Esta noción debe ser retrabajada bajo la realidad actual, y esta generación de políticos tiene obligación de recrear asertivamente la laicidad del Estado, porque es parte esencial de la democracia que queremos construir. Sin laicidad no hay democracia; sin laicidad no hay reforma política ni del Estado, así de sencillo.
La laicidad, más que un compendio de definiciones esmeradas, es un proceso histórico y como tal dinámico y comprensiblemente cambiante. Así, aunque Juárez y los liberales de la época probablemente nunca escucharon el concepto laicismo, porque apenas se estaba acuñando en Francia, lo intuyeron afirmando que para construir el Estado moderno mexicano era necesaria la separación de esferas entre la Iglesia y el Estado.
Los diversos liberalismos reivindicaban la soberanía popular como fuente sustancial de legitimidad de las nacientes instituciones republicanas de Hispanoamérica, secularizando los resortes del sustento del poder que ejercía, hasta entonces, el binomio entre el dominio de la corona y la potestad eclesiástica.
En los últimos 10 años, en México hemos observado signos regresivos que ponen en peligro el carácter laico del Estado. En sexenio foxista se vivieron provocaciones, como el beso que dio el presidente Fox al anillo papal o los arrebatos verbales de Carlos Abascal Carranza; sin embargo, en el gobierno de Calderón se ha pasado a los hechos con cambios constitucionales en 18 entidades que vuelven a penalizar el aborto, así como en la acción de inconstitucionalidad que presentó la Procuraduría General de la República ante la Suprema Corte de Justicia contra las bodas gays, y esto nos obliga como mexicanos a volvernos a plantear el tema del carácter laico del Estado.
La laicidad de todo Estado moderno, más allá de ser una herramienta jurídica, es un instrumento político de convivencia armónica y civilizada entre diferentes y diversos grupos sociales para coexistir en paz en un espacio geográfico común.
El Estado laico actual es aquel que garantiza la libertad de creencias en el sentido amplio, así como la libertad de no creer que tengan los individuos que integran la sociedad. Un Estado laico debe garantizar la equidad, es decir, la no discriminación, y garantizar los derechos, principalmente de las minorías, es decir, la libertad de conciencia. El Estado laico garantiza la autonomía de lo político frente a lo religioso.
Es evidente que el debate se ha centrado en este último apartado, recreando viejas rencillas entre conservadores y liberales, laicistas y catolicistas, etcétera. El mundo globalizado de hoy ha puesto sobre la mesa la enorme diversidad cultural, histórica, de creencias, tradiciones e identidades de los pueblos que demanda apertura, tolerancia y respeto de las diferencias. Por supuesto que esta multiculturalidad relativiza los discursos absolutos, totalizantes y teocráticos de pensamiento único; sin embargo, sería un gravísimo error enfrentar sólo el relativismo contra el absolutismo esbozado por el papa Benedicto XVI. Es una polémica reduccionista de una realidad que demanda la edificación de espacios públicos nuevos, cimentados en el diálogo y la construcción de consensos. Ésta es una de las tareas del Estado laico: garantizar la convivencia pacífica de estas diversidades sociales que han ido emergiendo en el país en años recientes.
Siguiendo los trabajos del politólogo francés René Remond, el laicismo históricamente surge como reacción política a la excesiva injerencia del clero en el ejercicio del poder y en los asuntos de política pública, es decir, contra el clericalismo político. La laicidad moderna no se reduce a acallar, acotar ni reprimir la expresión, libertad y práctica política de ninguna iglesia; por el contrario, el Estado laico debe canalizar todas estas expresiones de manera institucional.
En México, más allá de las disputas conceptuales del término, la laicidad es fruto de un proceso histórico, muchas veces violento y desgarrador; por ello el debate de hoy es más que apasionado. Hay dos guerras fratricidas sumamente costosas que deben ser reconceptualizadas; por ello la laicidad del Estado no debe tratarse a la ligera ni dársela como un acto consumado. Por el contrario, la laicidad está inscrita en los procesos políticos y culturales, refleja los avances o retrocesos de la sociedad.
La laicidad y el carácter laico del Estado requieren ser abordados con una mirada de largo aliento. Es una desgracia que últimadamente se imponga una lógica electoral en la cultura política de este país que determina a los actores ser cada vez más pragmáticos a costa de perder fundamentos e identidades. Esperemos que la iniciativa que hoy se coloca en la mesa de los poderes legislativos para transformar el artículo 40 de la Constitución, añadiendo el carácter laico del Estado, cuente con la sagacidad histórica y mayor altura política.