A 200 AÑOS, RELIGION Y FUEROS.
4 mar 2010
Laicismo: ¿libertades absolutas, derechos limitados?
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
La cuestión no surge de la nada, como si se tratara de un debate de filosofía política en un seminario universitario. Se plantea en el Senado, luego de intensas campañas emprendidas por las iglesias, la católica en particular, contra reformas que amplían derechos, aun cuando éstos contravengan principios, dogmas, tabúes. Estamos, pues, ante un hecho político de la mayor trascendencia. La defensa del Estado laico, resumida en la reciente modificación del artículo 40 constitucional, expresa la voluntad de mantener en pie los valores laicos que, en principio, definen al Estado mexicano. En contra se alzan aquellos que, al opinar sobre asuntos debatibles desde el punto de vista moral o ideológico, en realidad atacan los fundamentos del Estado laico y el papel que en ellos les corresponde a las distintas asociaciones religiosas.
Lejos de favorecer la libertad de creencias, la disputa contra la despenalización del aborto o el matrimonio entre parejas homosexuales (que son los temas candentes, pero no los únicos) emprendida por el alto clero católico busca imponer en la ley su propia concepción de la vida, una moral que resulta excluyente para quienes no comulgan con su fe. Es fácil advertir que a nadie se le prohíbe (menos se le sanciona) expresar opiniones, incluso cuando son contrarias a la autoridad, pero en el camino de la contestación de las políticas públicas aprobadas por los órganos legítimos del Estado, algunos prelados han llegado al extremo de cuestionar la racionalidad del laicismo, sus fundamentos legales, todo para conservar o adquirir una privilegiada posición corporativa.
Para algunos, el problema está en la ley y no en la cabeza levantisca de ciertos obispos siempre dispuestos a la restauración de los buenos viejos tiempos. Otros, como el senador Pablo Gómez proponen restablecer los derechos de asociación política y de libertad de expresión de los sacerdotes de todos los cultos religiosos, propuesta que, en rigor, recicla las ideas que al respecto puso a circular el PCM en los albores de la reforma política que lo llevaría, finalmente, a su legalización, a una nueva fase del pluralismo en México, pero no a la rectificación de las actitudes ultramontanas de la derecha católica. Entonces se creía que tal manera de entender el laicismo era una forma de ser más consecuente e insospechadamente demócrata que la sostenida por los demás partidos, comenzando por el PRI de muy deslavados resabios jacobinos y fuertes reflejos autoritarios, pero, sobre todo, tenía la atención puesta en la oposición panista, en el antigobiernismo que estaba en disputa, aunque, dicho sea de paso, los herederos de Gómez Morin tampoco se rasgaban las vestiduras por ver a los curas encabezando partidos o haciendo campañas, pero, al igual que hoy, asumían el derecho de la Iglesia católica a dictar –por medio de la educación publica, el culto en la plaza o en los medios electrónicos– la visión del mundo, el código moral de la sociedad entera. La verdad es que los curas siempre se las habían arreglado para hacer política y no se inclinaron por cambiar la fachada cuando mejor interlocución tenían con el gobierno, gracias, entre otras cosas, a la actividad papal que vino a despertar al México siempre fiel y abrió las puertas para que Salinas reformara la Constitución. Como sea, finalmente, la mayor disciplina –y la principal restricción a la actividad política de los sacerdotes– se origina en el derecho canónico, es decir, de las leyes vaticanas que rigen el ejercicio de su profesión y no se avienen, como quisiera Pablo Gómez, a la carrera por los cargos de gobierno y puestos de elección popular, aunque sí se sentirían muy cómodos realizando proselitismo electoral desde el púlpito, arropados por toda la parafernalia religiosa y con la ley… de su lado.
Tal vez en un plano general y abstracto se pueda coincidir con Bernardo Barranco, nuestro gran estudioso de los temas religiosos, en el sentido de que, desde el punto de vista de los principios que rigen la laicidad (Pablo Gómez) tiene razón: en un régimen de libertades laicas el Estado no puede impedir que un individuo o una iglesia hagan valer sus principios y visiones, incluso las políticas, en el conjunto de la sociedad. Ninguna sociedad que se aprecie democrática puede impedir que una jerarquía religiosa ejerza su derecho a posicionar su doctrina sobre la vida y principios con los que debe conducirse la sociedad. Pero la cuestión del laicismo en México, la separación del Estado y la Iglesia católica, es un asunto histórico, constitutivo, incomprensible al margen de las condiciones que lo hicieron surgir y desplegarse desde la reforma hasta nuestros días como un componente clave del Estado nacional. El filósofo de la política, llámese o no Gómez, puede discernir en el gabinete cuáles son los alcances teóricos o morales del asunto, pero el político, por añadidura de izquierda, no puede reaccionar sin tomar en cuenta la historia, el significado concreto que en ella –y para el conjunto de libertades– adquiere la restricción de algunos derechos a los miembros del culto. En este, como en otros puntos, los derechos absolutos no existen. La inoportunidad del alegato ultrademócrata de Gómez, convalidado por el silencio de otros miembros de la bancada perredista, salta a la vista: en el texto citado, el mismo Barranco reconoce: “Creemos que en algún momento de nuestra historia se deberán derogar todo tipo de restricciones y las iglesias en México tendrán todas las prerrogativas modernas de la democracia. Probablemente no sea el momento y lo apasionado de los posicionamientos de los diferentes actores pone de manifiesto que las llagas aún están abiertas; los recelos y desconfianzas mutuas son palpables, fruto de una historia común escabrosa, cuyo dramatismo ha pasado por dos guerras fratricidas” (subrayado ASR). Si esto es así, cabe preguntarse cuál es, entonces, el objeto de darle a la jerarquía católica y al PAN tamaño obsequio, cuando apenas asimilan la aprobación, en primera instancia, del término laico en el artículo 40 constitucional.
Al respecto, Roberto Blancarte (Milenio, 2 de marzo), otro reconocido especialista en la materia, tampoco se hace muchas ilusiones. Él cree que una posible estrategia de los obispos y senadores panistas sería entonces la de querer negociar la reforma al artículo 24 o al 130, a cambio del 40, bajo la lógica de que o avanzan las dos reformas o no avanza ninguna. En pocas palabras, la jerarquía dejaría en el cajón –mientras se fortalece en la sociedad– el tema de la libertad religiosa como eje de su interpretación particular del laicismo y, a la vez, cancela la reforma constitucional que le daría plena vigencia al Estado laico. ¿Alguien duda de que avanzamos?
PD. Días dolorosos han sido los recientes. Andrea Revueltas nos dejó tras completar una obra de amor y rigor intelectual. Junto con Philipe Cherón, dedicó inteligencia, generosidad y humildad a la tarea mayor de editar las obras completas de José Revueltas que la Editorial Era hizo materialmente posible. Luego, Carlos Montemayor, un sabio de nuestro tiempo. Estrella polar, su brillo ilumina la noche triste mexicana.
Los dilemas de la inseguridad pública
SOLEDAD LOAEZA
Según los resultados de la más reciente encuesta de evaluación de gobierno de Mitofsky, por primera vez en seis años la inseguridad ha sido desplazada del primer lugar en la lista de preocupaciones de los mexicanos, en esta ocasión por el desempleo. Este movimiento de la opinión recoge el impacto de la crisis en la vida cotidiana de los hogares mexicanos, muchos de los cuales se enfrentan ahora a la quinta pregunta: ¿de qué vamos a vivir? El hecho de que en el ánimo de la opinión, la seguridad haya sido relegada por el tema económico, es un indicador de la gravedad que para muchos reviste la incertidumbre respecto al ingreso familiar, pues coincide en el tiempo con algunos de los crímenes más crueles que hayan podido cometer recientemente los grupos de narcotraficantes en guerra. En el último mes han ocurrido hechos muy inquietantes, entre otros: la matanza de los jóvenes chihuahuenses reunidos en una fiesta, el asesinato de la joven sinaloense, rescatista de la Cruz Roja que murió de un balazo en la sien cuando fue utilizada como escudo de protección por un delincuente, y los rumores que han esparcido el pánico en la sociedad tamaulipeca amenazada por las acciones en apariencia erráticas de los narcotraficantes. No obstante la angustia que provocan todos estos hechos, han pasado a segundo plano frente a la emergencia económica.
¿O acaso significa este desplazamiento de la seguridad en nuestras preocupaciones que nos estamos acostumbrando a la violencia, como nos hemos habituado a la corrupción, de manera que el tema difícilmente figura en el repertorio de asuntos de interés público? ¿Debe el gobierno reconsiderar la prioridad que ha otorgado a la guerra contra el narcotráfico, a la luz de la pérdida de importancia relativa del tema en la opinión pública?
Algunos periodistas han cuestionado la urgencia que el gobierno ha atribuido al problema del narcotráfico. Se ha puesto en tela de juicio la eficacia de una estrategia que parece devorar de manera descontrolada los limitados recursos de que dispone el Estado para este combate, y que incluso lo ha ampliado hasta afectar nuevas regiones, y a personas completamente ajenas a estos ilícitos. Asimismo, hay quien duda de las dimensiones que el gobierno atribuye a las redes de producción y tráfico de estupefacientes, y llega casi a sugerir que la determinación del presidente Calderón de atacar ese problema desde el inicio de su gobierno era en realidad una estrategia de fortalecimiento político, destinada a compensar las debilidades que proyectaba una elección de dudosos resultados. Desde esta perspectiva, el objetivo primordial del combate contra el narcotráfico que emprendió Felipe Calderón cuando asumió la Presidencia de la República habría sido ganar credibilidad como jefe del Ejecutivo, y distraer la atención de la opinión pública de los problemas que acompañaron el recuento de los resultados electorales de 2006. Parece que quienes así ven la estrategia gubernamental, la reducen prácticamente a una operación de relaciones públicas.
La eficacia de la estrategia gubernamental, en particular la participación del Ejército, es debatible. No obstante sus riesgos, habría que preguntarse de qué instrumentos disponía Calderón en 2006 para enfrentar un reto cuya magnitud otros gobiernos no reconocieron, a pesar de que ya cobraba muchas vidas, había deformado la explotación agrícola en varias regiones del país, corrompido a muchos funcionarios, miembros del Ejército y de las policías, erosionado el tejido social. Por ejemplo, el presidente Vicente Fox, de triste memoria, tomó frívolas decisiones de reorganización administrativa, una de cuyas consecuencias fue el desmantelamiento de buena parte del aparato de seguridad del Estado –ya de por sí pobre, ineficiente y mal entrenado–. Durante su gobierno las operaciones de los narcotraficantes se extendieron alegremente, y convirtieron el país en un palenque para la delincuencia organizada. (Tal vez de ahí le vino la inspiración al ex presidente para convertir el Centro Fox que quiso nacer como un claustro de estudio, en un centro de diversiones.) Lo cierto es que fue sobre todo para responder a las presiones del gobierno de Estados Unidos que, por fin, el gobierno de Fox dedicó atención al problema, aunque demasiado tarde. La primera tarea de su sucesor era reconstruir instituciones y reclutar personal especializado para asumir las tareas de seguridad pública de las que parecía haber abdicado el Estado, pues entre los descuidos de Fox y la labor destructiva del propio crimen organizado –que empezaba por la corrupción de funcionarios–, el sistema de seguridad se había colapsado. Uno se pregunta qué habría pasado si Vicente Fox y sus allegados en el gobierno hubieran tomado en serio el problema del narcotráfico, antes de que Washington se los hiciera notar. ¿Estaríamos enfrentando un problema de las dimensiones que ha adquirido en los últimos 12 meses? ¿Realmente el gobierno de Calderón puede hacer caso omiso de la guerra entre delincuentes, dejar que salden sus cuentas entre ellos, y mirar en otra dirección?
El narcotráfico es como la humedad. Se extiende primero casi imperceptiblemente y sin descanso hasta cubrir amplias zonas de la vida económica, social y política. Dejarlo que crezca como si se tratara de un asunto privado, cuyo crecimiento no es responsabilidad del Estado, es una ingenuidad, por decir lo menos. Lo cierto es que hoy en México el narcotráfico es el principal foco de inseguridad pública. La recuperación de la tranquilidad de muchas familias pasa por la extinción de esta luz perversa y cruel que distorsiona nuestra realidad. El Estado tiene la obligación de garantizar esa tranquilidad.
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
La cuestión no surge de la nada, como si se tratara de un debate de filosofía política en un seminario universitario. Se plantea en el Senado, luego de intensas campañas emprendidas por las iglesias, la católica en particular, contra reformas que amplían derechos, aun cuando éstos contravengan principios, dogmas, tabúes. Estamos, pues, ante un hecho político de la mayor trascendencia. La defensa del Estado laico, resumida en la reciente modificación del artículo 40 constitucional, expresa la voluntad de mantener en pie los valores laicos que, en principio, definen al Estado mexicano. En contra se alzan aquellos que, al opinar sobre asuntos debatibles desde el punto de vista moral o ideológico, en realidad atacan los fundamentos del Estado laico y el papel que en ellos les corresponde a las distintas asociaciones religiosas.
Lejos de favorecer la libertad de creencias, la disputa contra la despenalización del aborto o el matrimonio entre parejas homosexuales (que son los temas candentes, pero no los únicos) emprendida por el alto clero católico busca imponer en la ley su propia concepción de la vida, una moral que resulta excluyente para quienes no comulgan con su fe. Es fácil advertir que a nadie se le prohíbe (menos se le sanciona) expresar opiniones, incluso cuando son contrarias a la autoridad, pero en el camino de la contestación de las políticas públicas aprobadas por los órganos legítimos del Estado, algunos prelados han llegado al extremo de cuestionar la racionalidad del laicismo, sus fundamentos legales, todo para conservar o adquirir una privilegiada posición corporativa.
Para algunos, el problema está en la ley y no en la cabeza levantisca de ciertos obispos siempre dispuestos a la restauración de los buenos viejos tiempos. Otros, como el senador Pablo Gómez proponen restablecer los derechos de asociación política y de libertad de expresión de los sacerdotes de todos los cultos religiosos, propuesta que, en rigor, recicla las ideas que al respecto puso a circular el PCM en los albores de la reforma política que lo llevaría, finalmente, a su legalización, a una nueva fase del pluralismo en México, pero no a la rectificación de las actitudes ultramontanas de la derecha católica. Entonces se creía que tal manera de entender el laicismo era una forma de ser más consecuente e insospechadamente demócrata que la sostenida por los demás partidos, comenzando por el PRI de muy deslavados resabios jacobinos y fuertes reflejos autoritarios, pero, sobre todo, tenía la atención puesta en la oposición panista, en el antigobiernismo que estaba en disputa, aunque, dicho sea de paso, los herederos de Gómez Morin tampoco se rasgaban las vestiduras por ver a los curas encabezando partidos o haciendo campañas, pero, al igual que hoy, asumían el derecho de la Iglesia católica a dictar –por medio de la educación publica, el culto en la plaza o en los medios electrónicos– la visión del mundo, el código moral de la sociedad entera. La verdad es que los curas siempre se las habían arreglado para hacer política y no se inclinaron por cambiar la fachada cuando mejor interlocución tenían con el gobierno, gracias, entre otras cosas, a la actividad papal que vino a despertar al México siempre fiel y abrió las puertas para que Salinas reformara la Constitución. Como sea, finalmente, la mayor disciplina –y la principal restricción a la actividad política de los sacerdotes– se origina en el derecho canónico, es decir, de las leyes vaticanas que rigen el ejercicio de su profesión y no se avienen, como quisiera Pablo Gómez, a la carrera por los cargos de gobierno y puestos de elección popular, aunque sí se sentirían muy cómodos realizando proselitismo electoral desde el púlpito, arropados por toda la parafernalia religiosa y con la ley… de su lado.
Tal vez en un plano general y abstracto se pueda coincidir con Bernardo Barranco, nuestro gran estudioso de los temas religiosos, en el sentido de que, desde el punto de vista de los principios que rigen la laicidad (Pablo Gómez) tiene razón: en un régimen de libertades laicas el Estado no puede impedir que un individuo o una iglesia hagan valer sus principios y visiones, incluso las políticas, en el conjunto de la sociedad. Ninguna sociedad que se aprecie democrática puede impedir que una jerarquía religiosa ejerza su derecho a posicionar su doctrina sobre la vida y principios con los que debe conducirse la sociedad. Pero la cuestión del laicismo en México, la separación del Estado y la Iglesia católica, es un asunto histórico, constitutivo, incomprensible al margen de las condiciones que lo hicieron surgir y desplegarse desde la reforma hasta nuestros días como un componente clave del Estado nacional. El filósofo de la política, llámese o no Gómez, puede discernir en el gabinete cuáles son los alcances teóricos o morales del asunto, pero el político, por añadidura de izquierda, no puede reaccionar sin tomar en cuenta la historia, el significado concreto que en ella –y para el conjunto de libertades– adquiere la restricción de algunos derechos a los miembros del culto. En este, como en otros puntos, los derechos absolutos no existen. La inoportunidad del alegato ultrademócrata de Gómez, convalidado por el silencio de otros miembros de la bancada perredista, salta a la vista: en el texto citado, el mismo Barranco reconoce: “Creemos que en algún momento de nuestra historia se deberán derogar todo tipo de restricciones y las iglesias en México tendrán todas las prerrogativas modernas de la democracia. Probablemente no sea el momento y lo apasionado de los posicionamientos de los diferentes actores pone de manifiesto que las llagas aún están abiertas; los recelos y desconfianzas mutuas son palpables, fruto de una historia común escabrosa, cuyo dramatismo ha pasado por dos guerras fratricidas” (subrayado ASR). Si esto es así, cabe preguntarse cuál es, entonces, el objeto de darle a la jerarquía católica y al PAN tamaño obsequio, cuando apenas asimilan la aprobación, en primera instancia, del término laico en el artículo 40 constitucional.
Al respecto, Roberto Blancarte (Milenio, 2 de marzo), otro reconocido especialista en la materia, tampoco se hace muchas ilusiones. Él cree que una posible estrategia de los obispos y senadores panistas sería entonces la de querer negociar la reforma al artículo 24 o al 130, a cambio del 40, bajo la lógica de que o avanzan las dos reformas o no avanza ninguna. En pocas palabras, la jerarquía dejaría en el cajón –mientras se fortalece en la sociedad– el tema de la libertad religiosa como eje de su interpretación particular del laicismo y, a la vez, cancela la reforma constitucional que le daría plena vigencia al Estado laico. ¿Alguien duda de que avanzamos?
PD. Días dolorosos han sido los recientes. Andrea Revueltas nos dejó tras completar una obra de amor y rigor intelectual. Junto con Philipe Cherón, dedicó inteligencia, generosidad y humildad a la tarea mayor de editar las obras completas de José Revueltas que la Editorial Era hizo materialmente posible. Luego, Carlos Montemayor, un sabio de nuestro tiempo. Estrella polar, su brillo ilumina la noche triste mexicana.
Los dilemas de la inseguridad pública
SOLEDAD LOAEZA
Según los resultados de la más reciente encuesta de evaluación de gobierno de Mitofsky, por primera vez en seis años la inseguridad ha sido desplazada del primer lugar en la lista de preocupaciones de los mexicanos, en esta ocasión por el desempleo. Este movimiento de la opinión recoge el impacto de la crisis en la vida cotidiana de los hogares mexicanos, muchos de los cuales se enfrentan ahora a la quinta pregunta: ¿de qué vamos a vivir? El hecho de que en el ánimo de la opinión, la seguridad haya sido relegada por el tema económico, es un indicador de la gravedad que para muchos reviste la incertidumbre respecto al ingreso familiar, pues coincide en el tiempo con algunos de los crímenes más crueles que hayan podido cometer recientemente los grupos de narcotraficantes en guerra. En el último mes han ocurrido hechos muy inquietantes, entre otros: la matanza de los jóvenes chihuahuenses reunidos en una fiesta, el asesinato de la joven sinaloense, rescatista de la Cruz Roja que murió de un balazo en la sien cuando fue utilizada como escudo de protección por un delincuente, y los rumores que han esparcido el pánico en la sociedad tamaulipeca amenazada por las acciones en apariencia erráticas de los narcotraficantes. No obstante la angustia que provocan todos estos hechos, han pasado a segundo plano frente a la emergencia económica.
¿O acaso significa este desplazamiento de la seguridad en nuestras preocupaciones que nos estamos acostumbrando a la violencia, como nos hemos habituado a la corrupción, de manera que el tema difícilmente figura en el repertorio de asuntos de interés público? ¿Debe el gobierno reconsiderar la prioridad que ha otorgado a la guerra contra el narcotráfico, a la luz de la pérdida de importancia relativa del tema en la opinión pública?
Algunos periodistas han cuestionado la urgencia que el gobierno ha atribuido al problema del narcotráfico. Se ha puesto en tela de juicio la eficacia de una estrategia que parece devorar de manera descontrolada los limitados recursos de que dispone el Estado para este combate, y que incluso lo ha ampliado hasta afectar nuevas regiones, y a personas completamente ajenas a estos ilícitos. Asimismo, hay quien duda de las dimensiones que el gobierno atribuye a las redes de producción y tráfico de estupefacientes, y llega casi a sugerir que la determinación del presidente Calderón de atacar ese problema desde el inicio de su gobierno era en realidad una estrategia de fortalecimiento político, destinada a compensar las debilidades que proyectaba una elección de dudosos resultados. Desde esta perspectiva, el objetivo primordial del combate contra el narcotráfico que emprendió Felipe Calderón cuando asumió la Presidencia de la República habría sido ganar credibilidad como jefe del Ejecutivo, y distraer la atención de la opinión pública de los problemas que acompañaron el recuento de los resultados electorales de 2006. Parece que quienes así ven la estrategia gubernamental, la reducen prácticamente a una operación de relaciones públicas.
La eficacia de la estrategia gubernamental, en particular la participación del Ejército, es debatible. No obstante sus riesgos, habría que preguntarse de qué instrumentos disponía Calderón en 2006 para enfrentar un reto cuya magnitud otros gobiernos no reconocieron, a pesar de que ya cobraba muchas vidas, había deformado la explotación agrícola en varias regiones del país, corrompido a muchos funcionarios, miembros del Ejército y de las policías, erosionado el tejido social. Por ejemplo, el presidente Vicente Fox, de triste memoria, tomó frívolas decisiones de reorganización administrativa, una de cuyas consecuencias fue el desmantelamiento de buena parte del aparato de seguridad del Estado –ya de por sí pobre, ineficiente y mal entrenado–. Durante su gobierno las operaciones de los narcotraficantes se extendieron alegremente, y convirtieron el país en un palenque para la delincuencia organizada. (Tal vez de ahí le vino la inspiración al ex presidente para convertir el Centro Fox que quiso nacer como un claustro de estudio, en un centro de diversiones.) Lo cierto es que fue sobre todo para responder a las presiones del gobierno de Estados Unidos que, por fin, el gobierno de Fox dedicó atención al problema, aunque demasiado tarde. La primera tarea de su sucesor era reconstruir instituciones y reclutar personal especializado para asumir las tareas de seguridad pública de las que parecía haber abdicado el Estado, pues entre los descuidos de Fox y la labor destructiva del propio crimen organizado –que empezaba por la corrupción de funcionarios–, el sistema de seguridad se había colapsado. Uno se pregunta qué habría pasado si Vicente Fox y sus allegados en el gobierno hubieran tomado en serio el problema del narcotráfico, antes de que Washington se los hiciera notar. ¿Estaríamos enfrentando un problema de las dimensiones que ha adquirido en los últimos 12 meses? ¿Realmente el gobierno de Calderón puede hacer caso omiso de la guerra entre delincuentes, dejar que salden sus cuentas entre ellos, y mirar en otra dirección?
El narcotráfico es como la humedad. Se extiende primero casi imperceptiblemente y sin descanso hasta cubrir amplias zonas de la vida económica, social y política. Dejarlo que crezca como si se tratara de un asunto privado, cuyo crecimiento no es responsabilidad del Estado, es una ingenuidad, por decir lo menos. Lo cierto es que hoy en México el narcotráfico es el principal foco de inseguridad pública. La recuperación de la tranquilidad de muchas familias pasa por la extinción de esta luz perversa y cruel que distorsiona nuestra realidad. El Estado tiene la obligación de garantizar esa tranquilidad.
Entre narcos y militares, entre guerrilleros y talamontes
Gloria Leticia Díaz
PETATLÁN, GRO.- 3 de marzo (Proceso).- Las comunidades serranas de Petatlán, Guerrero, sobreviven de milagro. La región, dicen, es tierra de nadie. Pero lo cierto es que en sus inmediaciones merodea la guerrilla, y caciques como Rogaciano Alba siembran el terror, apoyados por sus sicarios y, según los pobladores, por elementos del Ejército. Largo es aquí el memorial de agravios, el último de los cuales sucedió el martes 16 –cuatro días después de la detención de Rogaciano– contra la familia de Javier Torres Cruz, un activista que en 2007 se atrevió a denunciar al cacique.
Aquí, en la sierra, los habitantes no saben de quién cuidarse más, pues por la zona transitan lo mismo narcotraficantes que talamontes y guerrilleros. Lo peor, dicen los lugareños, es que el Ejército se extralimita en sus patrullajes y con frecuencia sus tropas arremeten contra ellos, a veces azuzados por los caciques o sicarios locales.
El martes 16, efectivos del 68 Batallón de Infantería, perteneciente a la 27 Zona Militar, atacaron a habitantes de la comunidad La Morena. Hubo un muerto y otro campesino resultó herido, aseguran varios de los sobrevivientes. Dicen que dos más fueron acusados por delitos federales y hoy están recluidos en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Acapulco.
La ofensiva ocurrió cinco días después de que la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) informó sobre la detención de Rogaciano Alba Álvarez, un cacique al que las autoridades vinculan con los cárteles de Sinaloa y La Familia michoacana. Los habitantes de La Morena le atribuyen a él esa agresión.
“Es una venganza contra nosotros porque hemos denunciado sus crímenes”, asegura Javier Torres Cruz, defensor de los bosques, quien en septiembre de 2007 se presentó ante la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) para aportar pruebas que incriminaban a Rogaciano Alba con la muerte de Digna Ochoa, la activista ultimada el 19 de octubre de 2001 en la Ciudad de México.
Esa denuncia le costó caro a la familia de Torres Cruz. En noviembre de 2008, unos 80 militares dirigidos por el propio Rogaciano allanaron ocho viviendas en La Morena. Al mes siguiente, Torres Cruz fue detenido en un retén militar en Tecpan de Galeana, el que, dice, lo entregó a sicarios del cacique. Fue torturado durante cuatro días, relata. Finalmente logró escapar (Proceso 1678). Desde entonces los hombres de La Morena viven escondidos en la sierra. Hoy, la comunidad es un caserío poblado sólo por mujeres, niños y ancianos.
Organizaciones sociales de Guerrero llevaron el caso de Torres Cruz a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que interviniera en favor de Torres Cruz y su familia. El 21 de diciembre de 2008, la comisión acordó el otorgamiento de medidas en favor del campesino. Hasta la fecha el gobierno mexicano no ha cumplido.
Desde hace años, Alba Álvarez ha sido señalado por la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, organización a la que pertenece Torres Cruz, de tener el respaldo de altos mandos del 19 Batallón de Infantería, con sede en Petatlán, para reprimir a comunidades que lo denunciaban por la tala indiscriminada de bosques y por convertir los predios en plantíos de mariguana.
El jueves 11, finalmente, la Policía Federal detuvo a Rogaciano en Guadalajara, Jalisco, acusado de portación ilegal de armas y de droga. Arraigado en la Ciudad de México, espera el dictamen de las autoridades que lo investigan por sus presuntos nexos con los cárteles de Sinaloa y La Familia michoacana.
Para recabar información sobre la reciente incursión militar, el miércoles 17, representantes de la Comisión de Defensa de Derechos Humanos de Guerrero (Coddehum), del Taller de Desarrollo Comunitario (Tadeco), del Comité Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI), la Red de Organizaciones y Grupos Ambientalistas de Guerrero (Rogaz), realizaron un recorrido por esta zona de Petatlán, en el que participaron los reporteros de Proceso.
Isaías Torres Rosas, uno de los sobrevivientes, relata: El martes 16 a mediodía, en el paraje conocido como Barranca del Infierno, los soldados dispararon contra él, su padre, su hermano Adolfo y contra Huber Vega Coria, originario de Zihuatanejo.
El miércoles 17 por la noche, la 27 Zona Militar difundió un comunicado en el que aseguraba que durante un recorrido para quemar plantíos ilícitos, los militares fueron agredidos en la comunidad de Las Humedades.
Según el comunicado, publicado sólo en la edición local de La Jornada y en Diario 17, en ese enfrentamiento presuntamente murió Juan Torres Rosas y fueron detenidos Anselmo Torres y Huber Vega Coria con ocho armas: cinco largas y tres cortas, así como cartuchos útiles y droga.
El miedo de Isaías
La comunidad de Las Humedades, donde según el Ejército sucedieron los hechos, se localiza en la zona conocida como Filo Mayor de la Sierra Madre del Sur, a ocho kilómetros de La Morena, mientras que el Infierno pertenece a esta comunidad, localizada en la parte media de la sierra, a hora y media de la cabecera municipal de Petatlán.
En Filo Mayor se cultiva mariguana y amapola desde hace décadas, lo que no ocurre en la parte media de la sierra debido a su condición forestal y agrícola. Sin embargo, por esta región suele transitar la guerrilla.
El incidente de la sierra de Petatlán ocurrió luego de que habitantes de la sierra de Tlacotepec, en el Filo Mayor, denunciaron que el viernes 12 un grupo de soldados al parecer alcoholizados mataron a golpes a Juan Alberto Rodríguez Villa, de 18 años, y dejaron malherido a Francisco Javier Martínez, de 16 años.
Postrado sobre un sillón de alambre e hilo, cubierto de sarapes, Isaías Torres Rosas convalecía por un balazo que recibió la víspera. El impacto entró por la espalda, del lado derecho, y salió por el cuello. Se mantiene fuera de peligro gracias a los remedios caseros y a los medicamentos para prevenir la infección y calmar el dolor.
En la vivienda que sirve de refugio, Isaías fue auscultado por el doctor Raymundo Díaz, miembro del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI), quien constató que la bala no dañó ningún órgano vital ni los huesos.
De cualquier forma, Isaías sólo podía recibir los cuidados de su familia pues, dice Javier Monroy, integrante de Tadeco, “por órdenes del Ejército no podía subir ninguna ambulancia a rescatarlo”.
Temeroso de que él y su familia sufran represalias, Isaías rindió su testimonio al coordinador regional de la Coddehum, Ramón Navarrete Magdaleno, quien transmitió la queja a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
El miedo de Isaías y de su familia se acrecentaba por el vuelo de un helicóptero blanco que, desde la mañana del miércoles 17 y hasta después de las dos de la tarde, no dejaba de merodear sobre la sierra.
En entrevista con Proceso, el campesino narra: “Estábamos preparando comida en una casita que es de Adolfo (su hermano). Habíamos cazado una chachalaca con una .22 cuando, de repente, llegaron (los soldados) echando tiros. No creímos que fuera el gobierno (soldados), porque no marcaron el alto ni nada”.
Delgado, de piel curtida por el sol, pelo y barba negros, Isaías asegura que una vez que se escucharon los primeros balazos, él y sus acompañantes corrieron.
“Me tiraron por la espalda y me dieron por muerto, porque sangraba mucho. Pude ver a gente vestida como gobierno (soldado). No supe cuántos, pero eran hartos. Cuando se fueron, me fui a mi casa, a La Morena. Caminé como hora y media”, dice Isaías, tío de Javier Torres Cruz.
De acuerdo con Torres Cruz, el destacamento que atacó a su familia llegó a la sierra el lunes 15. Eran unos 100 soldados. Iban en hummers y en camiones que subieron hasta el Filo Mayor, a Las Humedades y a Rancho Nuevo, pueblos abandonados entre 1994 y 2000 debido a los asesinatos “cometidos por la gente de Rogaciano”, dice.
El miércoles 17 al mediodía, Javier se enteró por la radio que Anselmo y Huber estaban en manos del Ejército, pero no tenían noticias de Adolfo. “Los compañeros personalmente se comunicaron y dijeron que no hiciéramos nada contra los militares, porque estaba su vida de por medio”.
El activista asegura que entre los militares que atacaron a sus parientes había sicarios de Rogaciano Alba, entre ellos, Misael Orozco Serna, conocido como El Chirris. El propio Alba lo menciona como integrante de La Familia michoacana en un video difundido por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) el viernes 12.
“El Chirris ha sido el encargado de hacer estos operativos entre sicarios y el Ejército. Se le vio el 13 de noviembre de 2008 cuando entraron por la madrugada en La Morena. Es una persona que, según sabemos, desde hace dos o tres años opera con Rogaciano y que se le ha visto en el 19 Batallón de Infantería de Petatlán, donde vivía Rogaciano”, sostiene Torres Cruz.
Una versión distorsionada
El jueves 18, la familia Torres recuperó el cuerpo de Adolfo Torres Rosas, de 26 años, en una funeraria de Zihuatanejo, lo llevaron a La Morena, donde le dieron sepultura la mañana del viernes.
Anselmo Torres Quiroz, de 79 años, y Huber Vega Coria, de 18, fueron puestos a disposición del Ministerio Público federal, y trasladados al Cereso de Acapulco ese mismo viernes. Se les acusa de tentativa de homicidio, delincuencia organizada, posesión y portación de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército y delitos contra la salud, en la modalidad de siembra y cosecha con fines de comercio.
El parte militar firmado por Rogelio Marín Guzmán, Dani Marino Díaz, Bladimir Pineda Cruz, miembros del 68 Batallón de Infantería, señala que los campesinos atacaron a los militares tras ser descubiertos en un plantío de mariguana en Las Humedades, y que se les aseguraron cinco armas largas (dos AK-47, dos rifles calibre .22, y una escopeta calibre .12), tres armas cortas (calibres .38 súper, .22 y .45), 16 cargadores, 355 cartuchos de distintos calibres, 19 kilos de mariguana y otro de semillas de cannabis.
Durante su declaración preparatoria en el Juzgado Segundo de Distrito, el sábado 20, Anselmo y Huber confirmaron la versión de Isaías: los soldados dispararon sin advertencia de por medio, cuando estaban en el patio de la casa de Adolfo, en la Barranca del Infierno.
Además, comentaron que, tras su captura, los soldados los obligaron a disparar armas de fuego y los trasladaron en helicóptero a Rancho Nuevo, cercano a Las Humedades, donde los fotografiaron.
En su declaración ministerial, que ratificó posteriormente, Huber asegura que fue torturado psicológicamente. Detalla: “Bajando del helicóptero un soldado notificó a un superior: ‘Estos son los que dispararon’. A lo que éste le respondió: ‘Para qué los trajeron, mejor los hubieran matado’”.
Otro soldado intervino en la conversación: “¿Y si les damos una violadita?”. Otro terció: “Pero el ruquito ya no aprieta… es mejor una calentadita”.
Huber y Anselmo aseguran que mientras estuvieron en manos de los militares fueron golpeados en la cabeza, sobre todo durante el traslado, cuando ellos intentaban ver a dónde los llevaban.
Entrevistado en la rejilla de prácticas, don Anselmo, patriarca de La Morena, reconoció que las armas mostradas por los militares estaban en la casa de Adolfo. “Mis hijos estaban armados porque han tenido problemas con Rogaciano Alba”, dice. Sin embargo, las armas que, según los militares, llevaban el día del presunto enfrentamiento fueron llevadas al lugar días antes por “indillos” que pasaron por ahí.
Con lágrimas en los ojos, asegura que vio caer a su hijo Adolfo cuando huía de la “baliza”; también recuerda que en dos ocasiones pidió a los militares que lo mataran y lo dejaran con su hijo.
Javier Torres Cruz llamó por teléfono a la reportera para decirle que al abrir el ataúd en que estaba Adolfo, descubrieron que tenía huellas de tortura, así como un disparo calibre .762 en la espalda y otro calibre .45 en la axila derecha, realizado a corta distancia.
Las fotografías de la necropsia de Adolfo obtenidas por Proceso muestran moretones en el rostro y el cuerpo por golpes de culata que recibió. Su rostro está desfigurado y se observa un escurrimiento de sangre por la axila derecha, en tanto que el hombro izquierdo está descarnado.
Asimismo, Torres Cruz señala que cuando fue sepultado Adolfo, la mañana del viernes 19, mujeres de la comunidad vieron a sicarios de Rogaciano Alba rondando por La Morena.
“La gente de Rogaciano esperaba que los hombres de La Morena bajáramos al entierro para matarnos, por eso nos quedamos arriba, escondidos en la sierra. Cuando las mujeres se dieron cuenta de que andaba gente rondando el pueblo, salieron a buscarlos y los espantaron”, cuenta Torres Cruz.
E insiste: “Detrás de los acontecimientos del martes 16 está la mano de Rogaciano Alba. Ese señor manda todavía en esta región aunque esté arraigado; lo que quiere es intimidarnos para que no sigamos con las denuncias por los crímenes que ha cometido en la sierra”.
Y remata: aun cuando las autoridades sólo consideran a Rogaciano como jefe del narcotráfico, en Petatlán queremos que el gobierno lo responsabilice de todos los asesinatos que ha cometido, incluido el de Digna Ochoa, “así como del intento de desaparecerme”.
Gloria Leticia Díaz
PETATLÁN, GRO.- 3 de marzo (Proceso).- Las comunidades serranas de Petatlán, Guerrero, sobreviven de milagro. La región, dicen, es tierra de nadie. Pero lo cierto es que en sus inmediaciones merodea la guerrilla, y caciques como Rogaciano Alba siembran el terror, apoyados por sus sicarios y, según los pobladores, por elementos del Ejército. Largo es aquí el memorial de agravios, el último de los cuales sucedió el martes 16 –cuatro días después de la detención de Rogaciano– contra la familia de Javier Torres Cruz, un activista que en 2007 se atrevió a denunciar al cacique.
Aquí, en la sierra, los habitantes no saben de quién cuidarse más, pues por la zona transitan lo mismo narcotraficantes que talamontes y guerrilleros. Lo peor, dicen los lugareños, es que el Ejército se extralimita en sus patrullajes y con frecuencia sus tropas arremeten contra ellos, a veces azuzados por los caciques o sicarios locales.
El martes 16, efectivos del 68 Batallón de Infantería, perteneciente a la 27 Zona Militar, atacaron a habitantes de la comunidad La Morena. Hubo un muerto y otro campesino resultó herido, aseguran varios de los sobrevivientes. Dicen que dos más fueron acusados por delitos federales y hoy están recluidos en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Acapulco.
La ofensiva ocurrió cinco días después de que la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) informó sobre la detención de Rogaciano Alba Álvarez, un cacique al que las autoridades vinculan con los cárteles de Sinaloa y La Familia michoacana. Los habitantes de La Morena le atribuyen a él esa agresión.
“Es una venganza contra nosotros porque hemos denunciado sus crímenes”, asegura Javier Torres Cruz, defensor de los bosques, quien en septiembre de 2007 se presentó ante la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) para aportar pruebas que incriminaban a Rogaciano Alba con la muerte de Digna Ochoa, la activista ultimada el 19 de octubre de 2001 en la Ciudad de México.
Esa denuncia le costó caro a la familia de Torres Cruz. En noviembre de 2008, unos 80 militares dirigidos por el propio Rogaciano allanaron ocho viviendas en La Morena. Al mes siguiente, Torres Cruz fue detenido en un retén militar en Tecpan de Galeana, el que, dice, lo entregó a sicarios del cacique. Fue torturado durante cuatro días, relata. Finalmente logró escapar (Proceso 1678). Desde entonces los hombres de La Morena viven escondidos en la sierra. Hoy, la comunidad es un caserío poblado sólo por mujeres, niños y ancianos.
Organizaciones sociales de Guerrero llevaron el caso de Torres Cruz a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que interviniera en favor de Torres Cruz y su familia. El 21 de diciembre de 2008, la comisión acordó el otorgamiento de medidas en favor del campesino. Hasta la fecha el gobierno mexicano no ha cumplido.
Desde hace años, Alba Álvarez ha sido señalado por la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, organización a la que pertenece Torres Cruz, de tener el respaldo de altos mandos del 19 Batallón de Infantería, con sede en Petatlán, para reprimir a comunidades que lo denunciaban por la tala indiscriminada de bosques y por convertir los predios en plantíos de mariguana.
El jueves 11, finalmente, la Policía Federal detuvo a Rogaciano en Guadalajara, Jalisco, acusado de portación ilegal de armas y de droga. Arraigado en la Ciudad de México, espera el dictamen de las autoridades que lo investigan por sus presuntos nexos con los cárteles de Sinaloa y La Familia michoacana.
Para recabar información sobre la reciente incursión militar, el miércoles 17, representantes de la Comisión de Defensa de Derechos Humanos de Guerrero (Coddehum), del Taller de Desarrollo Comunitario (Tadeco), del Comité Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI), la Red de Organizaciones y Grupos Ambientalistas de Guerrero (Rogaz), realizaron un recorrido por esta zona de Petatlán, en el que participaron los reporteros de Proceso.
Isaías Torres Rosas, uno de los sobrevivientes, relata: El martes 16 a mediodía, en el paraje conocido como Barranca del Infierno, los soldados dispararon contra él, su padre, su hermano Adolfo y contra Huber Vega Coria, originario de Zihuatanejo.
El miércoles 17 por la noche, la 27 Zona Militar difundió un comunicado en el que aseguraba que durante un recorrido para quemar plantíos ilícitos, los militares fueron agredidos en la comunidad de Las Humedades.
Según el comunicado, publicado sólo en la edición local de La Jornada y en Diario 17, en ese enfrentamiento presuntamente murió Juan Torres Rosas y fueron detenidos Anselmo Torres y Huber Vega Coria con ocho armas: cinco largas y tres cortas, así como cartuchos útiles y droga.
El miedo de Isaías
La comunidad de Las Humedades, donde según el Ejército sucedieron los hechos, se localiza en la zona conocida como Filo Mayor de la Sierra Madre del Sur, a ocho kilómetros de La Morena, mientras que el Infierno pertenece a esta comunidad, localizada en la parte media de la sierra, a hora y media de la cabecera municipal de Petatlán.
En Filo Mayor se cultiva mariguana y amapola desde hace décadas, lo que no ocurre en la parte media de la sierra debido a su condición forestal y agrícola. Sin embargo, por esta región suele transitar la guerrilla.
El incidente de la sierra de Petatlán ocurrió luego de que habitantes de la sierra de Tlacotepec, en el Filo Mayor, denunciaron que el viernes 12 un grupo de soldados al parecer alcoholizados mataron a golpes a Juan Alberto Rodríguez Villa, de 18 años, y dejaron malherido a Francisco Javier Martínez, de 16 años.
Postrado sobre un sillón de alambre e hilo, cubierto de sarapes, Isaías Torres Rosas convalecía por un balazo que recibió la víspera. El impacto entró por la espalda, del lado derecho, y salió por el cuello. Se mantiene fuera de peligro gracias a los remedios caseros y a los medicamentos para prevenir la infección y calmar el dolor.
En la vivienda que sirve de refugio, Isaías fue auscultado por el doctor Raymundo Díaz, miembro del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI), quien constató que la bala no dañó ningún órgano vital ni los huesos.
De cualquier forma, Isaías sólo podía recibir los cuidados de su familia pues, dice Javier Monroy, integrante de Tadeco, “por órdenes del Ejército no podía subir ninguna ambulancia a rescatarlo”.
Temeroso de que él y su familia sufran represalias, Isaías rindió su testimonio al coordinador regional de la Coddehum, Ramón Navarrete Magdaleno, quien transmitió la queja a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
El miedo de Isaías y de su familia se acrecentaba por el vuelo de un helicóptero blanco que, desde la mañana del miércoles 17 y hasta después de las dos de la tarde, no dejaba de merodear sobre la sierra.
En entrevista con Proceso, el campesino narra: “Estábamos preparando comida en una casita que es de Adolfo (su hermano). Habíamos cazado una chachalaca con una .22 cuando, de repente, llegaron (los soldados) echando tiros. No creímos que fuera el gobierno (soldados), porque no marcaron el alto ni nada”.
Delgado, de piel curtida por el sol, pelo y barba negros, Isaías asegura que una vez que se escucharon los primeros balazos, él y sus acompañantes corrieron.
“Me tiraron por la espalda y me dieron por muerto, porque sangraba mucho. Pude ver a gente vestida como gobierno (soldado). No supe cuántos, pero eran hartos. Cuando se fueron, me fui a mi casa, a La Morena. Caminé como hora y media”, dice Isaías, tío de Javier Torres Cruz.
De acuerdo con Torres Cruz, el destacamento que atacó a su familia llegó a la sierra el lunes 15. Eran unos 100 soldados. Iban en hummers y en camiones que subieron hasta el Filo Mayor, a Las Humedades y a Rancho Nuevo, pueblos abandonados entre 1994 y 2000 debido a los asesinatos “cometidos por la gente de Rogaciano”, dice.
El miércoles 17 al mediodía, Javier se enteró por la radio que Anselmo y Huber estaban en manos del Ejército, pero no tenían noticias de Adolfo. “Los compañeros personalmente se comunicaron y dijeron que no hiciéramos nada contra los militares, porque estaba su vida de por medio”.
El activista asegura que entre los militares que atacaron a sus parientes había sicarios de Rogaciano Alba, entre ellos, Misael Orozco Serna, conocido como El Chirris. El propio Alba lo menciona como integrante de La Familia michoacana en un video difundido por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) el viernes 12.
“El Chirris ha sido el encargado de hacer estos operativos entre sicarios y el Ejército. Se le vio el 13 de noviembre de 2008 cuando entraron por la madrugada en La Morena. Es una persona que, según sabemos, desde hace dos o tres años opera con Rogaciano y que se le ha visto en el 19 Batallón de Infantería de Petatlán, donde vivía Rogaciano”, sostiene Torres Cruz.
Una versión distorsionada
El jueves 18, la familia Torres recuperó el cuerpo de Adolfo Torres Rosas, de 26 años, en una funeraria de Zihuatanejo, lo llevaron a La Morena, donde le dieron sepultura la mañana del viernes.
Anselmo Torres Quiroz, de 79 años, y Huber Vega Coria, de 18, fueron puestos a disposición del Ministerio Público federal, y trasladados al Cereso de Acapulco ese mismo viernes. Se les acusa de tentativa de homicidio, delincuencia organizada, posesión y portación de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército y delitos contra la salud, en la modalidad de siembra y cosecha con fines de comercio.
El parte militar firmado por Rogelio Marín Guzmán, Dani Marino Díaz, Bladimir Pineda Cruz, miembros del 68 Batallón de Infantería, señala que los campesinos atacaron a los militares tras ser descubiertos en un plantío de mariguana en Las Humedades, y que se les aseguraron cinco armas largas (dos AK-47, dos rifles calibre .22, y una escopeta calibre .12), tres armas cortas (calibres .38 súper, .22 y .45), 16 cargadores, 355 cartuchos de distintos calibres, 19 kilos de mariguana y otro de semillas de cannabis.
Durante su declaración preparatoria en el Juzgado Segundo de Distrito, el sábado 20, Anselmo y Huber confirmaron la versión de Isaías: los soldados dispararon sin advertencia de por medio, cuando estaban en el patio de la casa de Adolfo, en la Barranca del Infierno.
Además, comentaron que, tras su captura, los soldados los obligaron a disparar armas de fuego y los trasladaron en helicóptero a Rancho Nuevo, cercano a Las Humedades, donde los fotografiaron.
En su declaración ministerial, que ratificó posteriormente, Huber asegura que fue torturado psicológicamente. Detalla: “Bajando del helicóptero un soldado notificó a un superior: ‘Estos son los que dispararon’. A lo que éste le respondió: ‘Para qué los trajeron, mejor los hubieran matado’”.
Otro soldado intervino en la conversación: “¿Y si les damos una violadita?”. Otro terció: “Pero el ruquito ya no aprieta… es mejor una calentadita”.
Huber y Anselmo aseguran que mientras estuvieron en manos de los militares fueron golpeados en la cabeza, sobre todo durante el traslado, cuando ellos intentaban ver a dónde los llevaban.
Entrevistado en la rejilla de prácticas, don Anselmo, patriarca de La Morena, reconoció que las armas mostradas por los militares estaban en la casa de Adolfo. “Mis hijos estaban armados porque han tenido problemas con Rogaciano Alba”, dice. Sin embargo, las armas que, según los militares, llevaban el día del presunto enfrentamiento fueron llevadas al lugar días antes por “indillos” que pasaron por ahí.
Con lágrimas en los ojos, asegura que vio caer a su hijo Adolfo cuando huía de la “baliza”; también recuerda que en dos ocasiones pidió a los militares que lo mataran y lo dejaran con su hijo.
Javier Torres Cruz llamó por teléfono a la reportera para decirle que al abrir el ataúd en que estaba Adolfo, descubrieron que tenía huellas de tortura, así como un disparo calibre .762 en la espalda y otro calibre .45 en la axila derecha, realizado a corta distancia.
Las fotografías de la necropsia de Adolfo obtenidas por Proceso muestran moretones en el rostro y el cuerpo por golpes de culata que recibió. Su rostro está desfigurado y se observa un escurrimiento de sangre por la axila derecha, en tanto que el hombro izquierdo está descarnado.
Asimismo, Torres Cruz señala que cuando fue sepultado Adolfo, la mañana del viernes 19, mujeres de la comunidad vieron a sicarios de Rogaciano Alba rondando por La Morena.
“La gente de Rogaciano esperaba que los hombres de La Morena bajáramos al entierro para matarnos, por eso nos quedamos arriba, escondidos en la sierra. Cuando las mujeres se dieron cuenta de que andaba gente rondando el pueblo, salieron a buscarlos y los espantaron”, cuenta Torres Cruz.
E insiste: “Detrás de los acontecimientos del martes 16 está la mano de Rogaciano Alba. Ese señor manda todavía en esta región aunque esté arraigado; lo que quiere es intimidarnos para que no sigamos con las denuncias por los crímenes que ha cometido en la sierra”.
Y remata: aun cuando las autoridades sólo consideran a Rogaciano como jefe del narcotráfico, en Petatlán queremos que el gobierno lo responsabilice de todos los asesinatos que ha cometido, incluido el de Digna Ochoa, “así como del intento de desaparecerme”.