POLÍTICOS DECADENTES
11 mar 2010
Decadencia
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
El increíble enredo en el que se han visto involucrados el secretario de Gobernación, el presidente del PAN, el gobernador del estado de México y la presidenta del PRI sería ridículo si no fuera porque desnuda la miseria real, concreta, intransferible de los políticos bajo cuya responsabilidad actúan los partidos nacionales, considerados en la ley como entidades de interés público. Ni la huera autodefensa de Beatriz Paredes en la tribuna; ni la exigua, tardía y pedestre autocrítica de César Nava, el burlador burlado; ni las expresiones caballerescas que marcan el tono peculiar del cantinflismo gomezmontiano, acallan la sensación de que estamos ante la representación plástica, en vivo y directo, del final moral (pero también operativo) del grupo dirigente en el poder.
No entraré en los jugosos detalles de un escándalo que no deja títere con cabeza, pues, a querer o no, perjudica en grado superlativo al Presidente, pero también a los demás partidos que denuncian la injustificable coalición antidemocrática impulsada por Peña Nieto con la venia del gobierno federal y, al mismo tiempo, se rinden al cálculo de las alianzas sin principios con aquellos que desde el comienzo quisieron ahogarlos en la cuna, antes de competir siquiera.
No deja de tener cierto simbolismo que a la hora de comenzar la discusión en torno a la reforma política, los jefes de los dos mayores partidos nacionales se encierren a decidir sin testigos incómodos, sin la vigilancia de la ciudadanía o la de sus propios órganos directivos, el destino de los impuestos y las alianzas electorales, temas cruciales para aclarar la empantanada agenda nacional. Pero ésa es la realidad que define el autoritarismo, aunque Gómez Mont edulcore lo sucedido hablando de espacios honorables y acuerdos honrados para evitarle futuras molestias a Peña Nieto, hombre fuerte de la Gran Coalición que, en definitiva, ha gobernado al país durante los últimos tiempos y ya, a estas alturas, no puede negar el alcance de sus compromisos.
Qué increíble democracia es ésta donde la bancada del partido oficial se entera por la prensa de los acuerdos con la oposición y donde se especula sobre si el Presidente estaba o no informado de las negociaciones, como si, en efecto, a la crisis institucional sucediera un estado de peligrosa anarquía que ya muy pocos identifican con la normalidad del juego que algunos aún nombran democracia.
En fin. Estamos ante la decadencia de una forma de hacer política que ha sobrevivido al régimen que la engendró. Lo increíble es que los encargados de resucitarla en parte vengan, justamente, de la oposición histórica y, por tanto, de una generación que nació a la vida pública educada en la fobia al PRI, a sus métodos y rutinas.
Los jóvenes políticos panistas involucrados en este penoso affaire ya se olvidaron por completo de las ilusiones doctrinarias que los guiaron a la militancia (desde la derecha) y ahora se esfuerzan en ser y parecer dueños del oficio que antes detestaban, en figurar como los primeros expertos en el arte del oportunismo que no hace más de una década decían repudiar. Se dirá que no hay nada nuevo, pues el PAN descubrió ese camino con Salinas y al parecer se siente satisfecho con dos sexenios de alternancia, pero éste, abandonado a sus propias fuerzas, no puede solo y depende, le guste o no, de los reflejos más rápidos de sus aliados que quieren volver a la posición dominante. ¿Quién iba a decir que el PRIAN, más que la caricatura inventada por sus detractores, sería la puesta en escena del ideal soñado por la política cupular y los intereses fácticos, aceitado por el declive de toda aspiración ética superior?
Es probable que una vez apagado el ruido mediático de las declaraciones, el asunto quede archivado, tal vez hasta que se vean cómo funcionan las alianzas en los comicios venideros. Pero una cosa resalta y se suma al arcón de las decepciones nacionales: los partidos, imprescindibles para la construcción de un régimen democrático, viven de la pelea pasada, son el legado de la larga marcha hacia la transición que la defensa de los grandes intereses convirtió en la odisea del gradualismo con su estela de conservadurismo.
El malestar que no siempre por las buenas razones se esgrime contra la clase política, sin distinciones, en parte tiene que ver con el inmovilismo y la voracidad –el hambre de cargos y recursos– que hizo crecer a los partidos, desarrollarse bajo la mirada complaciente del Estado y con la comprobación de que éstos no quieren cambiar, ajustarse a las necesidades de una sociedad en continua transformación. Pero el ciclo ha terminado y no hay esperanza de que las cosas vuelvan atrás. Se plantean grandes cambios, pero, ¿qué reforma puede esperarse de quienes han sido incapaces de impulsar su propia renovación? ¿Por qué habríamos de esperar la afirmación de nuevos valores democráticos allí donde cuatro personas con poder pueden decidir por sí mismos, conforme a su intereses y responsabilidades qué le conviene al país? ¿Son los partidos irreformables?
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
El increíble enredo en el que se han visto involucrados el secretario de Gobernación, el presidente del PAN, el gobernador del estado de México y la presidenta del PRI sería ridículo si no fuera porque desnuda la miseria real, concreta, intransferible de los políticos bajo cuya responsabilidad actúan los partidos nacionales, considerados en la ley como entidades de interés público. Ni la huera autodefensa de Beatriz Paredes en la tribuna; ni la exigua, tardía y pedestre autocrítica de César Nava, el burlador burlado; ni las expresiones caballerescas que marcan el tono peculiar del cantinflismo gomezmontiano, acallan la sensación de que estamos ante la representación plástica, en vivo y directo, del final moral (pero también operativo) del grupo dirigente en el poder.
No entraré en los jugosos detalles de un escándalo que no deja títere con cabeza, pues, a querer o no, perjudica en grado superlativo al Presidente, pero también a los demás partidos que denuncian la injustificable coalición antidemocrática impulsada por Peña Nieto con la venia del gobierno federal y, al mismo tiempo, se rinden al cálculo de las alianzas sin principios con aquellos que desde el comienzo quisieron ahogarlos en la cuna, antes de competir siquiera.
No deja de tener cierto simbolismo que a la hora de comenzar la discusión en torno a la reforma política, los jefes de los dos mayores partidos nacionales se encierren a decidir sin testigos incómodos, sin la vigilancia de la ciudadanía o la de sus propios órganos directivos, el destino de los impuestos y las alianzas electorales, temas cruciales para aclarar la empantanada agenda nacional. Pero ésa es la realidad que define el autoritarismo, aunque Gómez Mont edulcore lo sucedido hablando de espacios honorables y acuerdos honrados para evitarle futuras molestias a Peña Nieto, hombre fuerte de la Gran Coalición que, en definitiva, ha gobernado al país durante los últimos tiempos y ya, a estas alturas, no puede negar el alcance de sus compromisos.
Qué increíble democracia es ésta donde la bancada del partido oficial se entera por la prensa de los acuerdos con la oposición y donde se especula sobre si el Presidente estaba o no informado de las negociaciones, como si, en efecto, a la crisis institucional sucediera un estado de peligrosa anarquía que ya muy pocos identifican con la normalidad del juego que algunos aún nombran democracia.
En fin. Estamos ante la decadencia de una forma de hacer política que ha sobrevivido al régimen que la engendró. Lo increíble es que los encargados de resucitarla en parte vengan, justamente, de la oposición histórica y, por tanto, de una generación que nació a la vida pública educada en la fobia al PRI, a sus métodos y rutinas.
Los jóvenes políticos panistas involucrados en este penoso affaire ya se olvidaron por completo de las ilusiones doctrinarias que los guiaron a la militancia (desde la derecha) y ahora se esfuerzan en ser y parecer dueños del oficio que antes detestaban, en figurar como los primeros expertos en el arte del oportunismo que no hace más de una década decían repudiar. Se dirá que no hay nada nuevo, pues el PAN descubrió ese camino con Salinas y al parecer se siente satisfecho con dos sexenios de alternancia, pero éste, abandonado a sus propias fuerzas, no puede solo y depende, le guste o no, de los reflejos más rápidos de sus aliados que quieren volver a la posición dominante. ¿Quién iba a decir que el PRIAN, más que la caricatura inventada por sus detractores, sería la puesta en escena del ideal soñado por la política cupular y los intereses fácticos, aceitado por el declive de toda aspiración ética superior?
Es probable que una vez apagado el ruido mediático de las declaraciones, el asunto quede archivado, tal vez hasta que se vean cómo funcionan las alianzas en los comicios venideros. Pero una cosa resalta y se suma al arcón de las decepciones nacionales: los partidos, imprescindibles para la construcción de un régimen democrático, viven de la pelea pasada, son el legado de la larga marcha hacia la transición que la defensa de los grandes intereses convirtió en la odisea del gradualismo con su estela de conservadurismo.
El malestar que no siempre por las buenas razones se esgrime contra la clase política, sin distinciones, en parte tiene que ver con el inmovilismo y la voracidad –el hambre de cargos y recursos– que hizo crecer a los partidos, desarrollarse bajo la mirada complaciente del Estado y con la comprobación de que éstos no quieren cambiar, ajustarse a las necesidades de una sociedad en continua transformación. Pero el ciclo ha terminado y no hay esperanza de que las cosas vuelvan atrás. Se plantean grandes cambios, pero, ¿qué reforma puede esperarse de quienes han sido incapaces de impulsar su propia renovación? ¿Por qué habríamos de esperar la afirmación de nuevos valores democráticos allí donde cuatro personas con poder pueden decidir por sí mismos, conforme a su intereses y responsabilidades qué le conviene al país? ¿Son los partidos irreformables?
Censo a la carta
Ernesto Villanueva
MÉXICO, D.F., 10 de marzo.- El censo nacional que elabora el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) tiene un valor que trasciende las fronteras. Sus resultados constituyen las cifras oficiales de México para la toma de decisiones tanto de organismos internacionales como nacionales. Una de las críticas recurrentes que se formularon en este espacio fue la ausencia de autonomía del Inegi, a diferencia de sus contrapartes en las democracias mínimamente consolidadas. Hoy, el Inegi es un organismo autónomo constitucional, sin embargo, sigue atrapado por la política como nunca antes. Veamos.
Primero. El censo de población y vivienda es el ejercicio más completo que realiza el Estado mexicano para medir una serie de variables que son comparables en el tiempo.
Los sondeos y las encuestas son herramientas importantes de medición, pero sus márgenes de error –por cubrir solamente muestras, aunque sean representativas– son sustancialmente mayores que el de un censo, que prácticamente no debe albergar error alguno.
En el pasado, la crítica sobre los censos del Inegi se centraba en la veracidad de sus resultados, por su vinculación orgánica al Poder Ejecutivo Federal como órgano desconcentrado de la Secretaría de Hacienda. Hoy, empero, el Inegi no guarda ni siquiera las formas para restringir la información pública. Las dudas ahora alcanzan a los criterios para integrar el cuestionario que será la base del censo 2010. Se ha cambiado el cuestionario de 52 preguntas utilizado en 2000, al finalizar el sexenio de Ernesto Zedillo, a sólo 29 reactivos elaborados bajo la responsabilidad de Eduardo Sojo, afecto al presidente Felipe Calderón. No se trata de un cambio cualquiera que tenga por objeto saber más de los mexicanos; antes bien, se pretende evitar el escrutinio público sobre variables sensibles para el país en los últimos 10 años.
Segundo. El cuestionario básico del censo 2010, de entrada, elimina uno de los elementos básicos: la posibilidad de comparar.
Un avance de un estudio de la experta en demografía Luz María Valdés, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, pone de relieve la gravedad de este hecho. La verificación de actividad de las personas introducida en 2000 ahora desaparece. La pregunta sobre la ocupación laboral –registrada por vez primera en el censo de 1895, hace 115 años– ahora no existe. Tampoco aparece el sector económico incorporado desde el censo de 1930. Lo mismo pasa con la situación en el trabajo de los mexicanos, que se incluyó desde 1940; el dato sobre el ingreso personal, que existe desde 1980, y el número de horas trabajadas que se adicionaron al censo desde 1990. Nada de esto se encuentra en el cuestionario básico del censo 2010.
Se perderán los datos sobre los materiales de la vivienda de los mexicanos, incluidos desde 1930. Los tipos de servicio de energía eléctrica, que fueron de conocimiento público a partir del censo de 1970, no tendrán cabida por esta ocasión. Y así podría seguirse citando otros rubros que el gobierno de Felipe Calderón considera que los mexicanos no necesitan saber.
El mayor número de datos de los censos se registran en los censos de 1990 y de 2000. En ningún caso, sin embargo, se registra una disminución del derecho a conocer como sucede con Calderón, lo que muestra las convicciones presidenciales a propósito del Bicentenario.
Tercero. ¿Será casualidad que el cuestionario básico del censo 2010 sufra mutilaciones que nunca se han observado desde 1895?¿Podría haber alguna posibilidad de que, en realidad, Felipe Calderón se niegue a que se registre cómo se ha afectado al empleo –su lema de campaña presidencial– en los últimos 10 años? ¿Podría caber la duda de que, en realidad, se quiere retirar aquellas preguntas incómodas para el gobierno de Calderón de cara al proceso electoral de 2012, porque algún partido de oposición las podría utilizar como herramienta de campaña antipanista? ¿O se debe aceptar que lo hecho de 2000 para atrás era un error metodológico y además muy caro, como explicó el Inegi?
Los registros oficiales de los mexicanos no deben ser objeto de negociaciones de la política. La ley permite ahora que el presidente del Inegi tenga un ingreso igual al de un secretario de Estado y crea cuatro puestos en la Junta de Gobierno con percepciones idénticas al de un subsecretario. Basta ahora que, por mayoría simple, el Senado ratifique las designaciones presidenciales. Este esquema representa un avance formal en relación a estructura anterior, pero en los hechos se observan las fallas de esa autonomía, que resulta que todo ha cambiado para seguir igual, como en El Gatopardo de Lampedusa, pero que además cuesta más para rendir menos a la sociedad.
Ernesto Villanueva
MÉXICO, D.F., 10 de marzo.- El censo nacional que elabora el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) tiene un valor que trasciende las fronteras. Sus resultados constituyen las cifras oficiales de México para la toma de decisiones tanto de organismos internacionales como nacionales. Una de las críticas recurrentes que se formularon en este espacio fue la ausencia de autonomía del Inegi, a diferencia de sus contrapartes en las democracias mínimamente consolidadas. Hoy, el Inegi es un organismo autónomo constitucional, sin embargo, sigue atrapado por la política como nunca antes. Veamos.
Primero. El censo de población y vivienda es el ejercicio más completo que realiza el Estado mexicano para medir una serie de variables que son comparables en el tiempo.
Los sondeos y las encuestas son herramientas importantes de medición, pero sus márgenes de error –por cubrir solamente muestras, aunque sean representativas– son sustancialmente mayores que el de un censo, que prácticamente no debe albergar error alguno.
En el pasado, la crítica sobre los censos del Inegi se centraba en la veracidad de sus resultados, por su vinculación orgánica al Poder Ejecutivo Federal como órgano desconcentrado de la Secretaría de Hacienda. Hoy, empero, el Inegi no guarda ni siquiera las formas para restringir la información pública. Las dudas ahora alcanzan a los criterios para integrar el cuestionario que será la base del censo 2010. Se ha cambiado el cuestionario de 52 preguntas utilizado en 2000, al finalizar el sexenio de Ernesto Zedillo, a sólo 29 reactivos elaborados bajo la responsabilidad de Eduardo Sojo, afecto al presidente Felipe Calderón. No se trata de un cambio cualquiera que tenga por objeto saber más de los mexicanos; antes bien, se pretende evitar el escrutinio público sobre variables sensibles para el país en los últimos 10 años.
Segundo. El cuestionario básico del censo 2010, de entrada, elimina uno de los elementos básicos: la posibilidad de comparar.
Un avance de un estudio de la experta en demografía Luz María Valdés, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, pone de relieve la gravedad de este hecho. La verificación de actividad de las personas introducida en 2000 ahora desaparece. La pregunta sobre la ocupación laboral –registrada por vez primera en el censo de 1895, hace 115 años– ahora no existe. Tampoco aparece el sector económico incorporado desde el censo de 1930. Lo mismo pasa con la situación en el trabajo de los mexicanos, que se incluyó desde 1940; el dato sobre el ingreso personal, que existe desde 1980, y el número de horas trabajadas que se adicionaron al censo desde 1990. Nada de esto se encuentra en el cuestionario básico del censo 2010.
Se perderán los datos sobre los materiales de la vivienda de los mexicanos, incluidos desde 1930. Los tipos de servicio de energía eléctrica, que fueron de conocimiento público a partir del censo de 1970, no tendrán cabida por esta ocasión. Y así podría seguirse citando otros rubros que el gobierno de Felipe Calderón considera que los mexicanos no necesitan saber.
El mayor número de datos de los censos se registran en los censos de 1990 y de 2000. En ningún caso, sin embargo, se registra una disminución del derecho a conocer como sucede con Calderón, lo que muestra las convicciones presidenciales a propósito del Bicentenario.
Tercero. ¿Será casualidad que el cuestionario básico del censo 2010 sufra mutilaciones que nunca se han observado desde 1895?¿Podría haber alguna posibilidad de que, en realidad, Felipe Calderón se niegue a que se registre cómo se ha afectado al empleo –su lema de campaña presidencial– en los últimos 10 años? ¿Podría caber la duda de que, en realidad, se quiere retirar aquellas preguntas incómodas para el gobierno de Calderón de cara al proceso electoral de 2012, porque algún partido de oposición las podría utilizar como herramienta de campaña antipanista? ¿O se debe aceptar que lo hecho de 2000 para atrás era un error metodológico y además muy caro, como explicó el Inegi?
Los registros oficiales de los mexicanos no deben ser objeto de negociaciones de la política. La ley permite ahora que el presidente del Inegi tenga un ingreso igual al de un secretario de Estado y crea cuatro puestos en la Junta de Gobierno con percepciones idénticas al de un subsecretario. Basta ahora que, por mayoría simple, el Senado ratifique las designaciones presidenciales. Este esquema representa un avance formal en relación a estructura anterior, pero en los hechos se observan las fallas de esa autonomía, que resulta que todo ha cambiado para seguir igual, como en El Gatopardo de Lampedusa, pero que además cuesta más para rendir menos a la sociedad.
En defensa de los partidos (¡gulp!)
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
De unos años para acá, y de manera especial en los meses recientes, se ha puesto de moda calificar de inservibles a los partidos políticos mexicanos. Y razones sobran. Sus dirigentes se han encargado de desprestigiarlos como si su interés primordial fuera propiciar la abstención en el país.
Como reacción a este fenómeno, que en buena medida no es exclusivo de la arena política mexicana, hay voces que claman por la ciudadanización de la política y prácticamente proponen la desaparición de los partidos políticos, por inservibles. La primera pregunta que me brinca es ¿de qué creen que están formados los partidos? ¿De marcianos? Los miembros de los partidos, tanto dirigentes como militantes de base, son ciudadanos, con similar calidad legal, moral y ética que quienes no militan en ninguna organización política. ¿O acaso se piensa que quienes no tienen militancia son arcángeles o querubines?
Se tiende a culpar a los partidos de las barbaridades que hacen sus dirigentes y se exculpa a sus militantes de base, en lugar de tomar en cuenta que la pasividad de éstos es lo que ha permitido que los dirigentes hagan lo que quieran, trampas incluidas. Se omite, asimismo, que la diferencia entre un ciudadano no militante en un partido y uno que sí lo es, radica en que el primero no se compromete con ninguna organización política (pero sí con otras), buena o mala, y el segundo sí. Está comprobado que quien milita en un partido tiene mayor compromiso y a veces mayor conciencia política que quien vive sólo para su trabajo, familia, cantina o televisión. El ciudadano común, no militante y sobre todo urbano es, además de mezquino, inmediatista y con alcances de miras muy limitados: su barrio, su comunidad, etcétera, que hace suyas sólo cuando carece de algo que en conjunto puede exigir (servicios, por ejemplo, o ayuda ante una catástrofe), pero que al mismo tiempo no se solidariza con las desgracias ajenas si él no las tiene.
Se apunta que los dirigentes de los partidos tienen intereses y que una vez empoderados, como está de moda decir, no quieren soltar su hueso. ¿Y quién no? ¿Acaso se piensa que los ciudadanos comunes no militantes no tienen intereses ni se dejan comprar si la oferta es buena y atractiva? ¿De quiénes creen –los defensores de la ciudadanización– que se nutren las organizaciones no gubernamentales de todo tipo y de diversas orientaciones políticas? ¿Y qué decir de los sindicatos empresariales como la Coparmex, la Concamin, la Concanaco, el Consejo Coordinador Empresarial y cientos más? ¿No son ciudadanos sus asociados? Y sin embargo, sus opiniones y sus convocatorias con frecuencia pesan más que las de quienes no son empresarios. ¿Y qué diríamos de los provida, de los católicos seculares fundamentalistas, de los enemigos del tabaco que digan lo que digan dan la nota en los periódicos, etcétera? Todos son ciudadanos, pero unos militan en partidos, otros en causas nobles, otros en movimientos sociales (como si hubiera otros), otros en grupos empresariales o en subcategorías como los Rotarios o los Caballeros de Colón, para no hablar de todos los religiosos sin hábito que militan en el Opus Dei o en los Legionarios de Cristo o en la Unión Nacional de Padres de Familia.
Los defensores de un México sin partidos y de candidaturas independientes parecen tener una noción muy irreal de la sociedad y de la ciudadanía. ¿Independientes de qué? ¿De los partidos? Éstos serían los menos. Los militantes de todos los partidos juntos, si acaso hubiera un padrón que los registrara puntualmente, no sumarían 10 por ciento de la población. Entre asociaciones civiles, organizaciones sociales y en general sitios no gubernamentales registrados en la Secretaría de Gobernación, hay miles, además de las no registradas, que las hay de todo y para todo, incluidas las mafias de literatos, científicos, etcétera, que niegan su existencia, pero ahí están y se expresan en los clubes (tampoco reconocidos) de elogios mutuos.
¿Se han puesto a pensar los defensores de las candidaturas independientes de qué están hablando? Mi primo Juan, que apenas conozco, pues tengo 35 años de no tratarlo, ¿podrá ser candidato independiente? ¿Candidato de quién, aparte de su esposa y sus tres hijos? Obviamente no, aunque quién sabe. Pero sí podría ser alguien que ha destacado en los medios de información-comunicación o por un puesto que tuvo o tiene en alguna universidad o en un grupo de interés conocido generalmente como ONG. En otros términos, los candidatos independientes, digamos para la Presidencia de la República, no pueden ser otros que los pertenecientes a las elites y no mi primo Juan. Y si aceptamos que Juan no tendría ninguna probabilidad de ser candidato o votado como tal si no pertenece a un partido y es propuesto por éste, tendríamos que concluir que los únicos que tendrían presencia electoral competitiva serían los notables. Y una democracia donde sólo tienen oportunidad los notables se denomina democracia de elites. Es más fácil que de un partido resulte como candidato mi primo Juan que de una preselección realizada por las elites no partidarias. Las oligarquías no sólo se dan en los partidos, también en la sociedad no partidaria, ¿o es lo mismo un dirigente del Consejo Coordinador Empresarial o un ex secretario de Estado que un dirigente de barrio que vende merengues y gelatinas para sobrevivir?
Los famosos, positiva o negativamente –porque los hay de los dos tipos–, se deben a los medios que los publicitan (mi primo Juan no ha salido ni en la sección de cartas de un periódico). Si de entre los famosos van a surgir los candidatos independientes, pues ya sabemos a quién se lo tendrían que agradecer: al medio que los hizo famosos y, en este país (es bueno no olvidarlo) los más famosos son los que aparecen en la televisión. ¿Estamos dispuestos a dejar que la Tv elija a los candidatos independientes, además de los partidarios? Y, la pregunta obligada, ¿quiénes les harán la campaña y con qué recursos?
Los partidos, con todos sus defectos, fueron inventados para las sociedades numerosas y complejas. Si no nos gustan los existentes, bien podríamos pensar en refundarlos de verdad o en fundar otro con gente menos tramposa en su dirección.
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
De unos años para acá, y de manera especial en los meses recientes, se ha puesto de moda calificar de inservibles a los partidos políticos mexicanos. Y razones sobran. Sus dirigentes se han encargado de desprestigiarlos como si su interés primordial fuera propiciar la abstención en el país.
Como reacción a este fenómeno, que en buena medida no es exclusivo de la arena política mexicana, hay voces que claman por la ciudadanización de la política y prácticamente proponen la desaparición de los partidos políticos, por inservibles. La primera pregunta que me brinca es ¿de qué creen que están formados los partidos? ¿De marcianos? Los miembros de los partidos, tanto dirigentes como militantes de base, son ciudadanos, con similar calidad legal, moral y ética que quienes no militan en ninguna organización política. ¿O acaso se piensa que quienes no tienen militancia son arcángeles o querubines?
Se tiende a culpar a los partidos de las barbaridades que hacen sus dirigentes y se exculpa a sus militantes de base, en lugar de tomar en cuenta que la pasividad de éstos es lo que ha permitido que los dirigentes hagan lo que quieran, trampas incluidas. Se omite, asimismo, que la diferencia entre un ciudadano no militante en un partido y uno que sí lo es, radica en que el primero no se compromete con ninguna organización política (pero sí con otras), buena o mala, y el segundo sí. Está comprobado que quien milita en un partido tiene mayor compromiso y a veces mayor conciencia política que quien vive sólo para su trabajo, familia, cantina o televisión. El ciudadano común, no militante y sobre todo urbano es, además de mezquino, inmediatista y con alcances de miras muy limitados: su barrio, su comunidad, etcétera, que hace suyas sólo cuando carece de algo que en conjunto puede exigir (servicios, por ejemplo, o ayuda ante una catástrofe), pero que al mismo tiempo no se solidariza con las desgracias ajenas si él no las tiene.
Se apunta que los dirigentes de los partidos tienen intereses y que una vez empoderados, como está de moda decir, no quieren soltar su hueso. ¿Y quién no? ¿Acaso se piensa que los ciudadanos comunes no militantes no tienen intereses ni se dejan comprar si la oferta es buena y atractiva? ¿De quiénes creen –los defensores de la ciudadanización– que se nutren las organizaciones no gubernamentales de todo tipo y de diversas orientaciones políticas? ¿Y qué decir de los sindicatos empresariales como la Coparmex, la Concamin, la Concanaco, el Consejo Coordinador Empresarial y cientos más? ¿No son ciudadanos sus asociados? Y sin embargo, sus opiniones y sus convocatorias con frecuencia pesan más que las de quienes no son empresarios. ¿Y qué diríamos de los provida, de los católicos seculares fundamentalistas, de los enemigos del tabaco que digan lo que digan dan la nota en los periódicos, etcétera? Todos son ciudadanos, pero unos militan en partidos, otros en causas nobles, otros en movimientos sociales (como si hubiera otros), otros en grupos empresariales o en subcategorías como los Rotarios o los Caballeros de Colón, para no hablar de todos los religiosos sin hábito que militan en el Opus Dei o en los Legionarios de Cristo o en la Unión Nacional de Padres de Familia.
Los defensores de un México sin partidos y de candidaturas independientes parecen tener una noción muy irreal de la sociedad y de la ciudadanía. ¿Independientes de qué? ¿De los partidos? Éstos serían los menos. Los militantes de todos los partidos juntos, si acaso hubiera un padrón que los registrara puntualmente, no sumarían 10 por ciento de la población. Entre asociaciones civiles, organizaciones sociales y en general sitios no gubernamentales registrados en la Secretaría de Gobernación, hay miles, además de las no registradas, que las hay de todo y para todo, incluidas las mafias de literatos, científicos, etcétera, que niegan su existencia, pero ahí están y se expresan en los clubes (tampoco reconocidos) de elogios mutuos.
¿Se han puesto a pensar los defensores de las candidaturas independientes de qué están hablando? Mi primo Juan, que apenas conozco, pues tengo 35 años de no tratarlo, ¿podrá ser candidato independiente? ¿Candidato de quién, aparte de su esposa y sus tres hijos? Obviamente no, aunque quién sabe. Pero sí podría ser alguien que ha destacado en los medios de información-comunicación o por un puesto que tuvo o tiene en alguna universidad o en un grupo de interés conocido generalmente como ONG. En otros términos, los candidatos independientes, digamos para la Presidencia de la República, no pueden ser otros que los pertenecientes a las elites y no mi primo Juan. Y si aceptamos que Juan no tendría ninguna probabilidad de ser candidato o votado como tal si no pertenece a un partido y es propuesto por éste, tendríamos que concluir que los únicos que tendrían presencia electoral competitiva serían los notables. Y una democracia donde sólo tienen oportunidad los notables se denomina democracia de elites. Es más fácil que de un partido resulte como candidato mi primo Juan que de una preselección realizada por las elites no partidarias. Las oligarquías no sólo se dan en los partidos, también en la sociedad no partidaria, ¿o es lo mismo un dirigente del Consejo Coordinador Empresarial o un ex secretario de Estado que un dirigente de barrio que vende merengues y gelatinas para sobrevivir?
Los famosos, positiva o negativamente –porque los hay de los dos tipos–, se deben a los medios que los publicitan (mi primo Juan no ha salido ni en la sección de cartas de un periódico). Si de entre los famosos van a surgir los candidatos independientes, pues ya sabemos a quién se lo tendrían que agradecer: al medio que los hizo famosos y, en este país (es bueno no olvidarlo) los más famosos son los que aparecen en la televisión. ¿Estamos dispuestos a dejar que la Tv elija a los candidatos independientes, además de los partidarios? Y, la pregunta obligada, ¿quiénes les harán la campaña y con qué recursos?
Los partidos, con todos sus defectos, fueron inventados para las sociedades numerosas y complejas. Si no nos gustan los existentes, bien podríamos pensar en refundarlos de verdad o en fundar otro con gente menos tramposa en su dirección.