SINVERGÜENZAS EN EL PODER.
8 mar 2010
La generación de la desfachatez
JOHN M. ACKERMAN
Durante el autoritarismo del régimen del partido de Estado, los ciudadanos ocasionalmente llegábamos a atestiguar la renuncia de uno que otro funcionario responsable de abusos de autoridad o actos de corrupción. Hoy ni siquiera estas victorias pírricas nos son permitidas. Aun cuando existe evidencia contundente de actos ilícitos o irregulares, los gobernadores o secretarios involucrados simplemente se niegan a dar la cara y continúan en el cargo como si nada hubiera ocurrido.
Mario Marín, Ulises Ruiz, Enrique Peña Nieto, Eduardo Bours, Juan Camilo Mouriño, Javier Lozano, Genaro García Luna, Fernando Gómez Mont y Juan Molinar Horcasitas son ejemplos conspicuos de esta nueva generación de la desfachatez, que sin duda ha hecho más daño al país que la imaginaria “generación del no”. Constituye una vergüenza internacional el hecho de que nadie ha tenido el valor de afrontar su responsabilidad por la muerte de los niños de Hermosillo, el asesinato de jóvenes y mujeres en Ciudad Juárez, el abuso contra los campesinos en San Salvador Atenco, la inundación con aguas negras en Chalco, la muerte de los mineros en Pasta de Conchos y tantas otras tragedias y abiertas corruptelas que han venido caracterizando el escenario nacional en los años recientes. La señora impunidad reina rebosante en el México de la alternancia.
No se trata, desde luego, de retornar a la época de la escenografía de las renuncias vacías. En el pasado, las dimisiones de los funcionarios no implicaban que enfrentaran sus responsabilidades penales o administrativas. Muchas veces la separación del cargo ni siquiera afectaba negativamente su carrera política, sino que implicaba el inicio de una nueva etapa de mayor presencia pública. Con las renuncias también se protegía al Presidente de la República de tener que exponerse ante el juicio ciudadano. Se ofrecían las cabezas de unos cuantos chivos expiatorios a cambio de la continuidad del sistema imperante.
Hoy habría que encontrar vías más efectivas y auténticas para llamar a cuentas a los altos funcionarios públicos. Las propuestas de Felipe Calderón (relección de legisladores y alcaldes, candidaturas independientes y segunda vuelta) definitivamente no atacan de raíz la grave crisis que se vive en la materia.
Afortunadamente, las iniciativas del Dia (Partido de la Revolución Democrática, Partido del Trabajo y Convergencia) y de los senadores del Partido Revolucionario Institucional (PRI) sí incluyen algunas propuestas que caminan en el sentido correcto. Una de las más importantes, compartidas por ambas iniciativas, es la dotación de autonomía plena al Ministerio Público.
Ya es hora de combatir la ineficacia y el burdo manejo político de esta institución. La iniciativa del Dia es particularmente contundente al respecto: El Ministerio Público, tal como se encuentra constituido en la actualidad, ha sido rebasado no solamente por el cada vez más grande fenómeno delincuencial, sino también por los profundos y arraigados vicios que le aquejan, tales como la excesiva burocratización, la falta de agilidad en la tramitación de averiguaciones previas, la falta de capacitación de sus agentes, la violación sistemática de los derechos humanos, así como la infiltración de grupos criminales.
Otra propuesta relevante en ambas iniciativas de la oposición es el fortalecimiento de la Auditoría Superior de la Federación (ASF). El PRI propone eliminar los principios de posterioridad y anualidad para el auditor, con el fin de agilizar su labor y permitir que acompañe más cercanamente al Congreso en su función de evaluar a los secretarios de Estado. El Dia va más lejos y propone consolidar la autonomía constitucional de la ASF y dotar al auditor con la facultad de ejercer directamente la acción penal y perseguir delitos en contra del erario ante los tribunales. Estas reformas podrían transformar radicalmente el sistema institucional para la rendición de cuentas y empezar a poner un alto a la impunidad tan corrosiva que actualmente impera en el país.
La ratificación del gabinete por el Poder Legislativo (PRI y Dia), junto con la moción de censura (PRI), el fortalecimiento de las comisiones de investigación del Congreso (Dia) y la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo por el Poder Legislativo (Dia), también tendrían el sano efecto de requilibrar la división de poderes y obligar a los secretarios de Estado a rendir cuentas y tener mejor desempeño. Asimismo, la figura de la revocación de mandato (Dia) pondría en manos de los ciudadanos un arma poderosa para que a los gobernantes nunca se les ocurra olvidar el texto del artículo 39 constitucional: la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo (...) el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.
Tal como ha sido el caso a lo largo de la transición política en México, una vez más las propuestas de reforma del Estado que realmente valen la pena surgen de la oposición. En lugar de promover ciegamente su decálogo de reformas cosméticas y con sesgos autoritarios, el gobierno federal y el Partido Acción Nacional deberían abrir los espacios para la discusión y aprobación de otras propuestas de mucho mayor calado que nos permitirían deshacernos de una vez por todas de la generación de la desfachatez que tanto se ha arraigado en el país.
Con admiración por la incansable lucha de las mujeres por la justicia
JOHN M. ACKERMAN
Durante el autoritarismo del régimen del partido de Estado, los ciudadanos ocasionalmente llegábamos a atestiguar la renuncia de uno que otro funcionario responsable de abusos de autoridad o actos de corrupción. Hoy ni siquiera estas victorias pírricas nos son permitidas. Aun cuando existe evidencia contundente de actos ilícitos o irregulares, los gobernadores o secretarios involucrados simplemente se niegan a dar la cara y continúan en el cargo como si nada hubiera ocurrido.
Mario Marín, Ulises Ruiz, Enrique Peña Nieto, Eduardo Bours, Juan Camilo Mouriño, Javier Lozano, Genaro García Luna, Fernando Gómez Mont y Juan Molinar Horcasitas son ejemplos conspicuos de esta nueva generación de la desfachatez, que sin duda ha hecho más daño al país que la imaginaria “generación del no”. Constituye una vergüenza internacional el hecho de que nadie ha tenido el valor de afrontar su responsabilidad por la muerte de los niños de Hermosillo, el asesinato de jóvenes y mujeres en Ciudad Juárez, el abuso contra los campesinos en San Salvador Atenco, la inundación con aguas negras en Chalco, la muerte de los mineros en Pasta de Conchos y tantas otras tragedias y abiertas corruptelas que han venido caracterizando el escenario nacional en los años recientes. La señora impunidad reina rebosante en el México de la alternancia.
No se trata, desde luego, de retornar a la época de la escenografía de las renuncias vacías. En el pasado, las dimisiones de los funcionarios no implicaban que enfrentaran sus responsabilidades penales o administrativas. Muchas veces la separación del cargo ni siquiera afectaba negativamente su carrera política, sino que implicaba el inicio de una nueva etapa de mayor presencia pública. Con las renuncias también se protegía al Presidente de la República de tener que exponerse ante el juicio ciudadano. Se ofrecían las cabezas de unos cuantos chivos expiatorios a cambio de la continuidad del sistema imperante.
Hoy habría que encontrar vías más efectivas y auténticas para llamar a cuentas a los altos funcionarios públicos. Las propuestas de Felipe Calderón (relección de legisladores y alcaldes, candidaturas independientes y segunda vuelta) definitivamente no atacan de raíz la grave crisis que se vive en la materia.
Afortunadamente, las iniciativas del Dia (Partido de la Revolución Democrática, Partido del Trabajo y Convergencia) y de los senadores del Partido Revolucionario Institucional (PRI) sí incluyen algunas propuestas que caminan en el sentido correcto. Una de las más importantes, compartidas por ambas iniciativas, es la dotación de autonomía plena al Ministerio Público.
Ya es hora de combatir la ineficacia y el burdo manejo político de esta institución. La iniciativa del Dia es particularmente contundente al respecto: El Ministerio Público, tal como se encuentra constituido en la actualidad, ha sido rebasado no solamente por el cada vez más grande fenómeno delincuencial, sino también por los profundos y arraigados vicios que le aquejan, tales como la excesiva burocratización, la falta de agilidad en la tramitación de averiguaciones previas, la falta de capacitación de sus agentes, la violación sistemática de los derechos humanos, así como la infiltración de grupos criminales.
Otra propuesta relevante en ambas iniciativas de la oposición es el fortalecimiento de la Auditoría Superior de la Federación (ASF). El PRI propone eliminar los principios de posterioridad y anualidad para el auditor, con el fin de agilizar su labor y permitir que acompañe más cercanamente al Congreso en su función de evaluar a los secretarios de Estado. El Dia va más lejos y propone consolidar la autonomía constitucional de la ASF y dotar al auditor con la facultad de ejercer directamente la acción penal y perseguir delitos en contra del erario ante los tribunales. Estas reformas podrían transformar radicalmente el sistema institucional para la rendición de cuentas y empezar a poner un alto a la impunidad tan corrosiva que actualmente impera en el país.
La ratificación del gabinete por el Poder Legislativo (PRI y Dia), junto con la moción de censura (PRI), el fortalecimiento de las comisiones de investigación del Congreso (Dia) y la aprobación del Plan Nacional de Desarrollo por el Poder Legislativo (Dia), también tendrían el sano efecto de requilibrar la división de poderes y obligar a los secretarios de Estado a rendir cuentas y tener mejor desempeño. Asimismo, la figura de la revocación de mandato (Dia) pondría en manos de los ciudadanos un arma poderosa para que a los gobernantes nunca se les ocurra olvidar el texto del artículo 39 constitucional: la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo (...) el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.
Tal como ha sido el caso a lo largo de la transición política en México, una vez más las propuestas de reforma del Estado que realmente valen la pena surgen de la oposición. En lugar de promover ciegamente su decálogo de reformas cosméticas y con sesgos autoritarios, el gobierno federal y el Partido Acción Nacional deberían abrir los espacios para la discusión y aprobación de otras propuestas de mucho mayor calado que nos permitirían deshacernos de una vez por todas de la generación de la desfachatez que tanto se ha arraigado en el país.
Con admiración por la incansable lucha de las mujeres por la justicia
Ciudadanos o vasallos
LEÓN BENDESKY
La condición de ciudadanos no es un regalo de nadie, es un derecho. Otra cosa es que sea efectivo más allá de las más esenciales formalidades. Sí, es cierto, podemos ir a las urnas y emitir un voto periódicamente. Después de eso, estamos prácticamente inermes ante la falta de rendición de cuentas y la impunidad reinantes.
Sí, es cierto, que gozamos de libertades consignadas en las leyes. Una de ellas, por ejemplo, el libre tránsito, que se extiende hasta donde dura el miedo a la inseguridad o hay que detenerse en los retenes policiacos y militares en muchas zonas del país. Sí, hay un derecho a la educación y a la salud, cada vez más precarios y de mala calidad. ¿Qué son, además de inútiles en un sentido práctico, los derechos que no se pueden ejercer?
Así podríamos revisar cada parte del catálogo de nuestra condición de ciudadanos. No es difícil: abra su ejemplar de la Constitución y mire el capítulo primero: De las garantías individuales, y el capítulo cuarto: De los ciudadanos mexicanos. Piense en lo que ahí dice y confróntelo con lo que nos pasa. El balance, me temo, es pobre, muy pobre.
La verdad es que no somos ciudadanos de una república moderna, como se repite en discursos que conmemoran las efemérides nacionales, como se ofrece en las campañas políticas o en declaraciones de legisladores, jueces y funcionarios públicos.
En ocasiones nos aproximamos a la situación de vasallos. Parecemos mujeres y hombres formalmente libres, pero que mantenemos relaciones de subordinación ante la autoridad que conferimos a otros mediante un mandato –democrático– que no cumplen y que no podemos exigir que lo hagan.
Como ciudadanos estamos mutilados y el sistema político que sustenta esta condición se debilita de modo constante. El asunto más reciente de las alianzas electorales y los compromisos entre partidos para conseguir aprobar leyes es sólo uno más de los casos de vasallaje que predominan en las relaciones de poder entre quienes gobiernan, hacen leyes y deben procurar la justicia.
Se propone, otra vez, la necesidad de una reforma política. Pero ante los hechos parecería que ésta sólo puede empezar con la reforma de la legislación sobre los mismos partidos políticos: lo que pueden hacer, cómo pueden hacerlo y su financiamiento.
Los expertos señalan que la democracia requiere de partidos por diversas razones técnicas y de interrelaciones sociales. Sea así, admitámoslo, y en seguida aceptemos también que lo que hoy tenemos es ya totalmente disfuncional para los intereses que están más allá de los que controlan esos mismos aparatos y las redes de poder que establecen. Ninguno de ellos pasa las pruebas más simples de la esencia de la democracia ni en su interior y, mucho menos, en términos de las exigencias de esta sociedad.
Y de ser así, quién tiene el menor incentivo entonces para reformar la existencia y funcionamiento de los partidos en un entorno democrático. La respuesta es inmediata, nadie. Puede seguirse, pues, que cualquier reforma política que surja de los arreglos vigentes no puede aspirar más que a un reacomodo de los mismos que la formularán y la votarán en el Congreso. Los ciudadanos volverán a ser forzados a aceptar un pacto de vasallaje. El problema, o más bien, el conflicto que enfrentamos es cómo romper este nudo gordiano.
Claro que ningún sistema político de naturaleza democrática es perfecto. Las dictaduras tampoco, o es que no hemos aprendido nada. No se trata de eso. Ni los ciudadanos ni los vasallos son ingenuos, responden a condiciones cimentadas en intereses y el ejercicio del poder; ético, coercitivo o como sea.
La crisis política del país es cada vez más evidente. Esta mitad de sexenio no puede hacerla más clara. De todos lados se contribuye a ella y los personajes siguen siendo los mismos y los arreglos institucionales han caducado. Hasta en Hollywood hay más rotación de estrellas, las top model cambian con más frecuencia; entre los grandes jonroneros en el béisbol surgen nuevos cañoneros.
La condición de ciudadanos mantenida en su esencia formal puede ser motivo de orgullo, también fuente de crispación. Es un Estado político sin suficientes expresiones prácticas y en persistente debilitamiento, lo que no puede sino agravar el magullado contrato social que nos rige. Lo hace con menor efectividad y de él se derivan rentas que se apropian de manera particular y costos que se cargan de modo colectivo.
Si la credencial de elector sirve para seguir yendo a votar en estas condiciones, debo solicitar al doctor Leonardo Valdez, del IFE, que se cancele mi nombre del registro correspondiente. Si sirve además para identificarme en el banco, solicito al doctor Guillermo Babatz, de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que elimine tal requisito y que pueda hacer valer mi identidad de otra forma. Si sirve para que me dejen entrar a un edificio que requiere seguridad por el miedo existente, dicha credencial puede sustituirse por alguna otra, ya discutiré yo con el guardia de turno.
LEÓN BENDESKY
La condición de ciudadanos no es un regalo de nadie, es un derecho. Otra cosa es que sea efectivo más allá de las más esenciales formalidades. Sí, es cierto, podemos ir a las urnas y emitir un voto periódicamente. Después de eso, estamos prácticamente inermes ante la falta de rendición de cuentas y la impunidad reinantes.
Sí, es cierto, que gozamos de libertades consignadas en las leyes. Una de ellas, por ejemplo, el libre tránsito, que se extiende hasta donde dura el miedo a la inseguridad o hay que detenerse en los retenes policiacos y militares en muchas zonas del país. Sí, hay un derecho a la educación y a la salud, cada vez más precarios y de mala calidad. ¿Qué son, además de inútiles en un sentido práctico, los derechos que no se pueden ejercer?
Así podríamos revisar cada parte del catálogo de nuestra condición de ciudadanos. No es difícil: abra su ejemplar de la Constitución y mire el capítulo primero: De las garantías individuales, y el capítulo cuarto: De los ciudadanos mexicanos. Piense en lo que ahí dice y confróntelo con lo que nos pasa. El balance, me temo, es pobre, muy pobre.
La verdad es que no somos ciudadanos de una república moderna, como se repite en discursos que conmemoran las efemérides nacionales, como se ofrece en las campañas políticas o en declaraciones de legisladores, jueces y funcionarios públicos.
En ocasiones nos aproximamos a la situación de vasallos. Parecemos mujeres y hombres formalmente libres, pero que mantenemos relaciones de subordinación ante la autoridad que conferimos a otros mediante un mandato –democrático– que no cumplen y que no podemos exigir que lo hagan.
Como ciudadanos estamos mutilados y el sistema político que sustenta esta condición se debilita de modo constante. El asunto más reciente de las alianzas electorales y los compromisos entre partidos para conseguir aprobar leyes es sólo uno más de los casos de vasallaje que predominan en las relaciones de poder entre quienes gobiernan, hacen leyes y deben procurar la justicia.
Se propone, otra vez, la necesidad de una reforma política. Pero ante los hechos parecería que ésta sólo puede empezar con la reforma de la legislación sobre los mismos partidos políticos: lo que pueden hacer, cómo pueden hacerlo y su financiamiento.
Los expertos señalan que la democracia requiere de partidos por diversas razones técnicas y de interrelaciones sociales. Sea así, admitámoslo, y en seguida aceptemos también que lo que hoy tenemos es ya totalmente disfuncional para los intereses que están más allá de los que controlan esos mismos aparatos y las redes de poder que establecen. Ninguno de ellos pasa las pruebas más simples de la esencia de la democracia ni en su interior y, mucho menos, en términos de las exigencias de esta sociedad.
Y de ser así, quién tiene el menor incentivo entonces para reformar la existencia y funcionamiento de los partidos en un entorno democrático. La respuesta es inmediata, nadie. Puede seguirse, pues, que cualquier reforma política que surja de los arreglos vigentes no puede aspirar más que a un reacomodo de los mismos que la formularán y la votarán en el Congreso. Los ciudadanos volverán a ser forzados a aceptar un pacto de vasallaje. El problema, o más bien, el conflicto que enfrentamos es cómo romper este nudo gordiano.
Claro que ningún sistema político de naturaleza democrática es perfecto. Las dictaduras tampoco, o es que no hemos aprendido nada. No se trata de eso. Ni los ciudadanos ni los vasallos son ingenuos, responden a condiciones cimentadas en intereses y el ejercicio del poder; ético, coercitivo o como sea.
La crisis política del país es cada vez más evidente. Esta mitad de sexenio no puede hacerla más clara. De todos lados se contribuye a ella y los personajes siguen siendo los mismos y los arreglos institucionales han caducado. Hasta en Hollywood hay más rotación de estrellas, las top model cambian con más frecuencia; entre los grandes jonroneros en el béisbol surgen nuevos cañoneros.
La condición de ciudadanos mantenida en su esencia formal puede ser motivo de orgullo, también fuente de crispación. Es un Estado político sin suficientes expresiones prácticas y en persistente debilitamiento, lo que no puede sino agravar el magullado contrato social que nos rige. Lo hace con menor efectividad y de él se derivan rentas que se apropian de manera particular y costos que se cargan de modo colectivo.
Si la credencial de elector sirve para seguir yendo a votar en estas condiciones, debo solicitar al doctor Leonardo Valdez, del IFE, que se cancele mi nombre del registro correspondiente. Si sirve además para identificarme en el banco, solicito al doctor Guillermo Babatz, de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que elimine tal requisito y que pueda hacer valer mi identidad de otra forma. Si sirve para que me dejen entrar a un edificio que requiere seguridad por el miedo existente, dicha credencial puede sustituirse por alguna otra, ya discutiré yo con el guardia de turno.
Militares, la discordia
Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO, DF., 7 de marzo (apro).- Las Fuerzas Armadas son cada vez más motivo de confrontación en la sociedad mexicana.
Esa es una de las consecuencias de la decisión de Felipe Calderón de convertirlas en pivote de su “estrategia” contra el narcotráfico.
Lejos de controlar el problema, desataron la discordia. En los tres años del gobierno de Calderón, sectores cada vez más amplios han ido construyendo la certeza de que los militares, en particular el Ejército, se han convertido en los principales violadores de derechos humanos.
Para los sectores oficiales y oficiosos, por el contrario, además de imprescindibles, sólo cumplen institucionalmente las funciones policiales que les asignó Calderón. Y si hay abusos a la dignidad humana sólo se explican como “daños colaterales”.
La semana pasada dejó ver con claridad el desacuerdo. El jueves 4, la fracción del Partido del Trabajo (PT) en la Cámara de Diputados organizó un encuentro que mostró el deteriorado estado en que se encuentran las relaciones cívico militares en México.
La demostración de esa situación no fue tanto por lo que dijeron los ponentes, sino por el desorden y enojo que provocó el inicio del simposio “Fuerzas Armadas, justicia y respeto a los derechos humanos: hacia una reforma legislativa del fuero militar”.
El moderador, que no lo fue, el diputado petista Enrique Ibarra, fue incapaz de encausar las inconformidades que entre los asistentes provocaron los participantes.
No hubo diálogo posible y naufragó, en ese foro, lo que debe ser una de las discusiones centrales del país: cómo controlar a los militares en democracia, sobre todo en el caso de México, donde el Ejército fue el constructor y por más de tres décadas –desde la posrevolución hasta 1946–, conductor del régimen autoritario del PRI.
Con las propuestas que envió al Senado para reformar la Ley de Seguridad Nacional, Calderón lo único que pretende es proteger a los militares por las consecuencias de su participación en las tareas en que los embarcó.
Ni por accidente, apunta hacia la adecuación del Ejército al siglo XXI, en el que temas como el fuero militar aplicado para civiles prácticamente desapareció del mundo.
El mismo día 4, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez abonó en la documentación sobre los efectos de la actuación de los militares en lo que va del sexenio.
Presentó su informe “Sociedad amenazada. Violencia e impunidad, rostros del México actual”, cuyo capítulo dedicado a la actuación del Ejército presentó de forma sistematizada los abusos cometidos por militares en los dos primeros años y medio del sexenio.
Aunque limitada por tratarse de un seguimiento de lo que publica la prensa, y precisamente por eso, la información es contundente: los abusos militares se incrementaron en 472%.
En la mayoría de los casos se trata de cateos y allanamientos ilegales, pero desde luego está la agresión física y, más grave, la tortura y muerte. Esas acciones han dejado, por lo menos, 561 personas lesionadas y ocho muertas.
Las cifras, desde luego, pueden ser mayores, pues recogen sólo lo que algunos medios de información han podido publicar. El problema no acaba ahí, como lo anota el informe, sino que se prolonga por la impunidad garantizada que significa la aplicación de la jurisdicción militar en estos casos, en especial los de privación ilegal de la libertad y de la vida.
Entre quienes rechazan ese tipo de revisiones al Ejército, destaca, paradójicamente, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Así lo demostró su presidente, Raúl Plascencia, el viernes 5, cuando dio su primer informe.
En su discurso, pronunciado ante Calderón, apenas y mencionó que el Ejército figura entre las primeras instituciones en el número de quejas por violaciones a los derechos humanos en todo el país.
Nada nuevo, así ha ocurrido en todo el gobierno calderonista. Plascencia resultó peor que su antecesor, José Luis Soberanes, que ya es decir mucho. El nuevo burócrata de la CNDH contribuye así a la discordia.
Lo dicho: los daños de la “estrategia” contra el narcotráfico no son para Calderón, que se irá en menos de tres años, sino para el Ejército, que ha refrendado su imagen como protector sistemático de las violaciones a los derechos humanos cometidas por sus integrantes. Y eso, seguirá provocando más división en la sociedad.
Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO, DF., 7 de marzo (apro).- Las Fuerzas Armadas son cada vez más motivo de confrontación en la sociedad mexicana.
Esa es una de las consecuencias de la decisión de Felipe Calderón de convertirlas en pivote de su “estrategia” contra el narcotráfico.
Lejos de controlar el problema, desataron la discordia. En los tres años del gobierno de Calderón, sectores cada vez más amplios han ido construyendo la certeza de que los militares, en particular el Ejército, se han convertido en los principales violadores de derechos humanos.
Para los sectores oficiales y oficiosos, por el contrario, además de imprescindibles, sólo cumplen institucionalmente las funciones policiales que les asignó Calderón. Y si hay abusos a la dignidad humana sólo se explican como “daños colaterales”.
La semana pasada dejó ver con claridad el desacuerdo. El jueves 4, la fracción del Partido del Trabajo (PT) en la Cámara de Diputados organizó un encuentro que mostró el deteriorado estado en que se encuentran las relaciones cívico militares en México.
La demostración de esa situación no fue tanto por lo que dijeron los ponentes, sino por el desorden y enojo que provocó el inicio del simposio “Fuerzas Armadas, justicia y respeto a los derechos humanos: hacia una reforma legislativa del fuero militar”.
El moderador, que no lo fue, el diputado petista Enrique Ibarra, fue incapaz de encausar las inconformidades que entre los asistentes provocaron los participantes.
No hubo diálogo posible y naufragó, en ese foro, lo que debe ser una de las discusiones centrales del país: cómo controlar a los militares en democracia, sobre todo en el caso de México, donde el Ejército fue el constructor y por más de tres décadas –desde la posrevolución hasta 1946–, conductor del régimen autoritario del PRI.
Con las propuestas que envió al Senado para reformar la Ley de Seguridad Nacional, Calderón lo único que pretende es proteger a los militares por las consecuencias de su participación en las tareas en que los embarcó.
Ni por accidente, apunta hacia la adecuación del Ejército al siglo XXI, en el que temas como el fuero militar aplicado para civiles prácticamente desapareció del mundo.
El mismo día 4, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez abonó en la documentación sobre los efectos de la actuación de los militares en lo que va del sexenio.
Presentó su informe “Sociedad amenazada. Violencia e impunidad, rostros del México actual”, cuyo capítulo dedicado a la actuación del Ejército presentó de forma sistematizada los abusos cometidos por militares en los dos primeros años y medio del sexenio.
Aunque limitada por tratarse de un seguimiento de lo que publica la prensa, y precisamente por eso, la información es contundente: los abusos militares se incrementaron en 472%.
En la mayoría de los casos se trata de cateos y allanamientos ilegales, pero desde luego está la agresión física y, más grave, la tortura y muerte. Esas acciones han dejado, por lo menos, 561 personas lesionadas y ocho muertas.
Las cifras, desde luego, pueden ser mayores, pues recogen sólo lo que algunos medios de información han podido publicar. El problema no acaba ahí, como lo anota el informe, sino que se prolonga por la impunidad garantizada que significa la aplicación de la jurisdicción militar en estos casos, en especial los de privación ilegal de la libertad y de la vida.
Entre quienes rechazan ese tipo de revisiones al Ejército, destaca, paradójicamente, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Así lo demostró su presidente, Raúl Plascencia, el viernes 5, cuando dio su primer informe.
En su discurso, pronunciado ante Calderón, apenas y mencionó que el Ejército figura entre las primeras instituciones en el número de quejas por violaciones a los derechos humanos en todo el país.
Nada nuevo, así ha ocurrido en todo el gobierno calderonista. Plascencia resultó peor que su antecesor, José Luis Soberanes, que ya es decir mucho. El nuevo burócrata de la CNDH contribuye así a la discordia.
Lo dicho: los daños de la “estrategia” contra el narcotráfico no son para Calderón, que se irá en menos de tres años, sino para el Ejército, que ha refrendado su imagen como protector sistemático de las violaciones a los derechos humanos cometidas por sus integrantes. Y eso, seguirá provocando más división en la sociedad.