OTRA POSIBILIDAD
24 may 2010
Diego desaparecido, un acto de venganza
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 23 de mayo.- Hasta ya avanzado el jueves 20, hora de escribir esta columna, el público carecía de información sobre el paradero y la suerte de Diego Fernández de Cevallos, desaparecido entre la noche del viernes 14 y la madrugada del sábado 15. Conforme han transcurrido los días, algunas de las conjeturas iniciales han ido perdiendo sustento y surgen otras, como la que ahora planteo aquí. Antes de hacerlo no puedo sustraerme a la tentación de recordar el secuestro padecido en diciembre de 1997 por Fernando Gutiérrez Barrios, que oficialmente jamás existió. No se denunció ante el Ministerio Público y su víctima jamás se refirió al acontecimiento.
Ese año había sido terrible para el presidente Zedillo y para el sistema político mexicano, y cuando ocurrió la desaparición del antiguo zar de la seguridad nacional aún faltaba la terrible matanza de Acteal, que ocurriría una semana después de la terminación del secuestro del exsecretario de Gobernación, el 22 de diciembre.
En las elecciones de julio el PRI había perdido la mayoría en la Cámara de Diputados, hecho funesto para ese partido, que anunciaba su descomposición. El Partido de la Revolución Democrática, dirigido por Andrés Manuel López Obrador, había conseguido formar la segunda bancada más numerosa en San Lázaro, después de la disminuida fracción priista y, como cereza en el pastel, había hecho triunfar al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, convertido de esa guisa en el primer jefe de Gobierno del Distrito Federal elegido por voto popular.
Aunque por el rescate de Gutiérrez Barrios se pagaron seis millones y medio de dólares (un descuento de tres y medio respecto de los diez inicialmente pedidos por los secuestradores) no quedó claro que necesariamente fuera un secuestro mercenario. Quizá persiguió varios fines: unos concernientes a las antiguas tareas de la víctima, por años al frente de la policía política y de las acciones de seguridad nacional; otros relacionados con sus nexos con la política veracruzana y la escisión del PRI que allí se incubaba (Dante Delgado fue puesto en prisión al año siguiente por Patricio Chirinos y Miguel Ángel Yunes) o quizá se trataba de un ajuste de cuentas por los muchos daños que el exgobernador de Veracruz infligió a tanta gente. Y de paso obtener una fortuna.
Algo semejante parece estar ocurriendo con Diego. Su familia conjetura, quizá porque posee indicios que no ha hecho públicos, que se trata de un secuestro que se resuelve con dinero. Por eso llamó a los captores a comunicarse, para negociar. El EPR avisó que no es el autor de la desaparición y con eso desmontó casi por entero (porque otros grupos pudieron hacerlo) la conjetura de que una organización guerrillera estuviera presente en el caso. Y ante la CNN el presidente Calderón, que tuvo que cargar en España y en Washington el baldón de que su gobierno no puede garantizar la seguridad ni siquiera de los encumbrados más cercanos, excluyó al narcotráfico, porque sus jefes mandan mensajes por otras vías, expresión equívoca que sugirió que hay un puente de comunicación con la delincuencia organizada.
Por mi parte, al excluir que se trate de un secuestro mercenario (entre otras cosas porque era más sencillo plagiar a un miembro de la familia de Fernández de Cevallos a fin de que él pudiera encargarse del pago y no tener que dar instrucciones para hacerlo desde su cautiverio), calculé posible que lo hubiera emprendido algún grupo relacionado con la seguridad pública o la seguridad nacional, en la lógica con que operan muchas policías a lo largo de la historia (crear un problema para resolverlo y así mostrar su necesidad, su eficacia y su lealtad). La hipótesis se validaría si la localización y el rescate del eminente panista ocurriera mientras el presidente Calderón estaba en Estados Unidos, para que pudiera gloriarse del resultado (con cuya génesis no lo ligó mi formulación). Y, por supuesto, se diluyó conforme los días pasaron sin que apareciera Diego.
Necesitado de una nueva explicación, traje a mano mi reciente lectura del libro de José Reveles sobre los Beltrán Leyva, El cártel incómodo. El subtítulo de la obra es El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del Chapo Guzmán. Una de las bases de sustentación del libro es dar por supuesto un acuerdo entre el gobierno federal y el cártel del Pacífico, suposición que no carece de fundamento y de exponentes. Un panista notable, el todavía diputado Manuel Clouthier Carrillo, denunció ese eventual arreglo desde el conocimiento que le proporciona su vivencia cotidiana como director del principal periódico sinaloense. Y fue también una de las líneas de argumentación del reportaje que en dos partes presentó durante la estancia de Calderón en Washington la cadena de radio pública estadunidense.
Como parte de ese presunto acuerdo, el gobierno desarticularía a la banda de los Beltrán Leyva, antaño asociados a Guzmán Loera y convertidos en sus crueles enemigos. Independientemente de una motivación así, lo cierto es que esa parte de la mafia de la delincuencia organizada sí ha resultado especialmente golpeada, y que uno de los lances finales, el de diciembre del año pasado, que concluyó con su muerte, fue una especie de ejecución de Arturo Beltrán Leyva, el jefe del clan, y la exhibición vejatoria de su cadáver, tapizado de dólares.
Los restos de la banda, a cuya cabeza habría quedado Héctor, habrían emprendido actos de violencia ya no utilitarios sino surgidos de un acusado ánimo de venganza. Habrían comenzado con el asesinato de los familiares de un oficial de la Marina muerto en la acción de Cuernavaca. Se trataría de mostrar así que aunque fuera por esa vía, indirecta e innecesaria, la Armada de México pagaría la muerte de El Barbas, como se apodaba a Arturo Beltrán Leyva.
Me pregunto entonces si en la desesperación de su acorralamiento, como coletazo de ballena herida, Héctor Beltrán Leyva resolvió alzar la mira y apuntar cerca del cogollo del Estado. Aunque no pertenece directamente al gobierno panista, Fernández de Cevallos ejerce influencia de tal magnitud sobre él que el secretario de Gobernación y el procurador general de la República han sido parte de su entorno político, profesional y personal. De alguna manera lo representan. Y al inferirle un daño, del alcance y naturaleza que resulte, se estaría el clan agónico cobrando las acciones que lo han puesto en esa situación.
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 23 de mayo.- Hasta ya avanzado el jueves 20, hora de escribir esta columna, el público carecía de información sobre el paradero y la suerte de Diego Fernández de Cevallos, desaparecido entre la noche del viernes 14 y la madrugada del sábado 15. Conforme han transcurrido los días, algunas de las conjeturas iniciales han ido perdiendo sustento y surgen otras, como la que ahora planteo aquí. Antes de hacerlo no puedo sustraerme a la tentación de recordar el secuestro padecido en diciembre de 1997 por Fernando Gutiérrez Barrios, que oficialmente jamás existió. No se denunció ante el Ministerio Público y su víctima jamás se refirió al acontecimiento.
Ese año había sido terrible para el presidente Zedillo y para el sistema político mexicano, y cuando ocurrió la desaparición del antiguo zar de la seguridad nacional aún faltaba la terrible matanza de Acteal, que ocurriría una semana después de la terminación del secuestro del exsecretario de Gobernación, el 22 de diciembre.
En las elecciones de julio el PRI había perdido la mayoría en la Cámara de Diputados, hecho funesto para ese partido, que anunciaba su descomposición. El Partido de la Revolución Democrática, dirigido por Andrés Manuel López Obrador, había conseguido formar la segunda bancada más numerosa en San Lázaro, después de la disminuida fracción priista y, como cereza en el pastel, había hecho triunfar al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, convertido de esa guisa en el primer jefe de Gobierno del Distrito Federal elegido por voto popular.
Aunque por el rescate de Gutiérrez Barrios se pagaron seis millones y medio de dólares (un descuento de tres y medio respecto de los diez inicialmente pedidos por los secuestradores) no quedó claro que necesariamente fuera un secuestro mercenario. Quizá persiguió varios fines: unos concernientes a las antiguas tareas de la víctima, por años al frente de la policía política y de las acciones de seguridad nacional; otros relacionados con sus nexos con la política veracruzana y la escisión del PRI que allí se incubaba (Dante Delgado fue puesto en prisión al año siguiente por Patricio Chirinos y Miguel Ángel Yunes) o quizá se trataba de un ajuste de cuentas por los muchos daños que el exgobernador de Veracruz infligió a tanta gente. Y de paso obtener una fortuna.
Algo semejante parece estar ocurriendo con Diego. Su familia conjetura, quizá porque posee indicios que no ha hecho públicos, que se trata de un secuestro que se resuelve con dinero. Por eso llamó a los captores a comunicarse, para negociar. El EPR avisó que no es el autor de la desaparición y con eso desmontó casi por entero (porque otros grupos pudieron hacerlo) la conjetura de que una organización guerrillera estuviera presente en el caso. Y ante la CNN el presidente Calderón, que tuvo que cargar en España y en Washington el baldón de que su gobierno no puede garantizar la seguridad ni siquiera de los encumbrados más cercanos, excluyó al narcotráfico, porque sus jefes mandan mensajes por otras vías, expresión equívoca que sugirió que hay un puente de comunicación con la delincuencia organizada.
Por mi parte, al excluir que se trate de un secuestro mercenario (entre otras cosas porque era más sencillo plagiar a un miembro de la familia de Fernández de Cevallos a fin de que él pudiera encargarse del pago y no tener que dar instrucciones para hacerlo desde su cautiverio), calculé posible que lo hubiera emprendido algún grupo relacionado con la seguridad pública o la seguridad nacional, en la lógica con que operan muchas policías a lo largo de la historia (crear un problema para resolverlo y así mostrar su necesidad, su eficacia y su lealtad). La hipótesis se validaría si la localización y el rescate del eminente panista ocurriera mientras el presidente Calderón estaba en Estados Unidos, para que pudiera gloriarse del resultado (con cuya génesis no lo ligó mi formulación). Y, por supuesto, se diluyó conforme los días pasaron sin que apareciera Diego.
Necesitado de una nueva explicación, traje a mano mi reciente lectura del libro de José Reveles sobre los Beltrán Leyva, El cártel incómodo. El subtítulo de la obra es El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del Chapo Guzmán. Una de las bases de sustentación del libro es dar por supuesto un acuerdo entre el gobierno federal y el cártel del Pacífico, suposición que no carece de fundamento y de exponentes. Un panista notable, el todavía diputado Manuel Clouthier Carrillo, denunció ese eventual arreglo desde el conocimiento que le proporciona su vivencia cotidiana como director del principal periódico sinaloense. Y fue también una de las líneas de argumentación del reportaje que en dos partes presentó durante la estancia de Calderón en Washington la cadena de radio pública estadunidense.
Como parte de ese presunto acuerdo, el gobierno desarticularía a la banda de los Beltrán Leyva, antaño asociados a Guzmán Loera y convertidos en sus crueles enemigos. Independientemente de una motivación así, lo cierto es que esa parte de la mafia de la delincuencia organizada sí ha resultado especialmente golpeada, y que uno de los lances finales, el de diciembre del año pasado, que concluyó con su muerte, fue una especie de ejecución de Arturo Beltrán Leyva, el jefe del clan, y la exhibición vejatoria de su cadáver, tapizado de dólares.
Los restos de la banda, a cuya cabeza habría quedado Héctor, habrían emprendido actos de violencia ya no utilitarios sino surgidos de un acusado ánimo de venganza. Habrían comenzado con el asesinato de los familiares de un oficial de la Marina muerto en la acción de Cuernavaca. Se trataría de mostrar así que aunque fuera por esa vía, indirecta e innecesaria, la Armada de México pagaría la muerte de El Barbas, como se apodaba a Arturo Beltrán Leyva.
Me pregunto entonces si en la desesperación de su acorralamiento, como coletazo de ballena herida, Héctor Beltrán Leyva resolvió alzar la mira y apuntar cerca del cogollo del Estado. Aunque no pertenece directamente al gobierno panista, Fernández de Cevallos ejerce influencia de tal magnitud sobre él que el secretario de Gobernación y el procurador general de la República han sido parte de su entorno político, profesional y personal. De alguna manera lo representan. Y al inferirle un daño, del alcance y naturaleza que resulte, se estaría el clan agónico cobrando las acciones que lo han puesto en esa situación.
Violencia y desgobierno
Jesusa Cervantes
MEXICO, D.F., 21 de mayo (apro).- Embriagado aún por los aplausos que arrancó a demócratas estadunidenses, Felipe Calderón hubo de volver a su realidad.
A la realidad de la violencia que se vive en México; al ajuste de cuentas entre bandas del narcotráfico; al mundo de las cabezas rodantes de los traidores; de los asesinatos de dirigentes indígenas en Oaxaca; de los políticos priistas asesinados... de los políticos panistas secuestrados y, por si fuera poco, de la burla del Ejército y sus generales “condecorados”.
Felipe Calderón recibía “medallitas” de reconocimiento en España, mientras los mexicanos seguíamos viviendo las consecuencias de su desgobierno y la descomposición del país, que ya pega, y pega duro, a los reconocidos militantes de su partido.
Durante su gira por España, Calderón se veía atribulado, tan acabado como cuando murió su secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Pasaban los días y su discurso seguía siendo tan hueco y tan falto de sintonía con lo que ocurría en el país, que difícilmente algún mexicano pudo sentir tranquilidad ante los acontecimientos.
A medida que fueron transcurriendo sus meses en el poder, un gran sector de la población ha ido viendo y viviendo en carne propia la muerte que genera el desgobierno y la descomposición de la sociedad.
Esta inseguridad con la que conviven los mexicanos parecía no alcanzar a los políticos, a las grandes figuras de la política.
La escalda de inseguridad y violencia parecen no tener vuelta atrás. Hace menos de 15 días, en Valle Hermoso, Tamaulipas, el candidato a presidente municipal por el Partido Acción Nacional, Mario Guajardo Varela, fue asesinado junto con su hijo. Detrás de ellos quedaron los civiles muertos, llamados “daños colaterales” que ha generado la “guerra” de Calderón con el narcotráfico.
También hace menos de un mes, en San Juan Copala, municipio de Oaxaca, donde vive la comunidad trique, fue emboscada una caravana humanitaria de organizaciones nacionales e internacionales, con el saldo de un extranjero y una mexicana muertos.
Hace apenas dos días, en esa misma comunidad, el líder indígena trique y su esposa fueron asesinados.
El candidato a regidor por el PRI en el municipio de Calera, Zacatecas, Joel Arteaga Vázquez, fue encontrado muerto con tres impactos de bala.
El sábado 15 de mayo, en Chihuahua, tres camionetas del candidato del PRI a la gubernatura, César Duarte, fueron rafageadas por un militar, quien “accidentalmente” disparó su arma. Hace un par de días uno de sus brigadistas políticos, Jorge Ortega Ortega, fue ejecutado por un comando.
Todo esto sin contar con los granadazos en las oficinas de la policía de Nuevo León, la desaparición de federales o los constantes enfrentamientos entre sicarios y militares en diversas partes del país.
A esta realidad de violencia e inseguridad es a la que regresó el siempre ausente de Felipe Calderón, quien ahora, ya sin poder evadirse, deberá dar la cara y una explicación sobre la desaparición del panista Diego Fernández de Cevallos, quien fue privado de su libertad justo un día antes de que el encargado del Ejecutivo federal surcara los aires para ser ovacionado, mientras en su país es repudiado por muchos.
Calderón deberá dar la cara ante estos hechos, pues el silencio no hará olvidar ni ignorar, sino acrecentar más la incertidumbre, el coraje e indignación de muchos mexicanos, quienes ahora se están dando cuenta de que, efectivamente, el crimen organizado no tiene límites y que la descomposición que se vive en el país no sólo tiene como saldo de los “daños colaterales” a desconocidos… también a reconocidos políticos, a los políticos emanados del mismo partido que el del “Presidente”.
Calderón ha tenido que regresar a la realidad que ya no puede seguir evadiendo, a esa realidad donde, en un acto que parece ser no sólo de atrevimiento, sino también de burla y humillación, se atenta contra un miembro del Ejército, del mismo Ejército que enfrenta “la guerra” que el mismo Calderón declaró contra el crimen organizado.
El Ejecutivo federal ha regresado al país, donde fácilmente alguien se acercó, sacó su arma y atentó contra el “multicondecorado” general del Ejército, Mario Arturo Acosta Chaparro, un hombre acusado de tener vínculos con el narcotráfico y haber encabezado la persecución y asesinato de líderes sociales y guerrilleros durante la llamada “guerra sucia” de los años setentas.
Al hombre de hierro, al implacable Acosta Chaparro y actual asesor de la Secretaría de la Defensa Nacional para combatir el crimen organizado, logró llegar un desconocido y atacarlo, justo en momentos en que la especie sobre su participación en el esclarecimiento de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos empezó a tomar más fuerza.
A esta realidad llegó Calderón, a la realidad donde el crimen no tiene límites.
Apenas el pasado fin de semana, en España, Calderón aseguró que México no era Colombia. Dijo que el crimen organizado secuestró al Poder Judicial y mató a un candidato presidencial, a políticos, y en México eso no ocurre.
¿Qué tan seguro está Calderón de que eso no ocurrirá o que eso no ocurre en México? Alguien tiene que informarle a quien se dice Presidente de México, qué es lo que pasa; cuál es la realidad que se está viviendo en este país; alguien tiene que sacar de ese embelesamiento a Calderón… aunque, ¿servirá eso de algo?
Quizá no, pero por lo menos, la población sí está informada y ahora más que nunca, con el ataque al general Acosta Chaparro y la desaparición de Fernández de Cevallos, sabe que nadie esta a salvo, nadie mientras este tipo de gobierno continúe al frente del país.
Jesusa Cervantes
MEXICO, D.F., 21 de mayo (apro).- Embriagado aún por los aplausos que arrancó a demócratas estadunidenses, Felipe Calderón hubo de volver a su realidad.
A la realidad de la violencia que se vive en México; al ajuste de cuentas entre bandas del narcotráfico; al mundo de las cabezas rodantes de los traidores; de los asesinatos de dirigentes indígenas en Oaxaca; de los políticos priistas asesinados... de los políticos panistas secuestrados y, por si fuera poco, de la burla del Ejército y sus generales “condecorados”.
Felipe Calderón recibía “medallitas” de reconocimiento en España, mientras los mexicanos seguíamos viviendo las consecuencias de su desgobierno y la descomposición del país, que ya pega, y pega duro, a los reconocidos militantes de su partido.
Durante su gira por España, Calderón se veía atribulado, tan acabado como cuando murió su secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Pasaban los días y su discurso seguía siendo tan hueco y tan falto de sintonía con lo que ocurría en el país, que difícilmente algún mexicano pudo sentir tranquilidad ante los acontecimientos.
A medida que fueron transcurriendo sus meses en el poder, un gran sector de la población ha ido viendo y viviendo en carne propia la muerte que genera el desgobierno y la descomposición de la sociedad.
Esta inseguridad con la que conviven los mexicanos parecía no alcanzar a los políticos, a las grandes figuras de la política.
La escalda de inseguridad y violencia parecen no tener vuelta atrás. Hace menos de 15 días, en Valle Hermoso, Tamaulipas, el candidato a presidente municipal por el Partido Acción Nacional, Mario Guajardo Varela, fue asesinado junto con su hijo. Detrás de ellos quedaron los civiles muertos, llamados “daños colaterales” que ha generado la “guerra” de Calderón con el narcotráfico.
También hace menos de un mes, en San Juan Copala, municipio de Oaxaca, donde vive la comunidad trique, fue emboscada una caravana humanitaria de organizaciones nacionales e internacionales, con el saldo de un extranjero y una mexicana muertos.
Hace apenas dos días, en esa misma comunidad, el líder indígena trique y su esposa fueron asesinados.
El candidato a regidor por el PRI en el municipio de Calera, Zacatecas, Joel Arteaga Vázquez, fue encontrado muerto con tres impactos de bala.
El sábado 15 de mayo, en Chihuahua, tres camionetas del candidato del PRI a la gubernatura, César Duarte, fueron rafageadas por un militar, quien “accidentalmente” disparó su arma. Hace un par de días uno de sus brigadistas políticos, Jorge Ortega Ortega, fue ejecutado por un comando.
Todo esto sin contar con los granadazos en las oficinas de la policía de Nuevo León, la desaparición de federales o los constantes enfrentamientos entre sicarios y militares en diversas partes del país.
A esta realidad de violencia e inseguridad es a la que regresó el siempre ausente de Felipe Calderón, quien ahora, ya sin poder evadirse, deberá dar la cara y una explicación sobre la desaparición del panista Diego Fernández de Cevallos, quien fue privado de su libertad justo un día antes de que el encargado del Ejecutivo federal surcara los aires para ser ovacionado, mientras en su país es repudiado por muchos.
Calderón deberá dar la cara ante estos hechos, pues el silencio no hará olvidar ni ignorar, sino acrecentar más la incertidumbre, el coraje e indignación de muchos mexicanos, quienes ahora se están dando cuenta de que, efectivamente, el crimen organizado no tiene límites y que la descomposición que se vive en el país no sólo tiene como saldo de los “daños colaterales” a desconocidos… también a reconocidos políticos, a los políticos emanados del mismo partido que el del “Presidente”.
Calderón ha tenido que regresar a la realidad que ya no puede seguir evadiendo, a esa realidad donde, en un acto que parece ser no sólo de atrevimiento, sino también de burla y humillación, se atenta contra un miembro del Ejército, del mismo Ejército que enfrenta “la guerra” que el mismo Calderón declaró contra el crimen organizado.
El Ejecutivo federal ha regresado al país, donde fácilmente alguien se acercó, sacó su arma y atentó contra el “multicondecorado” general del Ejército, Mario Arturo Acosta Chaparro, un hombre acusado de tener vínculos con el narcotráfico y haber encabezado la persecución y asesinato de líderes sociales y guerrilleros durante la llamada “guerra sucia” de los años setentas.
Al hombre de hierro, al implacable Acosta Chaparro y actual asesor de la Secretaría de la Defensa Nacional para combatir el crimen organizado, logró llegar un desconocido y atacarlo, justo en momentos en que la especie sobre su participación en el esclarecimiento de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos empezó a tomar más fuerza.
A esta realidad llegó Calderón, a la realidad donde el crimen no tiene límites.
Apenas el pasado fin de semana, en España, Calderón aseguró que México no era Colombia. Dijo que el crimen organizado secuestró al Poder Judicial y mató a un candidato presidencial, a políticos, y en México eso no ocurre.
¿Qué tan seguro está Calderón de que eso no ocurrirá o que eso no ocurre en México? Alguien tiene que informarle a quien se dice Presidente de México, qué es lo que pasa; cuál es la realidad que se está viviendo en este país; alguien tiene que sacar de ese embelesamiento a Calderón… aunque, ¿servirá eso de algo?
Quizá no, pero por lo menos, la población sí está informada y ahora más que nunca, con el ataque al general Acosta Chaparro y la desaparición de Fernández de Cevallos, sabe que nadie esta a salvo, nadie mientras este tipo de gobierno continúe al frente del país.
México sórdido
HERMANN BELLINGHAUSEN
En el detalle está el delirio. Nos estamos volviendo una nación de técnicos forenses. En la vida diaria, en los temas de sobremesa que no nos espantan el apetito, en la ineludible experiencia mediática a que estamos expuestos día tras día. La niña Paulette es célebre por estar muerta, pero ¿cómo fue? Las hipótesis de su deceso fueron por 15 días deporte nacional, para acabar todas en el basurero. Resultó que la más descabellada era la buena, la oficial. Todas las hipótesis concebidas masivamente, estimuladas en horario triple A por cortesía de los noticieros y decoradas vía Twitter, fueron un pasatiempo. Inútil fue el linchamiento público de los padres (expertos en materia de reality shows: se llevaron de calle al procurador Bazbaz, mero producto de la Universidad Anáhuac, que no tiene mucho que presumir estos días).
Las expresiones de racismo contra los patrones o contra sus mucamas, siempre en clave de vituperio, resultaron tan estériles como la gratuidad impune de acusar, y al final absolver sin pruebas. Como demostración de que hay democracia, proliferaron sondeos sobre el sonadísimo caso. Aunque a la postre el esperpéntico procurador mexiquense impusiera, con su cara más dura, la versión científica de que la desafortunada criatura se deslizó bajo el colchón de su propia cama, se asfixió solita y quedó en tal acomodo que tomó más de una semana dar con el cadáver, mientras encima iban y venían policías y cámaras de video buscándola precisamente a ella. Sobre Paulette difunta se habría sentado la madre para conceder holgadas entrevistas que vieron millones.
El episodio no pasa de una mala lectura de la carta robada de Edgar Allan Poe, pero da idea de cuánto hemos progresado como sociedad mediática, obligados a poner la imaginación al servicio de estas escabrosas cuestiones. Los primeros decapitados nos cogieron por sorpresa, no lo podíamos creer. Ahora sólo llevamos la cuenta, ya aprendimos a figurarnos esa violencia, o la del pozolero.
Hace un par de décadas, fotógrafos e instaladores de vanguardia, tal vez admirados de la obra del estadunidense Joel-Peter Witkin, exploraron las morgues y se animaron a montajes tenebrosos e inquietantes con pedazos de persona, o bien los fiambres intervenidos, o cabezas sin cuerpo en un plato de sopa. En 1990 parecían necrofilia, mal gusto, ganas de epatar a los críticos. Hoy entendemos que fueron precursores de una nueva sensibildad colectiva.
Los detalles del colchón de la niña palidecen ante nuestro conocimiento sobre la forma en que los bandos disparan en escenarios diversos como el Tecnológico, alguna caseta de cobro, el patio de una fiesta juvenil, el centro comercial, el hospital asaltado, la glorieta concurrida. Nuestra erudición balística no conoce límite.
Al calor de la brutalidad, los discursos del gobierno se desbordan. Los velorios son tensos. Las cámaras no se pierden un solo teatro de hechos sangrientos, aunque terminen matizadas por estadísticas oficiales que insisten en que todo es cosa de percepción, de buena o mala prensa.
Ello no basta para descalificar la subjetividad de la gente en Cuernavaca, Uruapan, Monterrey, Torreón, Juárez, Durango, Tampico, Acapulco, donde cualquiera conoce o sabe de alguien que trabaja para la maña, los malos, y gana bien, o de alguien que debe pagarles protección y pleitesía. Quién no sabe de la hermana de una vecina que iba a casarse con un joven prometedor y formal y un buen día el novio apareció, incompleto, en una bolsa de súper, en el zaguán de la novia. ¿En qué andaría? Y punto. Esto, por no mencionar a los jocosamente llamados falsos positivos.
La información nos alerta. La sociedad es más realista, pero ¿no se devalúa ante sí misma y el mundo? De paso, los escandalosamente numerosos muertos y desaparecidos por represión política y paramilitarismo se diluyen en medio del desorden anestesiado, como si todo fuera lo mismo.
Como transeúntes estamos expuestos a cuerpos ensangrentados en la vía pública. Los niños los ven, queramos o no, y eso si no les tocó además una balacera al salir de la escuela o llegar a casa. Es lo que tenemos ahora, envuelto en palabras de evasión, mentira y burla descarada por parte de gobernadores, jueces, procuradores de justicia, el presidente, su imperturbable secretario de Gobernación, los golpeadores y difamadores secretarios de Trabajo y Energía, los congresistas, los comentaristas.
Seguridad es el tema preferido de los candidatos. Y el horror inducido, el nuevo método de enseñanza para la población. Los close ups del colchón de la niña, los 2 mil impactos de bala en la camioneta emboscada, el suelo manchado de sangre en bailes y velorios, los huesos en el desierto, ya no se llaman morbo: son hábito.
Antes se decía, equívocamente, que en el México burocrático Kafka hubiera sido costumbrista. Hoy se diría de Witkin: sus montajes cadavéricos son costumbristas.
HERMANN BELLINGHAUSEN
En el detalle está el delirio. Nos estamos volviendo una nación de técnicos forenses. En la vida diaria, en los temas de sobremesa que no nos espantan el apetito, en la ineludible experiencia mediática a que estamos expuestos día tras día. La niña Paulette es célebre por estar muerta, pero ¿cómo fue? Las hipótesis de su deceso fueron por 15 días deporte nacional, para acabar todas en el basurero. Resultó que la más descabellada era la buena, la oficial. Todas las hipótesis concebidas masivamente, estimuladas en horario triple A por cortesía de los noticieros y decoradas vía Twitter, fueron un pasatiempo. Inútil fue el linchamiento público de los padres (expertos en materia de reality shows: se llevaron de calle al procurador Bazbaz, mero producto de la Universidad Anáhuac, que no tiene mucho que presumir estos días).
Las expresiones de racismo contra los patrones o contra sus mucamas, siempre en clave de vituperio, resultaron tan estériles como la gratuidad impune de acusar, y al final absolver sin pruebas. Como demostración de que hay democracia, proliferaron sondeos sobre el sonadísimo caso. Aunque a la postre el esperpéntico procurador mexiquense impusiera, con su cara más dura, la versión científica de que la desafortunada criatura se deslizó bajo el colchón de su propia cama, se asfixió solita y quedó en tal acomodo que tomó más de una semana dar con el cadáver, mientras encima iban y venían policías y cámaras de video buscándola precisamente a ella. Sobre Paulette difunta se habría sentado la madre para conceder holgadas entrevistas que vieron millones.
El episodio no pasa de una mala lectura de la carta robada de Edgar Allan Poe, pero da idea de cuánto hemos progresado como sociedad mediática, obligados a poner la imaginación al servicio de estas escabrosas cuestiones. Los primeros decapitados nos cogieron por sorpresa, no lo podíamos creer. Ahora sólo llevamos la cuenta, ya aprendimos a figurarnos esa violencia, o la del pozolero.
Hace un par de décadas, fotógrafos e instaladores de vanguardia, tal vez admirados de la obra del estadunidense Joel-Peter Witkin, exploraron las morgues y se animaron a montajes tenebrosos e inquietantes con pedazos de persona, o bien los fiambres intervenidos, o cabezas sin cuerpo en un plato de sopa. En 1990 parecían necrofilia, mal gusto, ganas de epatar a los críticos. Hoy entendemos que fueron precursores de una nueva sensibildad colectiva.
Los detalles del colchón de la niña palidecen ante nuestro conocimiento sobre la forma en que los bandos disparan en escenarios diversos como el Tecnológico, alguna caseta de cobro, el patio de una fiesta juvenil, el centro comercial, el hospital asaltado, la glorieta concurrida. Nuestra erudición balística no conoce límite.
Al calor de la brutalidad, los discursos del gobierno se desbordan. Los velorios son tensos. Las cámaras no se pierden un solo teatro de hechos sangrientos, aunque terminen matizadas por estadísticas oficiales que insisten en que todo es cosa de percepción, de buena o mala prensa.
Ello no basta para descalificar la subjetividad de la gente en Cuernavaca, Uruapan, Monterrey, Torreón, Juárez, Durango, Tampico, Acapulco, donde cualquiera conoce o sabe de alguien que trabaja para la maña, los malos, y gana bien, o de alguien que debe pagarles protección y pleitesía. Quién no sabe de la hermana de una vecina que iba a casarse con un joven prometedor y formal y un buen día el novio apareció, incompleto, en una bolsa de súper, en el zaguán de la novia. ¿En qué andaría? Y punto. Esto, por no mencionar a los jocosamente llamados falsos positivos.
La información nos alerta. La sociedad es más realista, pero ¿no se devalúa ante sí misma y el mundo? De paso, los escandalosamente numerosos muertos y desaparecidos por represión política y paramilitarismo se diluyen en medio del desorden anestesiado, como si todo fuera lo mismo.
Como transeúntes estamos expuestos a cuerpos ensangrentados en la vía pública. Los niños los ven, queramos o no, y eso si no les tocó además una balacera al salir de la escuela o llegar a casa. Es lo que tenemos ahora, envuelto en palabras de evasión, mentira y burla descarada por parte de gobernadores, jueces, procuradores de justicia, el presidente, su imperturbable secretario de Gobernación, los golpeadores y difamadores secretarios de Trabajo y Energía, los congresistas, los comentaristas.
Seguridad es el tema preferido de los candidatos. Y el horror inducido, el nuevo método de enseñanza para la población. Los close ups del colchón de la niña, los 2 mil impactos de bala en la camioneta emboscada, el suelo manchado de sangre en bailes y velorios, los huesos en el desierto, ya no se llaman morbo: son hábito.
Antes se decía, equívocamente, que en el México burocrático Kafka hubiera sido costumbrista. Hoy se diría de Witkin: sus montajes cadavéricos son costumbristas.