CARLOS MONSIVAÍS.

21 jun 2010

El problema con Monsi
Hermann Bellinghausen
La Jornada.

El día que murió Monsiváis la ciudad se puso a llover, como era de esperarse. Reinaba una especie de desconcierto. Como en The Trouble With Harry, aquella excelente comedia negra de Alfred Hitchcock (1955), sabemos que está muerto, pero no sabemos dónde ponerlo. Desde el niño catedrático de la radio (ca. 1950) al consumado muralista de Apocalipstick (2009), su más reciente mejor libro (ni de lejos el último), Monsiváis salió a todas las bolas y ninguna cancha le vino grande.
El problema con Monsi es que fue tantas cosas (cronista, editor, ensayista, traductor, satírico, figura pública, compañero de todas las luchas del pueblo mexicano, historiador, divulgador, declarante perenne al pie el cañón, antologador, memoria de elefante para la trivia, la erudición y la fulminación del enemigo con el vigor de la lengua). Pero también fue muchas otras que se supone no fue (narrador extraordinario, poeta secreto, maestro sin aulas ni muros) y otras que se supone que no debía ser (proclive a las minorías, eterno naco en el Olimpo de las letras, el único intelectual mexicano capaz de ir la televisión comercial, echarse un tiro con cualquier idiota ventajoso y salir no sólo vivo del intento, sino vencedor).
Fue il miglior fabro del periodismo mexicano y de decenas de obras literarias ajenas que hoy son parte sólida de la cultura en nuestra lengua. Pero también personaje de historieta (Chanoc, Fantomas, sus queridos Burrón), aunque para los caricaturistas era una batalla perdida porque no había mejor caricaturista de Monsiváis que él mismo, y se dio el gusto de reunir una colección-archivo definitiva de la tradición monera nacional, incluyendo comiqueros inesperados como Toledo, Orozco o Cuevas.
El problema con Monsi es que los intelectuales que dicen no entenderle en realidad le entienden demasiado bien, y eso les resulta insoportable. Como nunca perteneció a nadie, acabó siendo de todos. Irreductible, independiente, temible, entrañable, hilarante, erudito, con capacidad borgeana para la lectura y estómago de zopilote para lo que muchos consideran basura, como Samuel Beckett en Irlanda, fue el mayor escritor de su tiempo, y protestante en un país católico. Eso le permitió vivir sin tragarse el cuento de la Iglesia, y aunque lo acusaran de jacobino y juarista, no dejó ir con plumas a ningún cardenal, a ningún curita hablador, a ningún ultraderechista de Provida. Vio venir antes que nadie la victoria del PAN y nunca lo dejó en paz. De Fox en adelante, hasta de profeta podríamos haberlo acusado.
No obstante, nada lo regocijó más que los declarantes del siglo: PRI, los Fidelazos, presidentes, diputados, gobernadores, candidatos, ideólogos, publicistas y matachines en turno. Por mi madre, bohemios, la columna volante que documentó nuestro optimismo durante décadas, fue una cátedra cotidiana de cómo leer los medios, cómo leernos, cómo ser atroz espejo para las víboras, sana fuente de risa, camarada de las causas justas. Además escribía parodias con prosa hirviente; deben existir centenares en revistas, periódicos, programas radiofónicos (suyo fue, en Radio Universidad, el inolvidable El cine y la crítica, en pleno diazordacismo).
Podrían ponerle una estatua como héroe de la libertad de expresión. El problema es que no sería suficiente. Él encarnaba esa libertad, siempre le ensanchó las fronteras, de palabra y acción. Les aprendió a Tom Wolf y sus compinches del new journalism el único secreto verdadero: hay que estar ahí. A diferencia de sus modelos gringos, siempre se mantuvo del lado correcto. Su dimensión ética lo hace comparable a Karl Kraus y fue marxista línea Groucho.
Intelectuales, poetas y narradores tenían que tragárselo, invitarlo a sus meriendas, hacerle ojitos, aunque hablaran pestes de él a sus espaldas. Entendió a Carlos Fuentes mejor que éste mismo, y eso no se perdona. Admiró al poeta Octavio Paz por encima de lo que éste lo supo respetar nunca. También fue el primero es contradecir cuando el bardo decía lo que no. Y Paz, no sabiendo qué hacer con ese rival invencible, lo llamaba ocurrente.
Para los conservadores, grandes empresarios, funcionarios culturales, los represores y los farsantes del ágora pública, Monsiváis nunca fue ni será suyo. Simplemente, era ese genio inaprensible que podía entrar a cualquier parte y hablar con quien se le pegara la gana. Nada mexicanamente humano le fue ajeno. Si Slim, los políticos o los banqueros lo sacaban a pasear, era Monsi quien les ponía la correa. Igual los magnates de la televisión, las estrellas.
El problema es que venía del pueblo y nunca salió de él. Estuvo con los obreros en huelga, los estudiantes masacrados, los indígenas en rebelión, los damnificados del terremoto mayor, con los chavos, las ñoras, los choferes y el pueblo-pueblo. Pero sabía de todo, era sabio, y también nos enseñó que la novela policiaca era literatura, y los albures, y las canciones de Agustín Lara. Que detrás del kitsch a veces hay una verdad soberbia y que todos somos hijos de Pedro Infante.
Entendió y tradujo a Wallace Stevens, parafeseó memorablemente a Allen Ginsberg (He visto las mejor mentes de mi generación), identificó la gran poesía del mundo y a los mejores poetas mexicanos del día a día, con una generosidad nunca vista y un rigor tan bien formado que de seguro lo inhibíó para asumirse poeta, aunque lo era.
Tenía enemigos a montón, pero el verdadero problema son sus amigos. Nada más de nombrar a los meros meros cuates suyos necesitaríamos la Sección Amarilla, y para añadir a los conocidos, recurrir de plano al Inegi.
El problema con Monsi es que inventó una prosa, y durante medio siglo XX no descansó de tener ideas, y si no, puntadas, tan agudas que terminaban por convertirse en ideas, y de las buenas. No podía ser el Cronista de la Ciudad porque ya lo había sido Salvador Novo, o bien porque hay tantos que el título es una tontería. De su barrio San Simón en la Portales y el viejo Centro universitario a los momentos épicos de la urbe, las tragedias y las fiestas, siempre estuvo ahí, y si él estaba, pues todos éramos testigos. No extraña que admirara de la fotografía su condición democrática, pues fue el recipiente democrático por excelencia de nuestra vida civil. Él era todas las voces.
El problema con Monsi es que no hay manera de exportarlo, y difícil de traducir aunque no falten esforzados gringos que lo estudian y antologan en inglés. Me pregunto cómo se lee en Nueva York, Buenos Aires o Madrid. Tal vez sólo para nosotros no resulta exótico.
No sé cuándo se publique su último libro. Faltan muchos libros y años, si consideramos que la mayor parte de su obra publicada (un corpus monumental, incalculable) permanece dispersa en todas direcciones. No piensa dejarnos en paz, pues el problema con Monsi es que ni muriéndose va a morir. Nos dejó bien huérfanos, ni modo, pero aún hay Monsi para siempre.
El gran crítico del poder
Luis Hernández Navarro
La Jornada
Si las llamadas telefónicas entre teléfonos fijos se cobraran por el tiempo aire de uso, Carlos Monsiváis habría tenido que pagar a Carlos Slim recibos millonarios. Y es que, desde muy temprano, el escritor de la colonia Portales pasaba horas hablando por teléfono todos los días. Dominado por un insaciable apetito informativo, alimentaba diariamente su adicción pegado al auricular. Desde allí recorría cada uno de los hilos de la telaraña comunicacional que tejió durante años con amigos, informantes y registros.
Monsiváis fue uno de los hombres mejor informados del país. Lector voraz, era asiduo visitante a distintos cafés, cuando éstos parecían ser lugar en extinción, mucho antes de que vivieran su último boom a partir de la proliferación de los Starbucks. Desaparecido el café de Las Américas frecuentó la casa de té Auseba, y cuando ésta se convirtió en estética unisex mudó sus tertulias a El Péndulo. Sin embargo, no despreciaba para sus reuniones los Sanborns o las incursiones nocturnas a Los Guajolotes. Allí se reunía con sus comensales en maratónicas jornadas en las que se intercambiaban chismes, se hacían análisis de coyuntura y se expresaban lamentaciones por el estado siempre deplorable de la salud de la nación. Por supuesto, era el cronista quien narraba siempre las historias más precisas, inverosímiles y sorprendentes sobre personajes de la política y la cultura nacional.
Mordaz, dueño de un demoledor humor ácido, incansable narrador de anécdotas, el escritor era invitado permanente a cocteles y cenas. En ellas se convertía en un irresistible imán que atraía a su lado a la concurrencia, que inevitablemente estallaba en carcajadas ante sus demoledores comentarios o sus indiscretas revelaciones. Dotado de una memoria privilegiada, parecía conocer las estrofas de todas las canciones y poemas, los versículos de la Biblia y las secuencias de toda la filmografía nacional.
Excéntrico en sus hábitos alimentario, era común que en las comidas que se le ofrecían no probara alimentos o que degustara sólo los platos más humildes y sencillos de la dieta T (tacos, tostadas, tlacoyos, totopos). Despreocupado por su vestimenta, ajeno a la dictadura de la moda y los formalismos de la etiqueta, enemigo de la corbata, se dio el lujo de vestir como se le dio la gana.
Sin embargo, su popularidad desbordaba por mucho los salones de artistas, ricos y famosos. En la calle, la multitud lo reconocía y le deparaba trato de celebridad: lo tocaba y le pedía autógrafos y fotos, como si fuera un deportista o una estrella televisiva, y no precisamente por haber participado como actor en nueve películas y en la telenovela Nada personal.
Carlos Monsiváis fue, indiscutiblemente, el más importante e influyente intelectual público de izquierda del país. Su primer impulso radical le vino de su fe sentimental en la República Española y su primera filiación ideológica estuvo concentrada en la Reforma liberal y en Benito Juárez. Para él, la izquierda debía oponerse a la desigualdad, el mayor problema del país; denunciar sin tregua la corrupción, sacar conclusiones del fracaso del socialismo real, ser antirracista a fondo y defender los intereses nacionales sin ser nacionalista. Apoyó los movimientos ecológicos, la lucha contra el sida, los derechos de los animales, los humanos, los de las minorías, la no privatización del petróleo.
Influenciado por Upton Sinclair, utilizó el periodismo y la crónica como su principal vehículo de expresión. Sin embargo, reconstruyó el género fundiéndolo con el ensayo. Como él señaló: “La crónica puede ser un género de la solidaridad –a veces de la impotencia– que le permite a los lectores enterarse de lo que está pasando sin caer en la desesperanza”. Simultáneamente marcó personalmente el discurso de clérigos, empresarios y políticos, y evidenció, sin concesión alguna, sus lapsus, extravagancias y dislates. Maestro en el arte de dar entrevistas, sus opiniones sobre los más distintos tópicos fueron referencia constante en el debate político y cultural del país. Su influencia y estilo de crítica fueron tan profundos, que monsivasiano se convirtió en adjetivo que describe juicios y opiniones ocurrentes, atinadas y llenas de ironía.
Conciencia ética de una época en la que moral y política están más divorciadas que nunca, el escritor se asumió como ciudadano indignado ante el atropello de la razón, los derechos humanos y la laicicidad. Desde una postura ética fue crítico radical del poder.
Construyó puentes inéditos entre cultura y política. Su trabajo intelectual puso (como dijo él sobre Salvador Novo) lo marginal en el centro y, en una era de anomia social, hizo la crónica de la sociedad que se organiza. Explicó el levantamiento zapatista desde las claves de la discriminación racial contra los pueblos indios y la falta de reconocimiento a sus derechos como minoría étnica. Defendió la causa de las mujeres sin ambigüedad alguna. Denunció y documentó los abusos en contra del mundo evangélico y protestante cometidos en el país. Reivindicó la laicicidad y la educación pública. Se sumó a las luchas contra el autoritarismo estatal, en favor de la democracia y contra los fraudes electorales. Alejado del panfleto, criticó el neoliberalismo. Apoyó a Andrés Manuel López Obrador, pero no dudó en señalar sus objeciones al plantón en Reforma de 2006. Simultáneamente fue opositor sistemático al régimen cubano. Nunca comulgó con el estalinismo. Le pareció inadmisible cualquier forma de violencia política. Condenó al nacionalismo vasco de izquierda.
Interrogado sobre qué le había servido vivir 70 años, Monsiváis respondió: “El líder sindical Fidel Velázquez, al cumplir 80 y tantos años, afirmó: ‘Ya se me pasó la edad de morirme’. No soy tan aventurado, pero sé que ya se me pasó la edad de reflexionar provechosamente sobre siete décadas. Y sí, sí formulo un deseo: que esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico.” No sé si su deseo pueda ser atendido, pero al menos su ataúd debería ser llevado al Zócalo para que las miles de personas a las que él en algún momento acompañó le rindan homenaje.