EL PUEBLO HIZO SU TAREA

15 jul 2010

LA DERROTA DEL PRI EN OAXACA.

Escrito por Víctor Leonel Juan Martínez
“Revolucionemos Oaxaca”
Ni en sus peores cálculos preveía el PRI el resultado del 4 de julio. No sólo perdió la gubernatura, sino también 16 de 25 diputaciones de mayoría. Pierde también los principales ayuntamientos de la entidad.
¿Cómo explicar que ante unas pobres campañas políticas, permeadas por las descalificaciones y la guerra sucia, antes que las propuestas y la generación de alternativas, la ciudadanía haya participado masivamente?, ¿y por qué lo hicieron por Gabino Cué y la alianza opositora?
Como se ha demostrado en diversos trabajos, un factor esencial para la derrota del PRI es que la contienda se defina no entre el voto duro, pues el de los priistas es superior, sino que participen aquellos ciudadanos no identificados a priori con algún partido político. La participación del 56 por ciento, la más alta en comicios estatales en Oaxaca, así lo confirmó.

Para que saliera la gente a votar se conjugaron diversos factores. El más importante, según se desprende del análisis por municipio, fue la concurrencia de los comicios municipales con los de gobernador. Los primeros son más altos en cuanto a participación, promedian el 54 por ciento, y los de gobernador, 50 por ciento. Ahora, en algunos municipios la participación se elevó hasta el 70 por ciento.

Un segundo elemento fue la polarización entre dos opciones: el priista Eviel Pérez Magaña contra el opositor Gabino Cué. Ello permitió que en el imaginario colectivo se estableciera la certeza de que había posibilidad real de disputar el poder y ganar. El tercero fue la construcción de la viabilidad de dar un voto de castigo al régimen ulisista. El 2006 dejó honda huella en los oaxaqueños. La resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que estableció la responsabilidad lisa y llana del gobernador del estado en la violación de derechos humanos, y la persistencia de esas prácticas autoritarias, generaron un resentimiento que, combinado con los factores anteriores, encontró en las urnas la vía para castigar esos excesos.

Por supuesto, los candidatos también aportaron. Al arrancar el proceso electoral el más conocido de los aspirantes era Gabino Cué; superaba a priistas y opositores. Su campaña para gobernador en 2004, la de senador en 2006, le habían permitido mantenerse presente en la memoria colectiva. Y la incursión que hiciera en 2009 acompañando a Andrés Manuel López Obrador por los municipios oaxaqueños, le dio presencia y solidez en las zonas rurales. Circunstancia que ayudó en la definición. Más si consideramos que en todos los casos fue hostigado por el gobierno estatal; hubo un clima de persecución que lo victimizó y con ello se granjeó la simpatía de muchos.

En contraparte el PRI eligió a quien sus propios correligionarios llamaban “el rival más débil”. Eviel Pérez Magaña era el menos conocido de los aspirantes priistas; con una exigua carrera política. Y fue evidente que no tenía vida propia. Estaba limitado no sólo por el gobernador Ulises Ruiz, quien se convirtió en el coordinador de su campaña, también era acotado por los personeros de éste.

Así, la estrategia de centrar la campaña en una especie de referéndum respecto al gobierno ulisista, se logró porque Eviel Pérez no logró asumirse como el candidato fuerte, independiente y que toma distancia con su antecesor, una regla elemental del sistema político. Esa imagen de debilidad se hizo más evidente al ser desplazados los candidatos a las presidencias municipales más cercanos a él: Jorge Sánchez en Huatulco y Jaime Aranda en Tuxtepec. Y por cierto, no por mejores sino al contrario, por otros que obedecían a intereses caciquiles y que tenían un claro repudio en esas poblaciones.

El apabullante triunfo de la coalición Unidos por la Paz y el Progreso, se debió entonces a un proceso que caminó en dos sentidos. En muchos casos la definición de los candidatos a las presidencias municipales fue decisiva para aportar votos a la causa de Gabino Cué. En Huatulco, un bastión priista, la imposición del candidato provocó una ruptura; la militancia se fue a la alianza opositora y ganaron casi 2 a 1. En Tuxtepec, la diferencia fue de casi 15 puntos. En otros, la votación a favor del candidato a gobernador fue determinante para ganar los comicios municipales. Unos más tuvieron una votación diferenciada, en Tlacolula y Matías Romero, por ejemplo, la elección a gobernador fue ganada por Cué y las presidencias municipales por el PRI.

En uno y otro caso, quienes se beneficiaron fueron los candidatos a diputados, quienes sin hacer campaña y en muchos casos siendo auténticos desconocidos, ahora ocuparán una curul en la próxima legislatura.

Fue evidente que a lo largo de la campaña muchos dirigentes del PRD y del PAN trabajaron en contra de la alianza. Acostumbrados a las prebendas del viejo régimen sin embargo, tampoco consideraron que sus bases son exiguas y se reducen ante una ciudadanía que sale a votar. En lugares en que el PRI ponía un mal candidato, ellos ponían otro peor. Huatulco es también ejemplo, pues el encargado de la plaza, Raymundo Carmona, se empecinó en poner a un desconocido, incluso recurrió ante los tribunales ante la decisión de la Coalición de designar a Lorenzo Lavariega, a la postre el ganador. Como ese se repitieron muchos casos; ni siquiera pensaron que esos candidatos ganarían. Sólo en algunos, como con la designación también amañada que hizo el PAN en Tlacolula y Matías Romero, les votaron de manera diferenciada.

La maquinaria electoral existe, por supuesto. Recursos públicos y la estructura gubernamental estatal trabajaron a tope a favor del PRI; el órgano electoral cooptado. Sin embargo, llegaron a excesos y descuidaron las formas. Buscaban incondicionalidad antes que convencimiento.
La prueba está en los trabajadores de confianza del gobierno estatal obligados a trabajar a favor del PRI. El resultado es que muchos se convirtieron en promotores del voto anti PRI. Y los mismos mecanismos se emplearon con autoridades municipales y organizaciones priistas. O la burda asignación de los programas electorales (documentación, boletas, monitoreo y el PREP) que hiciera el IEE, que no lograron sino evidenciar su sumisión y, de paso, atraer la atención de medios de comunicación y observadores electorales para vigilar sus sospechosos pasos.

El gobierno federal también intervino para apoyar a la alianza, los recursos fluyeron, si bien con una estructura y capacidad operativa menos eficiente. Pero tuvieron su impacto. Lo más evidente, sin embargo, fue la presión del gobierno federal para impulsar a la alianza.

Está claro que no hay maquinaria, mañas, prácticas fraudulentas, ni recursos que alcancen para comprar el voto, ni presiones para coaccionarlo, ni organismo electoral manipulado, ante una ciudadanía participativa. Previo a la jornada, basados en el comportamiento histórico de las tendencias electorales, afirmábamos que una participación menor al 50 por ciento favorecería al PRI; si se superaba ese tope, el balón estaría en la cancha opositora. Y superando el 55 por ciento permitiría que la alianza ganara sin muchos problemas.

Por eso también habrán de cuidarse de falsos triunfalismos; de los excesos que ya aparecen entre los nuevos iluminados, o la cargada que es evidente. En el cierre de campaña aliancista, como en las primeras celebraciones de la victoria de Gabino Cué, el grito recurrente fue “Ya cayó, ya cayó, Ulises ya cayó”. Habría que recordar entonces que muchos de los votos que le dieron el triunfo fueron en contra de alguien, antes que a favor de nadie. Y esa lejos de ser una carga negativa, implica la responsabilidad de legitimarse en las decisiones previas a su asunción y, por supuesto, en el ejercicio de gobierno. Así que ¿ahora qué sigue?
La patraña de la unidad nacional
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
Los llamados de Felipe Calderón y sus adláteres a la unidad nacional no tienen sentido en el México de hoy, si alguna vez lo tuvieron. Cada vez que la clase dominante tiene problemas para ejercer su dominio y para hacer que la gente se sume aprobatoriamente a sus políticas también dominantes, llama a la unidad nacional. Es un recurso tan viejo como dividir para vencer, que obviamente tiene otro significado.
La guerra del gobierno contra el crimen organizado no es equivalente, en ningún sentido, a una guerra de un país contra otro. Y aun así, la unidad nacional tiene sus bemoles. Cuando estaba en vías de estallar la Primera Guerra Mundial, Lenin señaló que era una guerra entre las burguesías de diversos países en la que los trabajadores no tenían por qué involucrarse. Sin embargo, la socialdemocracia de aquellos tiempos, en su ala reformista, así como las monarquías existentes, llamaron a la unidad nacional y al reclutamiento de la población de cada país para defender la patria. Los que murieron (por millones), como bien se recuerda, fueron los trabajadores convertidos en soldados mal pertrechados y los burgueses se repartieron Europa con una Alemania sometida que capitalizó Hitler años después provocando la Segunda Guerra Mundial. En esta segunda guerra también se usó la fórmula de la unidad nacional, incluso en México, que estaba pero no estaba en la guerra. Hasta el Partido Comunista apoyó la unidad nacional y convirtió a Ávila Camacho en el símbolo de esa unidad (unidos tras un solo candidato, fue la consigna).
La unidad nacional es una patraña, y más todavía cuando se plantea en torno al gobernante. Es una gran mentira porque la sociedad no está unida, como tampoco la llamada clase política (las zancadillas de Lozano a Gómez Mont, para sólo citar un ejemplo, demuestran tal desunión). Todos los mexicanos que vivimos en el país formamos parte de éste, sí, pero eso no quiere decir que estemos unidos. ¿Por qué habría de unirse un trabajador con su patrón en la lucha de éste por aumentar su ganancia? Una cosa sería defender el centro de trabajo y otra claudicar por éste aceptando disminución de los salarios reales y de su contrato colectivo. Son dos cosas distintas, aunque la línea de diferenciación sea muy delgada.
Unidad nacional, cuando es propuesta por el gobernante, es una demanda de apoyo a sus políticas; y el viejo truco consiste en inventar un enemigo común a amplios sectores de población y al mismo gobierno, por ejemplo, para el caso, el narcotráfico. Y si no fuera éste, sería otro país, de preferencia una potencia con antecedentes imperialistas y de invasiones, como ya ha ocurrido en México en otros momentos y, desde luego, en muchos países del mundo (ahora en Irak y Afganistán). En este sentido la unidad nacional sirve también para buscar la legitimidad que dudosamente se obtuvo en las urnas electorales. Por lo menos esto creyó Calderón, sin lugar a dudas, cuando decidió combatir el crimen organizado, dizque para darle seguridad al país provocando lo contrario y violando nuestras leyes.
La reacción que ha provocado la política de Calderón, que no sólo es la guerra contra los maleantes, se ha visto reflejada en las elecciones de 2009 y en las del 4 de julio pasado. Todos los analistas serios, incluso aquellos a quienes les salen ronchas con la expresión voto útil, coinciden en que la votación de estados como Oaxaca y Puebla, entre otros, fue en contra de lo establecido y de gobernantes salientes. Y esto es válido tanto en estados gobernados por el PRI o el PAN, como en Zacatecas, donde gobierna el PRD. En Guerrero pasará lo mismo el año entrante, pues el perredismo de Torreblanca es mero discurso de campaña y una mala selección del candidato en 2005.
No hay ni puede haber unidad nacional, a pesar de que los partidos políticos se parezcan cada vez más y de que Manuel Camacho y sus amigos políticos quieran ubicarlos coyunturalmente en un centro gelatinoso y carente de significados por cuanto a ideologías y principios. Una vez más y para el caso de los partidos, son sus dirigentes los que han propuesto una suerte de unidad nacional, pero no sus bases. Gustavo Esteva dijo, y en esto sí estoy de acuerdo con él, que muchos oaxaqueños no votaron por Cué sin contra el significado de Ulises Ruiz. Voto útil, le llamo, pero no tengo problema en denominarlo voto en contra. Dicho sea de paso, en Oaxaca tampoco hubo unidad nacional, es decir estatal. En realidad, sólo en los regímenes totalitarios parece haberla, pero incluso ahí es una ficción, como se pudo ver en la ex Unión Soviética una vez que desapareció. Una de las sabidurías de los pueblos (y de todos los seres vivos) es intentar sobrevivir, incluso bajo dictaduras y regímenes totalitarios. Pero ni siquiera en estos casos debemos engañarnos.
La unidad nacional no existe, salvo en coyunturas muy específicas y cuando las ideologías nacionalistas y patrioteras son usadas para engañar, y logran su cometido gracias a la propaganda y al miedo que se le mete a la población de mil maneras (algunas muy efectivas).
Atenco y los pendientes
Javier Sicilia

MÉXICO, D.F., 14 de julio.- El 1 de julio, al liberar a los 12 presos de Atenco, la Suprema Corte de Justicia de la Nación hizo lo que hace mucho no practicaba: impartir justicia. Hay que felicitarse por ello. Pero este acto que satisface a la nación no está exento de pesar. Desde hace cuatro años, muchas mujeres y hombres que no necesitamos haber pasado por las facultades de Derecho para saber lo que significa la justicia pusimos en evidencia no sólo la inocencia de esas personas, cuyo único delito fue defender su tierra y sus modos de vida frente a los intereses del poder, sino que señalamos también la impunidad en la que vive ese mismo poder que las reprimió, encarceló y condenó, y que, durante su detención, violó mujeres.
Después de cuatro años de dolor, de sacrificios, de luchas para resarcir esa injusticia, los verdaderos culpables, que tienen nombre y apellido, no sólo permanecen impunes, sino que, protegidos por el poder, continúan en las corporaciones policiacas o se encumbran en las esferas políticas. El caso más claro es el de Enrique Peña Nieto. Ese gobernador, que fue fundamental para que dicha injusticia se mantuviera durante cuatro años, no sólo permanece en su puesto, sino que, arropado por un PRI tan corrupto como su historia, se encumbra como virtual candidato a la Presidencia de la República.
En este sentido, el resarcimiento de la justicia que acaba de hacer la Suprema Corte no sólo es parcial, sino insuficiente. No basta con haber liberado a unos seres humanos que simplemente nunca debieron haber estado en prisión. Hay, además, que resarcirles esos cuatro años de sufrimiento, castigar a los culpables que cometieron ese delito y cumplir con un sinnúmero de pendientes que antes y después de esa inmensa injusticia han acumulado el Estado, los gobiernos y los partidos.
Desde hace 15 años no he dejado de firmar mis artículos con parte de esos pendientes. A lo largo de esos años, otros tantos agravios que han permanecido impunes y otras tantas traiciones a la justicia se han agregado. Si no los he sumado a mis demandas es porque de hacerlo ocuparían tal espacio que llenarían mi columna. Pero los conocemos, los llevamos en nuestros corazones, los sentimos con una rabia contenida y no hemos dejado de denunciarlos cada vez que la ocasión lo pide. Las columnas de los periodistas y de los analistas honestos de este país están llenas de ellos.
En el caso de los presos de Atenco, nuestro deseo era que esa liberación hubiese llegado antes de que la descomposición del país alcanzara niveles inauditos. Pensamos, de todas formas, que hay que alegrarse porque esa justicia hace despuntar una hoja de verdor en medio del desierto de la injusticia y caer un relámpago en las tinieblas del país. Pero no queremos solamente alegrarnos. Queremos también admirar y creer. Para ello es necesario que la justicia se pruebe antes de que la presión de los que la tienen clara, porque la aman sobre cualquier interés, la mantengan viva a costos muy altos.
Cómo nos gustaría, en este sentido, que el PRI dejara de proteger a criminales como Ulises Ruiz, Mario Marín y Enrique Peña Nieto para que sean procesados como los criminales que son; cómo nos gustaría que el gobierno federal y sus aparatos judiciales dejaran de proteger a los responsables de la muerte de los niños de la guardería ABC y a los asesinos de Acteal, cuyos nombres todos conocemos; cómo nos gustaría ver a los partidos políticos dejar sus corruptelas y sus pactos innaturales para que tengamos elecciones verdaderamente libres; cómo nos gustaría ver el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés para que el EZLN y las organizaciones de derechos humanos no tengan que mantenerse en estado permanente de alerta; cómo nos gustaría ver que la protesta social ya no se criminaliza y que se deja de fabricar delincuentes para proteger a los verdaderos criminales o justificar la ineficiencia de nuestras instituciones. En síntesis, queremos ver que, en el corazón mismo de este México que vive una vergonzosa descomposición, los hombres y mujeres que están encargados de impartir la justicia en nuestra nación comiencen a impartirla con verdad y a corregir lo que toda la nación sabe que hay que corregir para honrar a la justicia.
Es duro saber que las más altas instancias que protegen la justicia de México han dejado este cuidado a ciudadanos que no tienen su autoridad, algunos de los cuales, incluso, como los propios presos de Atenco, han estado privados de la esperanza de la que cualquier justicia vive. Son ellos, que han dado lo mejor de sí mismos en la lucha común y que no perciben los jugosos salarios de nuestros jueces, quienes han tenido la razón y estaban en el bien.
La virtud de la justicia, hay que recordarlo, no es un discurso que se debate en el intrincado bosque de los tecnicismos jurídicos que sólo protegen intereses, sino un acto cuyo sentido, en relación con el bien, es inequívoco. Por ello, la justicia, que es una virtud, no está en el Estado ni en las leyes ni en los partidos ni en la nación, sino en las personas que los integran; una virtud que sólo existe, como en el caso de Atenco, en los justos que la defienden y la hacen valer. Es desde allí que debemos continuar enfrentando nuestros pendientes, que, día con día, son, para nuestra vergüenza, más.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de la APPO y llevar a Ulises Ruiz a juicio político.

El riesgo de lo elemental
JORGE FERNÁNDEZ SOUZA
A propósito de la constitucionalidad del cierre de Luz y Fuerza del Centro y de la terminación de las relaciones de trabajo en la empresa, hubiera sido elemental preguntarse si antes de cerrar, si antes de dejar sin empleo a miles de trabajadores, no se tenía que cumplir con el requisito constitucional y legal de un procedimiento jurídico ante los tribunales competentes.
Y la respuesta hubiera tenido que ser que sí, porque la Ley Federal del Trabajo dice, en sus artículos 434 y 435, que cuando el cierre de una empresa es por incosteabilidad, previamente a la terminación debe obtenerse la autorización de la Junta de Conciliación y Arbitraje. Previamente, no después del cierre. Es decir, de acuerdo con la ley, la empresa no debió cerrarse ni las relaciones de trabajo darse por terminadas antes de que se siguiera el procedimiento en el que tenía que probarse que existían las causas económicas para el cierre, procedimiento en el que todos los afectados hubieran podido defenderse. Así, lo expuesto en el decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro sobre las malas condiciones económicas de la empresa hubiera tenido que acreditarse en un tribunal del trabajo antes de que el cierre y la terminación de las relaciones laborales se llevaran a cabo.
Que la Ley Federal de las Entidades Paraestatales diga que una empresa de este tipo puede extinguirse en determinadas circunstancias no exime a quien tenga capacidad legal para tomar tal decisión de la obligación legal de cumplir previamente con el procedimiento laboral establecido, cuando las relaciones laborales están regidas por la Ley Federal del Trabajo y por el apartado A del artículo 123 constitucional, como en el caso de Luz y Fuerza del Centro.
Por eso, aun suponiendo que el Presidente de la República hubiera tenido facultades para emitir el decreto de extinción (que no las tenía) con la consecuencia de que se dieran por terminadas las relaciones de trabajo, antes de hacerlo, de acuerdo con la ley, hubiera tenido que someter esa intención al dictamen de los tribunales laborales.
Como no lo hizo, incumplió con el artículo 14 de la Constitución que, como es sabido, dice que nadie puede ser privado de sus derechos sino mediante juicio en el que se cumplan las formalidades del procedimiento, derechos que en este caso eran de los trabajadores al empleo y del sindicato a la contratación colectiva. Y como el procedimiento no se siguió con las formalidades previstas antes de la terminación de las relaciones de trabajo, se pasó por encima de las garantías constitucionales de legalidad y de seguridad jurídica, del derecho al debido proceso.
Por este solo hecho, el decreto de extinción y particularmente su aplicación antes de que se desahogara el procedimiento legal previsto en la ley, fue inconstitucional. Había otros elementos, pero bastaba con este para que en el análisis del amparo sobre la constitucionalidad del decreto se hubiera resuelto que el cierre era inconstitucional. Y, claro, podrían haber quedado a salvo los derechos de quien tuviera facultades para iniciar un proceso de terminación colectiva de las relaciones de trabajo, como lo marca la ley, con los trabajadores laborando mientras se seguía el juicio en el que se intentara probar que la empresa era incosteable y a qué, o a quiénes, se debía su incosteabilidad.
A saber qué hubiera podido demostrar quien por esa vía hubiera demandado el cierre de la empresa, pero en todo caso habría sido un procedimiento dentro de la legalidad y con amplias posibilidades de transparencia y de acuerdos que respetaran derechos laborales, y que cuidaran la productividad y la seguridad en el servicio eléctrico.
Tal vez ese argumento sobre la inconstitucionalidad era tan elemental que la Suprema Corte de Justicia lo pasó por alto. O tal vez se impuso el criterio de que si bien era válido, en cambio no era políticamente correcto vis-a-vis la Presidencia de la República, ni económicamente conveniente dadas las grandes expectativas que gravitan en torno a las cuestiones energéticas.