LA QUE HICIMOS NOSOTROS.
29 jul 2010
Guelaguetza oaxaqueña
FRANCISCO LÓPEZ BÁRCENAS
El sistema político es como las serpientes: pueden cambiar de piel pero siguen siendo serpientes y se comportan como tales. Eso responde un oaxaqueño cuando se le pregunta su opinión sobre los resultados de las pasadas elecciones, donde el Partido Revolucionario Institucional fue derrotado por primera vez en su historia. Lo dice para explicar que él y muchos como él no votaron por el candidato de la coalición sino en contra del candidato del gobernador, de quien la soberbia, la corrupción y la impunidad los tenía hartos y se vengaron enfrentándolo y propinándole una fuerte derrota en el terreno electoral, donde la fama pública le atribuía amplia experiencia en el arte de la alteración de votaciones ciudadanas. Por eso, dice, mientras los partidos coaligados celebran su triunfo los ciudadanos no hablan de los resultados electorales. Como los niños que cuando se descubren sus maldades hacen como si no supieran quién las hizo.
La declaración es importante porque en mucho refleja el sentir de los oaxaqueños: la mayoría de los que votaron por Gabino Cué Monteagudo para gobernador sabían que no representa sus aspiraciones de cambio, pero también eran conscientes de que no era lo mismo que el candidato de Ulises Ruiz. El voto contra el PRI fue un voto en contra de lo que no se quiere, sin que se tuviera claro lo que podía venir. Los oaxaqueños no hicieron una apuesta por las urnas, como algunos analistas sugieren, sino un cálculo entre lo malo conocido y lo bueno o malo que no conocían. Esto explicaría por qué decidieron ir masivamente a las urnas en unas elecciones para gobernador, cuando históricamente se han mantenido alejados de ellas, sobre todo porque saben que la base del gobierno sigue siendo el caciquismo, que ellos sufren en los municipios y las regiones, donde prefieren dar la lucha.
Más allá de eso el hecho es que el PRI perdió las elecciones y el poder estatal pasó a manos de los partidos de oposición, con lo cual el escenario de las luchas sociales por transformar el estado de cosas actuales también cambia. Los partidos de la coalición que llegan al gobierno tienen una oportunidad histórica de demostrar que pueden hacer un gobierno distinto al que siempre hemos padecido los oaxaqueños; pero no podemos esperar que propongan cambios de fondo, porque se mudaron de partido para llegar al poder, pero la mayoría de quienes llegan son gente del sistema y hacerlo iría contra sus propios intereses. Las propuestas para una verdadera trasformación en el estado tienen que salir de la sociedad, con base en sus necesidades, debe formularlas la gente que votó en contra del continuismo y no participa de las redes del poder político estatal. Si ella no lo hace, se organiza y presiona a la burocracia para que las retome, difícilmente podrán salir de otro lugar. En otras palabras, la sociedad debe continuar con la guelaguetza iniciada el 4 de julio.
En diversos espacios de discusión se ha dicho que las propuestas que la sociedad oaxaqueña debería discutir y articular han de ser aquellas que impulsen un cambio del régimen autoritario y caciquil actual para arribar a uno democrático y pluricultural, como es la composición de la sociedad oaxaqueña. También se ha expresado que dentro de tales propuestas habrá que distinguir las que resultan condición para una relación distinta de la sociedad con el Estado de las que deberían atender los problemas de los ciudadanos y los pueblos. El segundo tipo de problemas se podrían agrupar en urgentes y fundamentales. Entre los primeros habría que colocar el desmantelamiento de los grupos paramilitares, castigo a los responsables de los crímenes contra los luchadores sociales y vuelta al estado de derecho, pues sin su materialización no hay posibilidad de que la vida de los oaxaqueños se desenvuelva de manera normal.
Entre las propuestas urgentes se podría incluir todas aquellas que permitan a los pueblos satisfacer sus necesidades apremiantes; mientras en las fundamentales, que deberían ser el eje de un programa a largo plazo, puede ubicarse la elevación del nivel de vida de los oaxaqueños, con base en los derechos económicos, sociales y culturales, así como los específicos de los pueblos indígenas, todo esto con la participación social para que sea la sociedad la que decida su futuro; de manera particular habría que buscar solución a conflictos sociales de diversa índole: agrarios, por explotación minera, proyectos eólicos y represas, entre otros. Podrían ser también la primera prueba de fuego para el nuevo gobernante. En todo caso, lo que debe quedar claro es que la alternancia política en Oaxaca no garantiza por sí misma un cambio del estado de cosas y para que éste sea posible la sociedad debe seguir luchando.
FRANCISCO LÓPEZ BÁRCENAS
El sistema político es como las serpientes: pueden cambiar de piel pero siguen siendo serpientes y se comportan como tales. Eso responde un oaxaqueño cuando se le pregunta su opinión sobre los resultados de las pasadas elecciones, donde el Partido Revolucionario Institucional fue derrotado por primera vez en su historia. Lo dice para explicar que él y muchos como él no votaron por el candidato de la coalición sino en contra del candidato del gobernador, de quien la soberbia, la corrupción y la impunidad los tenía hartos y se vengaron enfrentándolo y propinándole una fuerte derrota en el terreno electoral, donde la fama pública le atribuía amplia experiencia en el arte de la alteración de votaciones ciudadanas. Por eso, dice, mientras los partidos coaligados celebran su triunfo los ciudadanos no hablan de los resultados electorales. Como los niños que cuando se descubren sus maldades hacen como si no supieran quién las hizo.
La declaración es importante porque en mucho refleja el sentir de los oaxaqueños: la mayoría de los que votaron por Gabino Cué Monteagudo para gobernador sabían que no representa sus aspiraciones de cambio, pero también eran conscientes de que no era lo mismo que el candidato de Ulises Ruiz. El voto contra el PRI fue un voto en contra de lo que no se quiere, sin que se tuviera claro lo que podía venir. Los oaxaqueños no hicieron una apuesta por las urnas, como algunos analistas sugieren, sino un cálculo entre lo malo conocido y lo bueno o malo que no conocían. Esto explicaría por qué decidieron ir masivamente a las urnas en unas elecciones para gobernador, cuando históricamente se han mantenido alejados de ellas, sobre todo porque saben que la base del gobierno sigue siendo el caciquismo, que ellos sufren en los municipios y las regiones, donde prefieren dar la lucha.
Más allá de eso el hecho es que el PRI perdió las elecciones y el poder estatal pasó a manos de los partidos de oposición, con lo cual el escenario de las luchas sociales por transformar el estado de cosas actuales también cambia. Los partidos de la coalición que llegan al gobierno tienen una oportunidad histórica de demostrar que pueden hacer un gobierno distinto al que siempre hemos padecido los oaxaqueños; pero no podemos esperar que propongan cambios de fondo, porque se mudaron de partido para llegar al poder, pero la mayoría de quienes llegan son gente del sistema y hacerlo iría contra sus propios intereses. Las propuestas para una verdadera trasformación en el estado tienen que salir de la sociedad, con base en sus necesidades, debe formularlas la gente que votó en contra del continuismo y no participa de las redes del poder político estatal. Si ella no lo hace, se organiza y presiona a la burocracia para que las retome, difícilmente podrán salir de otro lugar. En otras palabras, la sociedad debe continuar con la guelaguetza iniciada el 4 de julio.
En diversos espacios de discusión se ha dicho que las propuestas que la sociedad oaxaqueña debería discutir y articular han de ser aquellas que impulsen un cambio del régimen autoritario y caciquil actual para arribar a uno democrático y pluricultural, como es la composición de la sociedad oaxaqueña. También se ha expresado que dentro de tales propuestas habrá que distinguir las que resultan condición para una relación distinta de la sociedad con el Estado de las que deberían atender los problemas de los ciudadanos y los pueblos. El segundo tipo de problemas se podrían agrupar en urgentes y fundamentales. Entre los primeros habría que colocar el desmantelamiento de los grupos paramilitares, castigo a los responsables de los crímenes contra los luchadores sociales y vuelta al estado de derecho, pues sin su materialización no hay posibilidad de que la vida de los oaxaqueños se desenvuelva de manera normal.
Entre las propuestas urgentes se podría incluir todas aquellas que permitan a los pueblos satisfacer sus necesidades apremiantes; mientras en las fundamentales, que deberían ser el eje de un programa a largo plazo, puede ubicarse la elevación del nivel de vida de los oaxaqueños, con base en los derechos económicos, sociales y culturales, así como los específicos de los pueblos indígenas, todo esto con la participación social para que sea la sociedad la que decida su futuro; de manera particular habría que buscar solución a conflictos sociales de diversa índole: agrarios, por explotación minera, proyectos eólicos y represas, entre otros. Podrían ser también la primera prueba de fuego para el nuevo gobernante. En todo caso, lo que debe quedar claro es que la alternancia política en Oaxaca no garantiza por sí misma un cambio del estado de cosas y para que éste sea posible la sociedad debe seguir luchando.
AMLO: por fin un proyecto de nación
VÍCTOR M. TOLEDO
Justo en el momento en el que la política alcanza sus niveles más denigrantes; cuando el país carece de brújula y la ciudadanía sufre un ataque agudo de desesperanza. Justo cuando los indicadores, económicos, sociales, ambientales y morales revelan que la nación padece una crisis múltiple, AMLO presenta, para su amplia discusión, un proyecto de nación. El acto parece descabellado o ingenuo en un país donde la política se hace ya sin ideas, movida casi totalmente por la lógica cínica, es decir, por los compromisos, las componendas y un pragmatismo cuyo motor es el signo de pesos. Sojuzgada hasta el extremo por el capital, a tal punto que es casi imposible distinguir entre el empresario y el político, la práctica política se ha convertido en una acción indecente, sin discurso, valores ni metas. Y este irracionalismo contamina, por desgracia, buena parte de la vida del país.
Dibujar un proyecto de nación, incluso sin el adjetivo de alternativo, en las muy difíciles condiciones actuales, es una proeza que todo ciudadano consciente está obligado a reconocer, porque remonta una situación de decaimiento y desconsuelo, y porque le abre de nuevo a los mexicanos la inmensa puerta de la esperanza. Y es que un proyecto de nación, que es una propuesta de gente pensante, rebasa en teoría a los individuos, a las personalidades y a los dirigentes, en tanto creación colectiva, en tanto acto intelectual de buena voluntad y en tanto oferta para contender.
La primera versión del proyecto, unas 25 páginas elaboradas con el concurso de cerca de medio centenar de pensadores, que se hizo público el pasado domingo, está llamada a operar como un detonador de las voluntades de los millones de mexicanos que como nunca antes sufren, en diferentes versiones y matices, el peso de la corrupción, la injusticia y la falta de oportunidades para alcanzar una vida digna, sana y segura. Ahí están el pequeño comerciante abatido por los grandes monopolios, el joven sin trabajo ni escuela, la familia de clase media amenazada por la delincuencia, el profesionista laborando en actividades impropias, el campesino marginado, los obreros y empleados mal pagados y peor tratados, y los millones sin información, conocimiento, trabajo.
Más allá de su coherencia ideológica, nivel de actualidad e impacto transformador, todo lo cual se irá delineando mediante la discusión anunciada, el documento alcanza un alto grado de legitimidad por dos razones. Primero, porque se plantea clara y rotundamente como objetivo central el desmantelamiento de las prácticas neoliberales que hoy por hoy, no sólo en México sino en el mundo, explotan el trabajo humano y el trabajo de la naturaleza, tan impíamente, que la humanidad se mueve inexorablemente a una crisis de supervivencia. El renacimiento de México, se sostiene, se logra venciendo la inercia de más de dos décadas de neoliberalismo. En segundo lugar porque ha intentado cubrir todas las dimensiones que requieren urgente atención, es decir, que conforman reclamos casi obvios de la sociedad mexicana, evitando dejar fuera del análisis cualquiera de las problemáticas más notables o visibles. Así, para lograr la transformación se propone desde la revolución de las conciencias y el pensamiento crítico, y la defensa de los recursos naturales, pasando por la recuperación del sector público, la supresión de los monopolios, la democratización de los medios de comunicación, la extinción de los privilegios fiscales y las desprivatización del petróleo y la electricidad; hasta la recuperación del campo y la soberanía alimentaria, el predominio de la agricultura ecológica y la defensa de los derechos de los pueblos indígenas.
Ya lo dijo José Martí, hace más de un siglo: Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Lo que aquí procede es saber si los acorazados de las elites que hoy dominan, explotan y dilapidan a los mexicanos y sus recursos (poder económico, controles diversos, medios de comunicación, prensa corrupta) serán derrotados por el voto de los ciudadanos en 2012. Una proeza que aumentará su probabilidad en la medida en que un número mayor de ciudadanos lean este proyecto, y lo mediten, discutan, difundan… Un logro que tiene que ser respaldado por trabajo, acción, estrategia y, sobre todo, congruencia moral, pues todo proyecto de nación para ser creíble debe quedar avalado, impecablemente, por la conducta de sus proponentes.
VÍCTOR M. TOLEDO
Justo en el momento en el que la política alcanza sus niveles más denigrantes; cuando el país carece de brújula y la ciudadanía sufre un ataque agudo de desesperanza. Justo cuando los indicadores, económicos, sociales, ambientales y morales revelan que la nación padece una crisis múltiple, AMLO presenta, para su amplia discusión, un proyecto de nación. El acto parece descabellado o ingenuo en un país donde la política se hace ya sin ideas, movida casi totalmente por la lógica cínica, es decir, por los compromisos, las componendas y un pragmatismo cuyo motor es el signo de pesos. Sojuzgada hasta el extremo por el capital, a tal punto que es casi imposible distinguir entre el empresario y el político, la práctica política se ha convertido en una acción indecente, sin discurso, valores ni metas. Y este irracionalismo contamina, por desgracia, buena parte de la vida del país.
Dibujar un proyecto de nación, incluso sin el adjetivo de alternativo, en las muy difíciles condiciones actuales, es una proeza que todo ciudadano consciente está obligado a reconocer, porque remonta una situación de decaimiento y desconsuelo, y porque le abre de nuevo a los mexicanos la inmensa puerta de la esperanza. Y es que un proyecto de nación, que es una propuesta de gente pensante, rebasa en teoría a los individuos, a las personalidades y a los dirigentes, en tanto creación colectiva, en tanto acto intelectual de buena voluntad y en tanto oferta para contender.
La primera versión del proyecto, unas 25 páginas elaboradas con el concurso de cerca de medio centenar de pensadores, que se hizo público el pasado domingo, está llamada a operar como un detonador de las voluntades de los millones de mexicanos que como nunca antes sufren, en diferentes versiones y matices, el peso de la corrupción, la injusticia y la falta de oportunidades para alcanzar una vida digna, sana y segura. Ahí están el pequeño comerciante abatido por los grandes monopolios, el joven sin trabajo ni escuela, la familia de clase media amenazada por la delincuencia, el profesionista laborando en actividades impropias, el campesino marginado, los obreros y empleados mal pagados y peor tratados, y los millones sin información, conocimiento, trabajo.
Más allá de su coherencia ideológica, nivel de actualidad e impacto transformador, todo lo cual se irá delineando mediante la discusión anunciada, el documento alcanza un alto grado de legitimidad por dos razones. Primero, porque se plantea clara y rotundamente como objetivo central el desmantelamiento de las prácticas neoliberales que hoy por hoy, no sólo en México sino en el mundo, explotan el trabajo humano y el trabajo de la naturaleza, tan impíamente, que la humanidad se mueve inexorablemente a una crisis de supervivencia. El renacimiento de México, se sostiene, se logra venciendo la inercia de más de dos décadas de neoliberalismo. En segundo lugar porque ha intentado cubrir todas las dimensiones que requieren urgente atención, es decir, que conforman reclamos casi obvios de la sociedad mexicana, evitando dejar fuera del análisis cualquiera de las problemáticas más notables o visibles. Así, para lograr la transformación se propone desde la revolución de las conciencias y el pensamiento crítico, y la defensa de los recursos naturales, pasando por la recuperación del sector público, la supresión de los monopolios, la democratización de los medios de comunicación, la extinción de los privilegios fiscales y las desprivatización del petróleo y la electricidad; hasta la recuperación del campo y la soberanía alimentaria, el predominio de la agricultura ecológica y la defensa de los derechos de los pueblos indígenas.
Ya lo dijo José Martí, hace más de un siglo: Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Lo que aquí procede es saber si los acorazados de las elites que hoy dominan, explotan y dilapidan a los mexicanos y sus recursos (poder económico, controles diversos, medios de comunicación, prensa corrupta) serán derrotados por el voto de los ciudadanos en 2012. Una proeza que aumentará su probabilidad en la medida en que un número mayor de ciudadanos lean este proyecto, y lo mediten, discutan, difundan… Un logro que tiene que ser respaldado por trabajo, acción, estrategia y, sobre todo, congruencia moral, pues todo proyecto de nación para ser creíble debe quedar avalado, impecablemente, por la conducta de sus proponentes.
Sí, la vía es electoral
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
Durante muchos años, la izquierda ha participado en las elecciones sin asumir en serio las dificultades del camino, las exigencias de una vía a la que considera limitada, casi un mal necesario en una época de cerrazón e intolerancia. Presenta candidatos, programas incluso mejores a los de otras fuerzas, pero en cierta forma su corazón, los sentimientos de muchos militantes, no están puestos en las urnas sino en la aparición redentora de una insurgencia popular y ciudadana capaz de cuestionar desde la raíz los fundamentos de un sistema a todas luces injusto y desigual.
La disputa por el poder, la transición propiamente dicha, consumió más de dos décadas de engorroso gradualismo limitado al ámbito electoral, al acotamiento de los excesos presidencialistas, sin propiciar el cambio de régimen que la obvia crisis de las instituciones y la continua movilización social y ciudadana viene exigiendo. Se fortaleció el pluralismo; otras libertades se ampliaron, pero los derechos sociales –así como las organizaciones que los enarbolan– siguieron erosionándose, en beneficio de la concepción individualista asociada al liberalismo económico.
La autonomía del movimiento social, indispensable para asegurar la defensa de los intereses de la mayoría, fue combatida como una rémora para la expansión autoritaria de la libre empresa que rearticula a su favor la herencia corporativa del pasado pero limita gravemente el derecho de asociación, la autonomía de las organizaciones sociales. El nuevo escenario político, más competitivo y plural, con sus ambigüedades y vacíos, se convirtió en el lugar ideal para amamantar a las nuevas burocracias políticas. La transición devino una especie de estado permanente donde se instaló sobre la legítima voluntad de poder el cálculo oportunista, la impostura, el sacrificio del pluralismo real de los partidos a los intereses en ascenso de sus grupos dirigentes, el olvido de la ciudadanía como el sujeto de la democracia.
Para amplios sectores de la izquierda forjada tras el ascenso y el fraude electoral de 1988, la idea de partido, propuesta para mantener en pie la lucha, jamás se concilió con la diversidad existente entre las fuerzas que impulsaron la gran movilización cardenista, poco proclives a pasar de un frente político muy abierto a una formación centralista y disciplinada bajo una línea común, es decir, a un partido cuya tarea objetiva, su mayor aportación, radicaba en la posibilidad inmediata de romper el monopolio del poder para asentar el pluralismo real y, en esa medida, acelerar la transición hacia la democracia, aunque muchos creyeron ver en los acontecimientos la antesala de una situación revolucionaria en la que sólo faltaba la voluntad de los líderes para sacudir la mata. Bajo esas circunstancias adquiere crédito la noción de partido-movimiento, mediante la cual se plantea salvar los antagonismos mediante una suerte de división del trabajo partidista entre las funciones políticas como la representación en los congresos y ayuntamientos, la elaboración y el diseño del programa, la respuesta cotidiana al pulso político de la República y todas aquellas que tienen que ver con la movilización social en tiempos normales, pero sobre todo en épocas electorales, cuando el aparato resulta lento y a veces una verdadera carga que sólo busca salvarse a sí misma. Los éxitos logrados a través de años de dura confrontación en las urnas y en la vida social mostraron lo obvio: la disputa electoral es una gran tribuna para denunciar los grandes problemas de la sociedad, pero la guerra ilegal emprendida contra la oposición de izquierda (junto a la persecución sistemática de las organizaciones sociales autónomas) agudiza los conflictos internos, favorece la confusión, desdibuja los perfiles propios y al final esparce la duda sobre si la ruta emprendida sirve, realmente, para lograr el objetivo de ganar pacíficamente el poder sin desnaturalizar los principios. La ineficacia de la dirección partidista, el desgate de sus reservas en pleitos internos, la falta de visión para mantener la identidad y la cohesión, tendrán secuelas desastrosas entre una ciudadanía cada vez más distante y dispuesta a creer las falacias difundidas por los medios en nombre de la elite dominante. La izquierda cae cuando es más fuerte y se deja arrebatar la ventaja lograda con base en sacrificios colectivos. Prevalece el impresionismo. No hay balance ni autocrítica, porque no hay un programa contra el cual medir los resultados. En tales circunstancias, la concepción antipartido promovida desde la derecha como el máximo democratismo, cala. La idea de partido desfallece ante el desmadre interno. Los candidatos lo son todo. La desilusión aumenta y las tentaciones de clausurar la opción de las urnas –todavía puntuales– reaparecen en medio del hastío como renuncia a la política.
Por eso, el discurso de Andrés Manuel López Obrador en la plaza del Zócalo tiene un valioso significado. Reivindica la política, define objetivos. Sale al paso del pesimismo reinante (aunque es una lástima que las demás intervenciones de carácter programático no se hayan divulgado en la prensa). Pero hay algo más: allí ha dicho que la vía electoral no es un recurso más en el abanico de tácticas de la izquierda, sino el campo de batalla donde debe dirimirse el cambio de México. La organización que presentó el domingo es admirable, porque ese esfuerzo de implantación territorial (de abajo hacia arriba) sección por sección era el gran pendiente organizativo que el PRD jamás se atrevió a resolver con toda claridad y crudeza, en parte por la abulia de sus jefes, pero también por los prejuicios subsistentes hacia la implantación territorial de “la lucha electorera vs. la lucha de masas”, que no impidió, en cambio, la aparición de las políticas clientelares que aún representan un lastre para el futuro de la izquierda como tal. Si garantizar el cuidado de las casillas para evitarse amargas sorpresas es la tarea primaria de una organización competitiva, es obvio que al avanzar en ese capítulo el movimiento liderado por Andrés Manuel da un paso muy importante para conformar una verdadera corriente nacional, es decir, una opción con presencia y vocación de gobierno en los tres niveles del Estado. Tiene una significación particular que la mayoría de los integrantes de tal organización provengan de comunidades de ciudadanos no contaminadas por las prácticas tóxicas de la politiquería al uso, pero ya no estamos en presencia de un movimiento social en el sentido tradicional y restringido del término, sino que por su origen y sobre todo por sus objetivos se despliega como un movimiento político que eventualmente podría convertirse en un nuevo partido, aunque tal posibilidad hoy le saque roncha incluso a varios de sus simpatizantes. Pero el futuro de esta formación dependerá (aunque mediáticamente les parezca a otros secundario) de su capacidad para articular un programa que concrete el proyecto alternativo de nación, concebido como el punto de encuentro hacia el futuro de la mayoría de los mexicanos que buscan un cambio en la situación.
Y en ese punto crucial, más nos vale que en el anunciado debate sobre la unidad de las izquierdas en los comicios de 2012 se tengan presentes estos temas y no sólo la lotería de los registros. El tiempo corre y se va como el agua. Hay que darse prisa. Esa discusión no puede encasillarse en los plazos dictados por la norma electoral; es la esencia de la política que debe cambiar a México.
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
Durante muchos años, la izquierda ha participado en las elecciones sin asumir en serio las dificultades del camino, las exigencias de una vía a la que considera limitada, casi un mal necesario en una época de cerrazón e intolerancia. Presenta candidatos, programas incluso mejores a los de otras fuerzas, pero en cierta forma su corazón, los sentimientos de muchos militantes, no están puestos en las urnas sino en la aparición redentora de una insurgencia popular y ciudadana capaz de cuestionar desde la raíz los fundamentos de un sistema a todas luces injusto y desigual.
La disputa por el poder, la transición propiamente dicha, consumió más de dos décadas de engorroso gradualismo limitado al ámbito electoral, al acotamiento de los excesos presidencialistas, sin propiciar el cambio de régimen que la obvia crisis de las instituciones y la continua movilización social y ciudadana viene exigiendo. Se fortaleció el pluralismo; otras libertades se ampliaron, pero los derechos sociales –así como las organizaciones que los enarbolan– siguieron erosionándose, en beneficio de la concepción individualista asociada al liberalismo económico.
La autonomía del movimiento social, indispensable para asegurar la defensa de los intereses de la mayoría, fue combatida como una rémora para la expansión autoritaria de la libre empresa que rearticula a su favor la herencia corporativa del pasado pero limita gravemente el derecho de asociación, la autonomía de las organizaciones sociales. El nuevo escenario político, más competitivo y plural, con sus ambigüedades y vacíos, se convirtió en el lugar ideal para amamantar a las nuevas burocracias políticas. La transición devino una especie de estado permanente donde se instaló sobre la legítima voluntad de poder el cálculo oportunista, la impostura, el sacrificio del pluralismo real de los partidos a los intereses en ascenso de sus grupos dirigentes, el olvido de la ciudadanía como el sujeto de la democracia.
Para amplios sectores de la izquierda forjada tras el ascenso y el fraude electoral de 1988, la idea de partido, propuesta para mantener en pie la lucha, jamás se concilió con la diversidad existente entre las fuerzas que impulsaron la gran movilización cardenista, poco proclives a pasar de un frente político muy abierto a una formación centralista y disciplinada bajo una línea común, es decir, a un partido cuya tarea objetiva, su mayor aportación, radicaba en la posibilidad inmediata de romper el monopolio del poder para asentar el pluralismo real y, en esa medida, acelerar la transición hacia la democracia, aunque muchos creyeron ver en los acontecimientos la antesala de una situación revolucionaria en la que sólo faltaba la voluntad de los líderes para sacudir la mata. Bajo esas circunstancias adquiere crédito la noción de partido-movimiento, mediante la cual se plantea salvar los antagonismos mediante una suerte de división del trabajo partidista entre las funciones políticas como la representación en los congresos y ayuntamientos, la elaboración y el diseño del programa, la respuesta cotidiana al pulso político de la República y todas aquellas que tienen que ver con la movilización social en tiempos normales, pero sobre todo en épocas electorales, cuando el aparato resulta lento y a veces una verdadera carga que sólo busca salvarse a sí misma. Los éxitos logrados a través de años de dura confrontación en las urnas y en la vida social mostraron lo obvio: la disputa electoral es una gran tribuna para denunciar los grandes problemas de la sociedad, pero la guerra ilegal emprendida contra la oposición de izquierda (junto a la persecución sistemática de las organizaciones sociales autónomas) agudiza los conflictos internos, favorece la confusión, desdibuja los perfiles propios y al final esparce la duda sobre si la ruta emprendida sirve, realmente, para lograr el objetivo de ganar pacíficamente el poder sin desnaturalizar los principios. La ineficacia de la dirección partidista, el desgate de sus reservas en pleitos internos, la falta de visión para mantener la identidad y la cohesión, tendrán secuelas desastrosas entre una ciudadanía cada vez más distante y dispuesta a creer las falacias difundidas por los medios en nombre de la elite dominante. La izquierda cae cuando es más fuerte y se deja arrebatar la ventaja lograda con base en sacrificios colectivos. Prevalece el impresionismo. No hay balance ni autocrítica, porque no hay un programa contra el cual medir los resultados. En tales circunstancias, la concepción antipartido promovida desde la derecha como el máximo democratismo, cala. La idea de partido desfallece ante el desmadre interno. Los candidatos lo son todo. La desilusión aumenta y las tentaciones de clausurar la opción de las urnas –todavía puntuales– reaparecen en medio del hastío como renuncia a la política.
Por eso, el discurso de Andrés Manuel López Obrador en la plaza del Zócalo tiene un valioso significado. Reivindica la política, define objetivos. Sale al paso del pesimismo reinante (aunque es una lástima que las demás intervenciones de carácter programático no se hayan divulgado en la prensa). Pero hay algo más: allí ha dicho que la vía electoral no es un recurso más en el abanico de tácticas de la izquierda, sino el campo de batalla donde debe dirimirse el cambio de México. La organización que presentó el domingo es admirable, porque ese esfuerzo de implantación territorial (de abajo hacia arriba) sección por sección era el gran pendiente organizativo que el PRD jamás se atrevió a resolver con toda claridad y crudeza, en parte por la abulia de sus jefes, pero también por los prejuicios subsistentes hacia la implantación territorial de “la lucha electorera vs. la lucha de masas”, que no impidió, en cambio, la aparición de las políticas clientelares que aún representan un lastre para el futuro de la izquierda como tal. Si garantizar el cuidado de las casillas para evitarse amargas sorpresas es la tarea primaria de una organización competitiva, es obvio que al avanzar en ese capítulo el movimiento liderado por Andrés Manuel da un paso muy importante para conformar una verdadera corriente nacional, es decir, una opción con presencia y vocación de gobierno en los tres niveles del Estado. Tiene una significación particular que la mayoría de los integrantes de tal organización provengan de comunidades de ciudadanos no contaminadas por las prácticas tóxicas de la politiquería al uso, pero ya no estamos en presencia de un movimiento social en el sentido tradicional y restringido del término, sino que por su origen y sobre todo por sus objetivos se despliega como un movimiento político que eventualmente podría convertirse en un nuevo partido, aunque tal posibilidad hoy le saque roncha incluso a varios de sus simpatizantes. Pero el futuro de esta formación dependerá (aunque mediáticamente les parezca a otros secundario) de su capacidad para articular un programa que concrete el proyecto alternativo de nación, concebido como el punto de encuentro hacia el futuro de la mayoría de los mexicanos que buscan un cambio en la situación.
Y en ese punto crucial, más nos vale que en el anunciado debate sobre la unidad de las izquierdas en los comicios de 2012 se tengan presentes estos temas y no sólo la lotería de los registros. El tiempo corre y se va como el agua. Hay que darse prisa. Esa discusión no puede encasillarse en los plazos dictados por la norma electoral; es la esencia de la política que debe cambiar a México.