AVERGONZADA MEMORIA

29 nov 2010

La herencia de la Revolución

ARNALDO CÓRDOVA

Con todas sus glorias, reales, atribuidas o inventadas que hayan sido, la Revolución Mexicana es el fenómeno transformador que acabó modelando, en todo lo bueno y lo malo, según los puntos de vista, al México del siglo XX. En sus años de gestación y realización, fue un enorme condensado de movimientos, programas ideológicos y políticos, clases sociales disímbolas y de individuos que provenían de todas las regiones de nuestra variada geografía. Uno puede echar el gato a retozar y especular sobre cuáles de esos numerosos movimientos, muchos de ellos locales, constituían en sí mismos una revolución. El hecho es que ninguno de ellos se dio en abstracto y todos se conjuntaron para formar un solo vórtice que los mezcló a todos.

Hablar de una revolución maderista, de una zapatista, de una villista, de una constitucionalista, o bien eulalista, orozquista y todas las que uno pueda imaginar y, también, decir que cada levantamiento local era una revolución, es legítimo; pero es sólo una ocurrencia. La verdad es que el zapatismo, por ejemplo, no puede concebirse fuera de sus relaciones con el maderismo, el villismo, el carrancismo y todas las demás fuerzas actuantes en el escenario revolucionario. La microhistoria (dedicada a historiar lo particular o local) o, si se prefiere, la historia regional, han dado cuenta, cada vez más exhaustivamente, de las diferentes y variopintas formas que adquiere el movimiento revolucionario en todo lo ancho y largo del país.

Como nunca me he dedicado al estudio de la historia regional, siempre he preferido ver al conjunto y considerarlo en su totalidad. Así, me ha parecido lógico hablar de la Revolución Mexicana como tal. A través del tiempo he tenido polémicas con autores anglosajones (como John Womack o Alan Knight) y con mexicanos que sostienen la pluralidad de revoluciones y niegan que haya habido una Revolución Mexicana. Para mí resultó claro que ninguno de los movimientos revolucionarios podía definirse aisladamente sino en sus relaciones con los demás y en confrontación abierta entre sí por sus diversas posiciones y programas.

Es verdad que el régimen político, social y económico que surgió de la Revolución lo definieron los triunfadores y no los vencidos en la lucha armada; pero hasta eso es relativo. Carranza aplastó al zapatismo y al villismo, pero Obregón destronó a Carranza y se hizo aliados a los zapatistas y hasta les dio la Comisión Nacional Agraria, creada en la época de Madero, para que ellos se encargaran de realizar la reforma agraria. El Grupo de Sonora en sus diferentes regímenes presidenciales, de 1920 a 1934, excluyó del poder, por ejemplo, a villistas y carrancistas; pero Cárdenas los llamó para que se integraran a su gobierno. Desde entonces empezó la tradición de dejar de ver a los movimientos particulares para ver sólo un gran movimiento en el que todos cabían.

En alguna ocasión, mi inolvidable José Panchito Aricó me escuchó decir que el principal logro de la Revolución Mexicana había sido la creación de un nuevo Estado nacional, y me dijo: Entonces, la Revolución podría definirse como un movimiento gran burgués, como lo fue la Revolución Francesa. Sigo creyendo que el principal logro de aquel gran movimiento definidor del siglo XX mexicano fue la formación de un nuevo régimen estatal de instituciones, diferente del antiguo Estado oligárquico porfiriano, en el que sólo las clases pudientes podían entrar y el resto de la sociedad permanecía excluido. La mexicana fue, ante todo, una revolución política.

Es cierto que los variados programas y planes revolucionarios plantearon las transformaciones sociales que luego se fueron realizando de muchas maneras (aunque no fueron pocos los que se echaron al olvido); pero todos ellos o casi esperaban tener un nuevo orden político para que esas transformaciones se hicieran realidad. Todos ellos esperaban algo del nuevo Estado. El Estado revolucionario se abocó a hacer esas reformas, con variable entusiasmo y compromiso. En todo caso, la conformación del nuevo Estado, del nuevo régimen político, fue la aspiración de los revolucionarios triunfantes. Las reformas se fueron dando a cuentagotas y fue preciso que llegara Cárdenas al poder (apenas un muchacho en los años de la lucha armada, pero fiel seguidor de los idearios revolucionarios), para que las reformas se hicieran a gran velocidad.

No fue ese el signo dominante de los demás regímenes presidenciales de la Revolución. Pesaba más en la mentalidad de los grupos gobernantes el afán por conservar lo poco que se iba realizando que el deseo transformador de una realidad que siempre estuvo plagada de injusticias y desigualdades. Fue por eso, sin duda alguna, que entre los críticos del régimen revolucionario prevaleció la condena por las promesas incumplidas, por los arrebatos momentáneos (como con Cárdenas, justamente), por el autoritarismo que no se justificaba por sí mismo, por los excesos en el ejercicio del poder, por los abusos en el mismo, pero, sobre todo, porque no había verdaderas transformaciones que hicieran sentir a la ciudadanía que de verdad había llegado un nuevo régimen.

Queda el hecho de que la mayor parte del bagaje ideológico de la Revolución no fue producto de los años de la lucha armada, en abierta confrontación con el antiguo régimen, sino de la misma experiencia de los revolucionarios en su desempeño en el poder. Ideas que hoy nos parecen consubstanciales al movimiento revolucionario como la rectoría del Estado en la economía o el nacionalismo revolucionario no aparecieron sino hasta los últimos años veinte. La misma idea de la reforma agraria no fue como la había diseñado don Luis Cabrera en la ley del 6 de enero de 1915, sino como luego la concibieron los zapatistas aliados de Obregón desde la Comisión Nacional Agraria. El ejido que hoy tenemos no es el que vio Cabrera, sino el que vieron los zapatistas, con el ejemplo de los koljoses soviéticos.

Una política a favor de las clases populares, con nuevos patrones de distribución del ingreso, con educación, salud y tantas otras cosas que se deben a la existencia de las instituciones revolucionarias, no fueron obra de los mismos revolucionarios que derribaron la dictadura, sino de los programas políticos del Estado revolucionario. Ningún revolucionario que haya vivido en la década trágica de 1910 a 1920 pudo jamás imaginar lo que México iba a ser después del triunfo de la Revolución. No podía, sus objetivos, para todos, eran acabar con la dictadura y, entre otras cosas, con su sostén social y económico que eran los latifundistas, apoyados por los capitalistas extranjeros. México se ha hecho al paso y nadie ha sido capaz de predeterminarlo como un ente acabado y perfecto.

La gran herencia de la revolución fue su Estado que, desde De la Madrid, sus presidentes han persistido en demolerlo hasta acabarlo casi por completo. Del viejo Estado revolucionario ya no quedan sino unos cuantos vestigios en los que ya no hay nada que lo identifique con su glorioso pasado. La Revolución se fue agotando en la medida en que el capitalismo se fue desarrollando. De ella hoy no queda más que una pálida y avergonzada memoria.

En memoria de Fallo Cordera y en solidaridad con Rolando y sus seres queridos.

¿Por quién se lucha contra el narcotráfico?

NÉSTOR DE BUEN



Comentaba una mañana, en el desayuno con mi esposa, el problema de la inseguridad. Me dijo algo que me puso a pensar. ¿Realmente estamos luchando por México o por Estados Unidos y su permanente afición a las drogas?

Me parece que Nona tiene razón. Yo supongo que en pocas ocasiones Estados Unidos ha podido vender tantas armas sin que medie una guerra, aunque en nuestro caso sí parece que estamos en guerra contra nosotros mismos. Sin que se trate, dicho sea de paso, de una guerra civil. ¡Afortunadamente!

Por otra parte, es evidente que México es un simple retransmisor de las drogas que vienen del sur salvo, tal vez, la mariguana que seguramente es cultivada a conciencia por campesinos que no han podido resolver de otra manera su grave condición económica. En eso nuestra culpa es, probablemente, absoluta.

Sin duda, la situación está provocando una inestabilidad e inseguridad que no merecemos. Todos los días nos enteramos de la detención de capos, pero da la impresión de que éstos se reproducen con entera facilidad. Por supuesto que el desempleo que sufrimos es un buen alimento para esa actividad.

Todo esto nos ha permitido llegar a unas conclusiones que no son nada gratas. En primer término, que el Ejército no ha sido hecho para investigaciones y que, por el contrario, su intervención es más peligrosa que eficaz. Las muertes de civiles que no tienen que ver con las pandillas de narcotraficantes, cada vez es más frecuente. Y en cuanto a investigaciones, me temo que no es función del Ejército llevarlas a cabo. No está preparado para ello.

A su vez, los cuerpos de policía han puesto de manifiesto, cada vez de manera más clara, su transformación en aliados de los narcotraficantes, haciendo evidente que la corrupción es una de sus principales características.

¿Tiene la culpa el gobierno?

Es obvio que es legítimo considerarlo así, pero si analizamos las cosas con calma, tendremos que llegar a la conclusión de que el problema es más antiguo y que lo que resulta evidente es que la intervención del Ejército sí corresponde a sus funciones constitucionales, lo que yo no creía. Y es que el artículo 129 de la Constitución dice, en su primera parte, que: En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Sin embargo, en la fracción sexta del artículo 89 constitucional se faculta al Ejecutivo a preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente, o sea, del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación.

Se trata, tal vez, de una contradicción constitucional. Y la interpretación no parece nada fácil. Claro está que todo se resolvería si se declara que estamos en tiempos de guerra, lo que es más que cierto, aunque la idea de la guerra tenga una connotación internacional.

La solución estaría en manos del Poder Legislativo, al que el artículo 73 de la Constitución, fracción XII, faculta para declarar la guerra, en vista de los datos que le presente el Ejecutivo.

Quizá el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia, nos dé una manita. En una de sus versiones, guerra es: Lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación. Y no se puede dudar de que en este momento existen en el país esos dos bandos. Afortunadamente no se trata de una guerra civil, en la que juegan las ideologías, sino de una guerra como instrumento para superar un delito. Y nadie dudaría en dar la categoría de bando a quienes están organizados para la explotación de los narcóticos.

Lo malo es que no se trata de un bando sino de varios que, inclusive, se pelean entre sí por el dominio de los mercados. Tal vez sea necesario que se haga presente el problema a la Real Academia para que encuentre una definición. Aunque podría servir el mismo diccionario en otra versión, cuando dice que guerra es: La que tienen entre sí los habitantes de un mismo pueblo o nación. Lo que ocurre es que en el caso estaríamos en presencia de una pluralización de esa definición para incluir como participantes en la guerra a los diferentes cuerpos de traficantes y al mismo gobierno federal.

Es posible, pues, justificar la intervención del Ejército. Lo que importa ahora es que sea eficaz.

El exjefe Diego

Jorge Carrasco Araizaga



MÉXICO, D.F., 28 de noviembre (apro).- En México se negocia y se pacta con la delincuencia. Se le busca y se llega a acuerdos para que cada quien obtenga lo que quiere. Los delincuentes logran su objetivo principal: el lucro; el gobierno, “la resolución” de los casos de mayor impacto en la opinión pública.

El esclarecimiento de los hechos y, sobre todo, el establecimiento de responsabilidades quedan de lado. No existen. La impunidad total.



Cuando en mayo pasado secuestraron al hasta entonces intocable millonario Diego Fernández de Cevallos, el gobierno de Felipe Calderón no movilizó los recursos del Estado, como era su obligación, para dar con el panista. Recurrió a uno de los símbolos del autoritarismo y la impunidad en México: el

general retirado Mario Arturo Acosta Chaparro, uno de los principales violadores de derechos humanos en los años setenta, durante la guerra sucia en México.

No fue la familia la que buscó al militar en retiro, experto en persecución y represión de los grupos subversivos. Fue el propio gobierno de Calderón quien lo

llamó. En particular, el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez-Mont. “Nos tiene que ayudar para la liberación de mi socio”, le dijo Gómez Mont al viejo militar. El abogado, entonces funcionario, en efecto, ha trabajo durante años para el despacho de Diego Fernández, junto con otro inseparable del grupo dedicado a la política y a los negocios desde la abogacía, el exprocurador general de la República, Antonio Lozano Gracia, central en las negociaciones

para la liberación de Fernández.



El tono con el que Gómez-Mont se dirigió al militar en retiro fue el de un jefe a un subordinado. Y así era. Desde el primer año de que Calderón ocupó Los

Pinos, Acosta Chaparro se convirtió en asesor de su gobierno para el combate al narcotráfico y a la guerrilla.

Para llegar a contar sus servicios, Acosta Chaparro primero debió ser exonerado de las acusaciones de narcotráfico en su contra y reivindicado por el Ejército,

tal y como lo hizo públicamente quien fue su compañero de generación y amigo, el general Guillermo Galván Galván, secretario de la Defensa Nacional.

Acosta Chaparro era desde mediados de 2007, el asesor de lujo de Calderón. Su primera misión importante fue en septiembre de 2008, cuando se encargó de negociar la entrega de los supuestos responsables de los granadazos contra la población civil la noche del Grito de Independencia en Morelia.



Con conocimiento del gobierno de Calderón, en particular del antecesor de Gómez-Mont, Juan Camilo Mouriño, y del propio general Galván, Acosta Chaparro

viajó a Michoacán para encontrarse con el liderazgo de La Familia Michoacana, la que casualmente acaba de anunciar una tregua navideña a través de narcomantas.



Con los jefes de ese grupo, como lo publicó Proceso en septiembre pasado, el militar en retiro pactó la entrega de tres hombres a la PGR como presuntos

autores del que fue el primer atentado narcoterrorista en México, que dejó ocho muertos y más de cien heridos.

No fue el único encuentro de Acosta Chaparro con los jefes del narcotráfico en México. Se reunió también con el jefe de Los Zetas, Heriberto Lazcano Lazcano, y el jefe más popular del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán.



El general viajaba hasta donde estuvieran los supuestos enemigos de Calderón en su guerra contra narcotraficantes. Y lo hacía con pleno conocimiento

gubernamental. Así es que la tarea que le encomendó Gómez Mont para dar con los secuestradores del exjefe Diego no fue nueva. Y el general se sentía otra vez en lo suyo: en tareas de persecución desde la clandestinidad.

Apenas habían pasado tres días del secuestro del famoso político litigante cuando fue atacado y por poco pierde la vida. Estuvo varios días inconsciente.

Sus investigaciones se centraban en que el secuestro había sido cometido por la guerrilla: el grupo Tendencia Democrática Revolucionaria, que en 1999 se

escindió del Ejército Popular Revolucionario (EPR), con una probable ayuda de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

De las investigaciones no se supo nada. Calderón optó por la negociación directa con los secuestradores. Repitió lo que hizo Carlos Salinas de Gortari en 1994, cuando el EPR secuestró al exbanquero Alfredo Harp Helú. Después de tres meses, fue liberado a cambio de un pago estimado en 30 millones

de dólares. Salinas, que se encontraba ya en el infierno de 1994 por el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el levantamiento del EZLN, optó por

desactivar el grupo que estaba a cargo de la identificación de los secuestradores. En ese grupo participaba, precisamente, Acosta Chaparro.

Calderón, que dice no negociar con el narco, ha buscado la interlocución con ellos. Ahora lo hace con quienes cometen raptos de alto impacto. Si deja el

famoso secuestro en la impunidad, habrá que preguntarse quién será el siguiente.