SON "CODOS" Y EGOISTAS

22 jul 2010

Carta abierta a los multimillonarios de México
Denise Dresser

A los empresarios mexicanos que forman parte de la lista Forbes:

El año pasado, en mayo del 2009, la prensa estadunidense se enteró de que los hombres más ricos de su país –Warren Buffet y Bill Gates– habían convocado a una reunión confidencial de multimillonarios. Aunque en un primer momento se trató de mantener en secreto, poco a poco, el objetivo del encuentro salió a la luz y ha sido impactante conocerlo. Gates y Buffet le pidieron a los convocados que repensaran la naturaleza de las labores filantrópicas que llevan a cabo. Les pidieron, simple y sencillamente, que dieran más. Que donaran más. Que devolvieran más al país que les ha permitido tener una posición privilegiada. Bill y Melinda Gates alzaron la vara al sugerir que los 400 hombres y mujeres estadunidenses en la lista Forbes donaran 50% de su fortuna a una causa filantrópica en el transcurso de sus vidas o en el momento de su muerte.
La pregunta entonces es ¿por qué no en México? ¿Por qué no pedir el mismo tipo de compromiso a ustedes cuyas fortunas fueron hechas aquí, gracias al país que les permitió ingresar a la lista Forbes? Durante los últimos cuatro años, Warren Buffet ha donado 6 mil 400 millones de dólares a la Fundación Gates. Eso, aunado a los donativos de los propios Gates, ha llevado a una campaña global para erradicar la malaria. Ese mismo dinero, bien usado en México podría llenar muchos de los hoyos de salud y educación que el Estado mexicano –en medio de una crisis fiscal– no puede atender. Donativos de esa magnitud podrían cambiar de manera importante a México.
Si personajes como Oprah Winfrey, Eli Broad, Ted Turner, David Rockefeller, Michael Bloomberg, George Soros, John Doerr y Pete Peterson –entre otros– están dispuestos a asumir y considerar el reto de regalar la mitad de su valor neto, ¿dónde están Carlos Slim, Jorge Larrea, Emilio Azcárraga, Ricardo Salinas Pliego y multimillonarios mexicanos comparables? Por qué, en un país con necesidades tan obvias, la filantropía empresarial es, en términos comparativos, tan pequeña? ¿Será por nuestra tradición oligopólica? ¿Por la forma tan peculiar en la cual se han amasado las grandes fortunas en México? ¿Por la ausencia de instituciones reconocidas, dedicadas a la filantropía? ¿Por una cultura que no contempla el giving back (dar de vuelta), como un componente central de la actividad empresarial? Detrás de este cúmulo de razones, hay una realidad innegable: México sigue produciendo personas que forman parte de la lista Forbes, pero no conciben la filantropía como parte de su labor. La mayoría parece vivir conforme al credo personal de Carlos Slim, manifestado a la revista The New Yorker, “no creo en la caridad”.
Para muchos de ustedes, basta con actividades como el Teletón, Iniciativa México, mantener un par de fundaciones, regalar algunos millones al año y siempre en eventos con una gran cobertura mediática. Pero eso no es suficiente. En democracias funcionales, la filantropía no se usa nada más para comprar buena publicidad o combatir las presiones regulatorias. La filantropía es vista como una obligación moral; como parte del contrato social que un empresario firma en una sociedad capitalista. Y si el argumento moral tiene poca resonancia en México, existe otro con más poder de convencimiento. Si ustedes –los ricos de México– no regresan más, contribuirán a crear el tipo de país al cual tanto le temen. Tendrán que erigir cercas electrificadas cada vez más altas para defender una riqueza vista como cuestionable, porque con demasiada frecuencia se ha creado gracias a la protección política y no a la innovación empresarial. Tendrán que defender con cada vez más vehemencia su pedazo del pastel, por no permitir condiciones tales que crezca para todos.
Y mientras tanto, seguirán pagando un daño creciente a sus reputaciones. Continuarán enfrentando notas periodísticas constantes sobre la evasión fiscal, la captura regulatoria, los conflictos de interés, el bloqueo a la competencia, la expoliación a los consumidores, el país de privilegios, la incredulidad social ante la manufactura de millonarios en sectores protegidos, y todos los usos y costumbres del capitalismo de cuates que caracteriza a México hoy. En cada nueva versión de la lista, reincidirán los cuestionamientos a personas como ustedes; cuestionamientos similares a los que se hicieron a los Carnegie, a los Rockefeller y a los Vanderbilt, antes de que aprendieran a ser filántropos de verdad. Antes de que comprendieran la importancia de retribuir para resguardar, devolver para legitimar, dar para sobrevivir.
O, como lo argumenta Warren Buffet en un artículo reciente: “beneficiar a otros que por azares del destino tienen menos suerte que uno”. Y Buffet ha cumplido con el compromiso de donativos filantrópicos crecientes, a sabiendas de que no afectarán ni su estilo de vida, ni el dinero que piensa dejarles a sus hijos. Sabe que tanto él como los miembros de su familia continuarán con vidas confortables y útiles, intocadas por el regalo de un montón de millones. Sabe que –con frecuencia– quienes poseen demasiadas cosas, como yates y aviones y obras de arte, acaban poseídos por ellas. Sabe que tuvo la fortuna de nacer en un país con un sistema económico que le permitió tomar grandes riesgos y cosechar extraordinarios beneficios. Y eso lo llena ahora de gratitud. Un tipo de gratitud poco vista entre los magnates mexicanos, pero que se vuelve urgente ante la situación difícil del país. Una forma de revisar la huella que desean dejar en el mundo, basada en el fin de la acumulación y el principio de la tarea más seria y difícil que es distribuir con sabiduría. Una forma de comportamiento que debería llevar hoy mismo al anuncio compartido de todo aquello que los mexicanos de la lista Forbes deberían estar dispuestos a dar. La mitad de su fortuna. La mitad de su valor neto. Un cheque a cambio del país que podrían transformar, si quisieran hacerlo.
La huelga de hambre
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO

Todo indica que la salud de los huelguistas de hambre instalados en el Zócalo capitalino se agrava por momentos, al grado de que se teme por la vida de Cayetano Cabrera Esteva y Miguel Ibarra Jiménez, ambos ex trabajadores de la hoy extinta Luz y Fuerza del Centro y miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas. Los partes difundidos por el médico Alfredo Verdiguel, cuyo profesionalismo le ha valido toda suerte de amenazas, deben ser tomados con absoluta seriedad para evitar la tragedia que podría ser inminente. La condición que se han impuesto los ayunantes para levantar la protesta es que las autoridades correspondientes les devuelvan el trabajo que el decreto de liquidación les quitó a ellos junto a varios miles de sus compañeros; en el caso de no conseguirlo, exigen que se les mantenga en el campamento hasta que el deterioro les haga perder la conciencia, entrando en estado de coma. Sólo entonces, si no es demasiado tarde, serían trasladados a un hospital para ser atendidos.
Como sea, las cosas han llegado demasiado lejos y sería una verdadera vergüenza nacional que dos hombres murieran en el corazón de la capital, a la vista de la República entera, sin que al mismo tiempo se alce una tormenta de preocupada indignación que intente impedir tal desenlace. La huelga de hambre, en efecto, es un recurso extremo, terrible, del que nadie sale indemne, pues deja secuelas físicas a veces irreversibles, pero suspender la acción es una decisión individual, intransferible, que toca asumir a quienes en libertad la decidieron. Sobra decir que la muerte evitable de un ciudadano en la defensa de sus derechos será siempre un fracaso para la sociedad entera. Pero la huelga carecería de sentido sin mediar un agravio reconocible, racional, más allá de los detalles y las cuentas esgrimidas por las partes. Su legitimidad surge de la naturaleza misma del conflicto que se trata de resolver y no sólo de la voluntad de sacrificio de los implicados, de la convicción de que hay salidas que los responsables de abrirlas no quieren ver. Es un desafío moral y político contra las falsas razones de Estado. En este caso, el despedido masivo de varios miles de trabajadores, así como la indisposición de la autoridad a reubicarlos (al menos a una parte significativa de ellos) en la empresa que los sustituye, es motivo claro, suficiente, para probar que estamos ante una gravísima injusticia, cuya significación no disminuye porque se use la ley como coartada. Una vez transitadas las instancias legales, y una vez comprobadas, diría yo, la parcialidad y la insensibilidad del Ejecutivo, la indiferencia cómplice de la mayoría legislativa y la sumisión del máximo poder judicial a una visión cercenadora de los principios constitucionales, como muy bien lo explicó en estas páginas el doctor Arnaldo Córdova, la resistencia se torna más difícil, más riesgosa y amenazante, pero no menos justa y necesaria.
Atrapada en el juego de los compartimientos estancos, la autoridad no tiene opinión fundada y difundible sobre asuntos como la anticonstitucional toma de nota del sindicato que está en manos no de un árbitro laboral sino de una de las dependencias informales del secretario del Trabajo. Repite el argumento leguleyo y excluye la reflexión política. Y lo peor, justifica en aras de las políticas laborales de la Comisión Federal de Electricidad el sabotaje a la conversión de dicha empresa en patrón sustituto, como en principio marca la ley.
Falta de sensibilidad, autocomplacencia, ceguera para interpretar las señales de la inconformidad, el gobierno siembra hoy la ingobernabilidad del futuro. Vive la realidad nacional como si en verdad nada vinculara al país de la violencia con el país de la injusticia social, el país del desencanto democrático con el horizonte de desempleo juvenil, la tragedia de un país donde lejos de proteger a la fuerza de trabajo calificada se le destruye para darle espacio al precarismo, a la beneficiencia como acto supremo de solidaridad de una sociedad volcada al egoísmo.
Habrá que hilar más fino sobre el papel de los medios en esta coyuntura, de los partidos, de las buenas conciencias atrapadas en los juegos de poder de las iglesias, sobre la irresponsabilidad clasista de los sindicatos y la distancia abismal entre las preocupaciones dizque democráticas de las clases medias más asépticas y las urgencias de una visión nacional que no acaba de sustituir a las viejas construcciones ideológicas en crisis. Tendremos, en fin, que reflexionar también sobre los resortes de la cultura política, acerca de la indiferencia como sustituto negativo de la solidaridad en un país que ha visto decaer los sentimientos comunitarios, por así decir, para reforzar el individualismo del consumidor y, en el límite, la violencia como segunda piel para una juventud sin futuro. Tendremos que hablar menos de derecho, de fórmulas y normas, para tratar de entender qué pasa en la sociedad cuando dos hombres se mueren en la plaza central sin que se venga abajo la retórica oficial, el discurso del adulador, la desértica satisfacción de los que militan en el partido de los hartos.
Mandela y la falsificación de la historia
ÁNGEL GUERRA CABRERA

La hipocresía de Estados Unidos y sus aliados se ha podido corroborar en toda su magnitud al proclamar la Asamblea General de la ONU el 18 de julio como Día Internacional de Nelson Mandela, fecha del natalicio del legendario dirigente sudafricano. Lo ejemplificaba espléndidamente el insustituible corresponsal de La Jornada en Estados Unidos, David Brooks, al contrastar los encendidos elogios de ocasión a Mandela de la secretaria de Estado Hillary Clinton con el testimonio de un veterano de la lucha contra el apartheid en ese país, quien recordaba que el prestigioso líder y su organización, el Congreso Nacional Africano (CNA), fueron mantenidos en la lista oficial de terroristas por el gobierno estadunidense nada menos que durante toda la presidencia de Bill Clinton, años después de que Mandela fuera electo presidente de Sudáfrica (1994). Pretenden que olvidemos el apoyo económico, político y militar a los racistas blancos de Washington y sus aliados de la OTAN y, por supuesto, de Israel, que dotó a Pretoria del arma nuclear por encargo de la Casa Blanca.
Mandela, por cierto, no fue el pacifista descafeinado inventado por la mafia mediática sino, desde su juventud, un recio combatiente por la liberación de su pueblo que cuando vio ahogados en sangre por el régimen de minoría blanca sus intentos de luchar por medios pacíficos no vaciló en encabezar y organizar la Umkhonto we Size (La lanza de la Nación, en lengua xosa), brazo militar del CNA que realizó riesgosas y audaces acciones armadas hasta que el apartheid entró en fase agónica. Tampoco su excarcelación obedeció a ningún milagro ni el fin del odioso régimen se consiguió simplemente mediante un diálogo y unas elecciones, como afirma hoy la fábula mediática. El diálogo y las elecciones fueron la conclusión de un prolongado ciclo de lucha del pueblo negro y de algunos blancos revolucionarios o progresistas de Sudáfrica –entre ellos líderes veteranos del CNA como Joe Slovo, presidente del Partido Comunista de Sudáfrica– cuya última etapa va de los años 20 a los 90 del siglo XX, reprimida sin piedad por los racistas blancos. La lucha contra el apartheid experimentó un gran impulso y levantó una enorme solidaridad internacional a tenor de la descolonización de África y, por último, de la liberación de las colonias portuguesas y el ascenso de la SWAPO (por su sigla en inglés), movimiento de liberación de la entonces colonia sudafricana de Namibia
En este panorama se inserta otro dato fundamental que omite o falsea la historia oficial: las acciones internacionalistas de la revolución cubana en África. Éstas se extienden de tal manera en tiempo y espacio que sólo refiero sintéticamente lo relacionado con este artículo. A solicitud del gobierno de Agostinho Neto, del Movimiento Popular para la Liberación de Angola, La Habana envió en 1975 un contingente de tropas que destrozó el plan de Estados Unidos, la Sudáfrica racista y el Zaire de Mobutu para tronchar la flamante independencia y saquear en grande a ese país. Una vez derrotada la invasión de Sudáfrica, de los mercenarios europeos y las facciones angolanas a su servicio, quedaron en Angola suficientes fuerzas cubanas para preservar su soberanía. Sin embargo, en 1988, después de constante incursiones sudafricanas a territorio angolano y una grave amenaza militar de los racistas, nuevamente a pedido de Luanda cruzó el Atlántico una fuerte agrupación de fuerzas cubanas, con aviación de combate, tanques y artillería pesada, que en la batalla de Cuito Cuanavale, librada muy al sur del territorio angolano, infligieron una derrota aplastante a los racistas, los forzaron a retirarse a sus bases y avanzaron hacia Namibia. Como escribió el subsecretario de Estado Chester Crocker a su jefe George Shultz: …el avance cubano en el suroeste de Angola ha creado una dinámica militar impredecible. Lo impredecible era que la acción de las fuerzas cubanas en cooperación con las angolanas y namibias había obligado a Estados Unidos y a los racistas sudafricanos a sentarse en la mesa de negociaciones y a aceptar la independencia de Namibia. El fin del apartheid se habría prolongado quien sabe hasta cuándo sin la derrota del ejército de Pretoria en Cuito Cuanavale y la amenaza de insurrección del pueblo negro de Sudáfrica inspirado por ésta. Nelson Mandela lo dijo así: Cuito Canavale marca el viraje en la lucha para librar al continente y a nuestro país del flagelo del apartheid.