LA NACION QUE NO SE TRANSFORMA

12 ago 2010

¿Y las reformas?
ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO

Vivimos los claroscuros de una situación singular: el pasado se resiste a desaparecer; lo nuevo aún no es lo suficientemente sólido para recrear la confianza. Y la incertidumbre, el desasosiego, son las notas dominantes. Muchas de las instituciones están en crisis sin que se vea cómo será posible transformarlas, a menos que se intente algo distinto a lo hecho hasta ahora, pero en el aire, pese a los discursos de ocasión, no está la voluntad política de ir al fondo de la cuestión.
En algunos casos, como en el que afecta a la seguridad pública, el desastre es tan grave, y sus expresiones tan crudas, que nadie –y no es exageración– a estas alturas sabe cómo salir del atolladero. Lo cierto es que las instituciones no se crean en un día, pero tampoco se generan fatalmente a fuerza de retórica, sin una consideración sobre la naturaleza de la sociedad y el Estado en los que han de funcionar.
En otro país podría parecer una exageración decir que la lucha contra el crimen organizado implica una revisión en profundidad del pacto constitucional, pero no veo una mejor manera de decir que México tiene que ser el objeto de un gran acuerdo nacional que ahora, por desgracia, está quebrantado, no funciona.
En la llamada guerra contra la delincuencia organizada, las fuerzas armadas pueden tener éxitos relumbrantes, pero la presencia de miles de efectivos militares a cargo del orden público (ya son cerca de 30 mil los muertos) es y será una anomalía desde el punto de vista constitucional y un riesgo seguro para la convivencia ciudadana. Y peor: dadas las pésimas condiciones en las que se hallan las demás policías existentes, tanto las legales como las que no lo son, la guerra tampoco produce el clima necesario para conseguir la paulatina transformación de esos cuerpos y sí, en cambio, contribuye a erosionar a las fuerzas armadas en su papel de última garantía del orden establecido.
Para enfrentar la situación, luego de varios años de insistencia solitaria, el gobierno llama a revisar las estrategias en un diálogo que, en verdad, debió darse antes pero lo impidieron las actitudes arrogantes de los que ahora, por fin, reclaman una política de Estado en materia de seguridad. Incluso, el Presidente se dijo abierto a discutir temas tabú como el de la despenalización de las drogas que, contra la opinión vulgar, responde a un planteamiento sofisticado con vetas racionales y morales que hasta ahora no se ha discutido en México. En una febril reunión donde se escucharon críticas severas al uso electoral del problema del narcotráfico, Calderón exigió definiciones y pidió a los partidos mayor precisión para que sea la sociedad en conjunto la que tome la responsabilidad. Al Presidente le parece justo, necesario, que la sociedad y los partidos se involucren en una causa que les atañe vitalmente. Y, en cierta forma, lleva razón, siempre y cuando las responsabilidades queden bien delimitadas y los alcances de tal supuesta colaboración sean transparentes.
Sin embargo, por mucho que se consiga fomentar la cooperación entre todos los que de algún modo tienen responsabilidad, lo cierto es que en el análisis presidencial sigue haciendo falta la reflexión de fondo sobre el destino de México como país y no sólo por lo que atañe al problema de la violencia y el narcotráfico. Sin esa hipótesis es inimaginable la solución a este y otros importantísimos asuntos. Cuando se repasa la magnitud de los problemas acumulados, la naturaleza de los agravios a los que responde la inquietud de la mayoría –desde la pobreza agobiante hasta la corrupción como forma de vida–, es evidente que a 200 años de la Independencia y 100 de la Revolución, es imposible sentirse seguros con lo obtenido, toda vez que el esfuerzo de las generaciones anteriores (hoy subestimado por los revisionistas históricos) ya es insuficiente para emprender un nuevo siglo de transformaciones.
Bienvenidos la cooperación y el diálogo para cerrarle las puertas a la delincuencia organizada, pero ningún análisis serio puede proponerse un cambio de calidad sin transformar el medio que acoge y multiplica el crimen, la violencia. No hay salidas simples (no hay una relación mecánica entre desempleo y delito, por ejemplo), pero en un país donde la vida social está cruzada por la desigualdad es difícil pensar en soluciones que no impliquen grandes reformas sociales, una sacudida completa al árbol institucional que años de burocratismo y corrupción han degradado. Y para lograrlas se hace imprescindible algo más que el acuerdo entre los poderes de la sociedad y el Estado, pues se requiere un nuevo nivel de participación ciudadana que hoy, por desgracia (y por distintas causas) no está presente. A eso me refiero al decir que es imprescindible revisar los términos del pacto que da origen a las instituciones.
No saldremos del pantano en el que nos hallamos desde hace mucho tiempo sin una educación de calidad capaz de apoyar el despliegue tecnológico pero también y ante todo los valores de la solidaridad y el respeto por la vida humana. Y nada de eso será viable sin servicios universales de salud, sin propiciar una distribución del ingreso que permita al país crecer, conservar el medio ambiente, darle a sus hijos una esperanza de futuro. Una política de Estado para la seguridad pública es inseparable de la reforma social de México.
¿Y la guerra?
José Gil Olmos

MÉXICO, D.F., 11 de agosto (apro).- El 14 de junio pasado, Felipe Calderón reconoció implícitamente su derrota en la guerra que declaró contra el narcotráfico al iniciar su gobierno.
Dos meses después sigue la misma maniobra de desmarcarse de su gran error, pero ahora pretende dar un golpe de timón y mediante sus Diálogos por la Seguridad Pública, con un fin meramente electoral, quiere dar la impresión de que es incluyente para establecer la nueva política de lucha por la seguridad pública y la tranquilidad social.
Desde hace una semana Calderón realiza reuniones con distintos sectores sociales –el religioso, los dueños de los medios de comunicación, empresarios, partidos políticos, etc–, en cada una de las cuales ha lanzado el llamado a la unidad, e incluso aceptó el debate sobre la legalización de las drogas.
Casi al mismo tiempo inició una nueva forma de comunicarse socialmente y abrió una cuenta de twitter, a través de la cual responde a las opiniones, casi todas adversas, sobre lo que hace desde Los Pinos.
Como si tuviera el tiempo suficiente, Calderón se la pasa horas twitteando con el afán de defender su malograda estrategia de lucha contra el crimen organizado, y respondiendo a cuestionamientos sobre la violencia con frases como: “Lo único que me quita el sueño es el café”. Y ante los insultos asesta: “No voy a responder a agresiones, pero botellita de jerez, todo lo que me digan será al revés”.
Metido en sus diálogos y en debates bizarros con Vicente Fox, quien ha criticado la estrategia del Ejecutivo en el combate contra el crimen organizado, Calderón intenta encubrir los resultados de la guerra que él mismo desató y sigue a todo galope: 28 mil muertos, cientos de desaparecidos, miles de huérfanos, un incremento en el consumo de drogas duras, corrupción, lavado de dinero, zonas del país fuera del control del Estado y secuestros a periodistas, entre otras expresiones de la violencia.
Cuando era candidato, a la mitad de su campaña Calderón hizo un alto en el camino y cambió la estrategia que seguía y que lo posicionaba detrás de Andrés Manuel López Obrador. Ese movimiento y la ayuda de las televisoras, empresarios, Iglesia católica, así como el apoyo presidencial y los errores del tabasqueño, lo reposicionaron hasta llevarlo a una victoria sospechosa.
“Haiga sido como haiga sido”, dijo Calderón cuando se criticó su triunfo, pero ahora esa misma frase se le puede aplicar para calificar el principal error de su gobierno: declarar una guerra imposible de ganar y meter al Ejército a combatir a un enemigo con poderes trasnacionales.
No es lo mismo ser candidato que jefe del Ejecutivo. Y, “haiga sido como haiga sido”, en esta “guerra” Calderón perdió y con él también el país.
Las consecuencias de sus errores como gobernante no se corregirán con una sola decisión política, como pretende hacerlo. No se trata de dar un simple giro de gobierno, pues habrá secuelas en la sociedad que tardaran años en corregirse, como el tejido social en ciertos lugares como Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa, Saltillo, Gómez Palacio, Matamoros y Monterrey, donde el narcotráfico es la ley.
Aparentemente Calderón busca corregir el camino equivocado que tomó desde hace tres años, cuando, vestido de casaca y boina militar, anunció el inicio de su guerra contra el narcotráfico, sin tomar en cuenta a quien la iba a sufrir: la sociedad.
Todo parece indicar que el cambio de la estrategia de combate al narcotráfico que propone Calderón no es idea suya, sino que viene más bien de Estados Unidos, donde desde 1946 se estableció la ley de prohibición – similar a la de 1929 en contra del alcohol y el tabaco --, que ha generado el florecimiento y extensión del crimen organizado, violencia, corrupción y mayores índices de consumo.
En Washington han comprobado que el combate militar y policial ha fortalecido, paradójicamente, al crimen organizado, porque le ha dado herramientas para extenderse en áreas que no son vigiladas o que son solapadas, como el lavado de dinero y la infiltración en los gobierno. Así ocurrió en Colombia y así sucede en México.
Además, el gobierno estadounidense ha percibido que las mafias mexicanas podrían subvencionar movimientos sociales y armados.
Con toda una carga de intenciones electorales, Calderón quiere reaccionar ofreciendo a la sociedad una cara que no es suya: la del gobernante que habla con los ciudadanos directamente, y vía twitter escucha y rectifica.
Su pretensión, al final, es allanar lo mejor posible el camino para su candidato, Ernesto Cordero, y darle la pelea al PRI, que viene con todo para recuperar la presidencia de la República que perdió en el 2000