ANTE EL DIOS MERCADO

9 sep 2010

El valor de los valores
HÉCTOR DÍAZ-POLANCO

En días pasados hubo dos reuniones en las que se abordó el tema de los valores. En el coloquio Valores para la sociedad contemporánea, organizado por la UNAM, centelleó uno de los pocos puntos luminosos que le quedan al país por lo que hace al pensamiento ilustrado y crítico. En cambio, la Conferencia Mundial de Juventud, merced a la deplorable intervención del secretario de Desarrollo Social, inició poniendo sobre la mesa otro tipo de valores.
El funcionario, presumiblemente en nombre del gobierno y expresando su perspectiva moral, emplazó a los jóvenes a no caer en el expediente de culpar de sus problemas al gobierno o al mundo en que viven (a eso lo llamó esquezofrenia). Nada de pensamiento crítico. Sus dificultades se resuelven con dos recetas infalibles: entusiasmo desbordado y lo que, queriendo ser ingenioso, el secretario y ex dirigente de entidades empresariales denominó las cuatro M: mercado, mercado, mercado y más mercado. Como quien dice, ahí radica el meollo de la vida.
Se trata de un perfecto reflejo del enfoque moral que predomina en la mayoría de las esferas de la llamada iniciativa privada: el mercado como alfa y omega de la actividad humana que, lo antes posible, deben interiorizar los jóvenes si desean tener éxito.
Esta visión del mundo ha penetrado con tal fuerza, especialmente entre aquellos que se autocalifican de triunfadores, emprendedores y dignos de emulación, que ha dado lugar a una especie de ética centrada en el mercado, de la cual se derivan principios y normas para la vida en sociedad. Es lo que llevó al financiero estadunidense Lloyd Blankfein a declarar que los banqueros hacen el trabajo de Dios. ¿Qué tareas realizan? Este año se supo: por ejemplo, vender hipotecas basura a sus clientes y luego apostar contra ellas para obtener gigantescas ganancias. O sea, mentir y defraudar. Cuando Barack Obama anunció que se proponía regular las operaciones financieras, un comentarista expresó que, finalmente, Dios venía por la revancha. Entendió mal a Blankfein. Cuando éste hablaba de Dios se refería, no al presidente de Estados Unidos, sino al mercado.
En efecto, para los que manejan los hilos económicos, el verdadero Dios es el mercado. Según esta teología del marketing total, el mercado absorbe los atributos de la divinidad. Aunque no sean evidentes sus designios, la mano invisible conduce los procesos socioeconómicos, lo que acredita su omnipotencia; es justa, asignando a cada cual lo que le corresponde (si bien tiene el extraño hábito de favorecer más a unos que a otros) y, en fin, cuando son alteradas sus reglas suele castigar duramente a los transgresores. La mayoría de los ciudadanos del mundo ha sufrido los duros tormentos que inflige el dios-mercado cuando se ignoran sus mandatos. Sobre todo si se trata del pecado mortal: violar el mandamiento de nada contra el libre mercado. Todo esto lo han aprendido a su costa los griegos y los españoles a últimas fechas, y los mexicanos desde hace décadas.
Hay, sin embargo, muchas falacias en esta peculiar forma de ver el mercado. La principal sostiene que los capitalistas, particularmente los neoliberales, reniegan de cualquier regulación que afecte el libre mercado. En realidad, desde su nacimiento en el marco de la gran transformación analizada por Karl Polanyi, el mercado nunca ha sido libre y carece de los demás rasgos milagrosos que le atribuyen sus devotos. No sólo no es capaz de autorregularse, como lo han demostrado las sucesivas crisis (incluyendo la gravísima que estalló en 2008), sino que siempre ha necesitado de la complicidad y la intervención del Estado para funcionar a favor de los idólatras mercantiles. La mediación política es el nervio secreto del funcionamiento de los mercados.
Incluso cuando el Estado acepta retirarse o minimizar la vigilancia pública, esto no es en verdad una desregulación; se trata en rigor de un tipo particular de regulación, que es precisamente el dictado por el modelo neoliberal. La importancia del vilipendiado Estado se pone claramente de manifiesto cuando el mercado, ahíto de ganancia e indigestado de especulación y otros excesos, pone en crisis el sistema. Entonces los fundamentalistas del mercado repentinamente cambian de talante: claman por apoyo público para su pequeño dios en aprietos y ruegan que el demonio estatal venga en su auxilio con rescates multimillonarios, subsidios y otros apapachos.
La nueva teología mercantilista pregona que el hombre, por naturaleza, es hedonista antes que altruista. La verdad parecer ser, más bien, que las personas tienden a adoptar aquellas matrices morales que predominan en la sociedad. Esto explica el abrumador desarrollo del individualismo en la misma medida en que se ha enseñoreado la escala neoliberal de valores, con el golpeteo implacable de las mentes mediante el mandato divino de ¡mercado y más mercado!
Es por todo ello tan importante discutir sobre el valor de los valores. ¿Es este pobre dios, incapaz de sostenerse por sí mismo sin el bastón estatal, mientras pregona su falsa doctrina de autorregulación, potencia homeostática y competencia implacable, el modelo que salvará a la sociedad y el que hará dichosos a los jóvenes del mundo? ¿Son los valores que deben transmitirse a las nuevas generaciones? La verdad es que a cada gran triunfo de la moral del mercado que se nos va imponiendo, se nos escapa el sentido de la vida.
Televisa y Peña Nieto
José Gil Olmos

MÉXICO, D.F., 8 de septiembre (apro).- ¿Usted se imagina cómo sería Enrique Peña Nieto como presidente? ¿Cree que haría bien su papel al frente del Ejecutivo federal? ¿Gobernaría con acciones o con programas de televisión? ¿Se imagina a la “La Paloma” como primera dama? ¿Qué cree que harían ambos personajes en Los Pinos? ¿Sería un gobierno de facto? ¿O piensa que las televisoras, sobre todo Televisa, serían las que realmente gobernarían en México?
Estas preguntas me surgieron a raíz de la enorme y grosera campaña de publicidad que el gobernador del Estado de México desplegó en los medios de comunicación con motivo de su quinto informe de gobierno, en especial por la imagen que quiere proyectar en algunos spots en los que aparece en mangas de camisa, arriba de una camioneta, diciendo lo que para él significa gobernar: “escuchar a los ciudadanos”.
¿De dónde sacará tanto dinero Peña Nieto para pagar los millones de dólares que representa una campaña publicitaria como la que ha desplegado en Televisa durante los últimos cuatro años, y en otros medios, incluso los impresos, desde el año pasado?
Si el dinero es del erario público de los mexiquenses, está obligado a rendir cuentas y ofrecer transparencia para decirles cuántos pesos y centavos ha gastado en los contratos establecidos con Televisa y otros medios. Si no es así, pues entonces que diga si es producto de donaciones, o de negocios que ha hecho para cubrir el enorme gasto que ningún gobernante en el mundo ha hecho en una inversión de marketing político, como él sí lo hace, sin preocuparse en echar la casa por la ventana con la única intención de fortalecer su imagen.
Y precisamente cuidando su imagen todo el tiempo, así me imagino a Peña Nieto como presidente. Me los figuro a él y a Angélica Rivera todas las mañanas, maquillándose, arreglándose el pelo, el copete o la forma, y estudiando poses antes de salir de sus habitaciones rumbo a la oficina presidencial, para tomar decisiones que incidirán a todos los mexicanos.
Los Pinos se transformarían virtualmente en un set de televisión. De hecho, creo que el Centro de Producción de Programas Informativos Especiales (Cepropie) de la Presidencia de la República desaparecería y todo quedaría en manos de un nuevo centro de imagen, obviamente a manos de Televisa.
Me imagino también a Peña Nieto tratando de resolver la manera en cómo se ve el país, más no las causas. Es decir, tratando de encontrar la forma sin resolver el contenido, algo así como lo ha hecho en el Estado de México, donde con la construcción del segundo piso del Periférico quiere aparentar que es un político moderno y que toma decisiones que benefician a sus gobernados.
Creo que sería un gobierno de apariencias porque, hasta ahora, es lo único que ha mostrado que sabe hacer: jugar con las apariencias y ser un buen producto, maleable, de la televisión.
Las escenografías serían lo más importante para el sobrino de Alfredo del Mazo y Arturo Montiel. Y estoy casi seguro que en sus giras presidenciales habría un equipo preocupado por montar una escenografía a modo para que se luciera.
Sería como en aquel cuento de Gabriel García Márquez, en el que narra cómo cada vez que salía a un pueblo pobre, un político latinoamericano montaba una bella escenografía que ocultaba la miseria del lugar, donde luego se quedaban las falsas imágenes con paisajes paradisíacos sin que nadie se preocupara por desmontarlas.
Tal vez alguien que lea estas líneas critique lo que se dice, pero yo le preguntaría si alguna vez ha escuchado de Peña Nieto una idea brillante que haya quedado plasmada en su memoria y que ofrezca claridad para enfrentar la grave situación de crisis y violencia que vivimos la mayor parte de los mexicanos.
Si hay alguna, creo que sería bueno que la compartiera con todos los demás, porque hasta donde tengo memoria, en cinco años de gobierno sólo lo he visto lucir su peinado, sus trajes y chamarras, su sonrisa de artista de telenovela y sus finas formas de posar ante las cámaras de televisión.
De llegar a la residencia oficial, creo que lo primero que haría sería abrirle las puertas no a los grupos sociales, ni a los ninis, ni a los indígenas y campesinos, sino a las revistas del corazón y de espectáculos, donde le gusta aparecer frecuentemente con su familia y su pareja, “La Paloma”. Peña Nieto sería como Martha Sahún, que estaba fascinada con salir en las revistas Hola, Quién, Vanidades, etc., y ser aceptado por el jet set nacional.
En la lucha contra el crimen organizado establecería una estrategia nueva, basada principalmente en formar una percepción de que se va ganando. Algo similar a lo que pretende Felipe Calderón.
En fin, me imagino que, de convertirse en Presidente, todas las mañanas Peña Nieto estaría más ocupado por el raiting, por saber el porcentaje de aceptación que tiene, que por los asuntos de interés nacional. Después de eso iniciaría su día de trabajo con el copete bien peinado y una imagen impecable para salir reluciente en la televisión.
En la indefensión
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
Aunque la sociedad sigue perdiendo en todos sentidos en la guerra de Felipe Calderón, ya vamos de gane: varios periódicos dicen abiertamente que elementos del Ejército asesinaron, sí, asesinaron a dos personas e hirieron a otras. La libertad de expresión, que hace 30 años no existía cabalmente, ahora se ejerce sin cortapisas. Que si esas personas rebasaron a un convoy militar o no atendieron un alto en un retén, es lo de menos. Les dispararon sin haber visto armas en manos de las víctimas, sin saber algo de ellas, es decir si eran o no sospechosas de ser delincuentes. Les dispararon porque sí. Este es el hecho. Y no es el primero y, como van las cosas, tampoco el último.
Una disculpa y una indemnización no son suficientes para aliviar el dolor de los deudos y el trauma de los sobrevivientes. Lo que está ocurriendo debe detenerse. Las fuerzas militares, entrenadas para matar (si no, ¿para qué son soldados?), no deben jugar el papel de policías (que a veces también matan, como también muchos civiles).
Calderón ha llevado al Ejército y a la Marina al desprestigio total. ¿Quién puede entender, con la información disponible, por qué a la señora Terroba, en su condominio de Ocotepec, municipio de Cuernavaca, le tiraron más de 100 balazos los de la Marina, mientras, por cierto, se les escapaba La Barbie, ahora tan famoso y sonriente? ¿Quién puede entender por qué a Beltrán Leyva los marinos lo asesinaron en un apartamento, también en Cuernavaca, le bajaron los pantalones y le pusieron billetes ensangrentados en la espalda, en tanto que La Barbie no presentó siquiera un moretón cuando fue detenido, y sigue riéndose? ¿Por qué uno sí y otros no? Nadie sabe, o tal vez lo que se sabe no conviene que se sepa más allá del círculo interno involucrado con esta guerra absurda.
Elementos del Ejército y de la Marina no sólo persiguen delincuentes, sin fundamento legal alguno, sino que asesinan gente. Y, en este caso, no importa si son delincuentes o blancas palomitas. Todos, incluso los peores asesinos, tienen derecho a un juicio. En esta guerra no. Se les mata aunque no hayan sido encontrados en flagrancia o con un arma en la mano amenazando al enemigo. Y el problema es que ni siquiera se trata de una guerra legal. Y no es legal no sólo porque no ha sido declarada por el Congreso sino porque no hay un ejército contrario. Y esto no lo digo por los uniformes o distintivos, pues hay guerras legales en las que incluso los combatientes regulares no están obligados a usar vestimentas especiales que los distingan de los civiles. Los delincuentes no forman un ejército, por más armados que estén. Deben ser identificados, detenidos y enjuiciados por las autoridades civiles, y sólo en caso de defensa de éstas disparar para salvar su vida o para evitar desastres mayores.
Aceptando, sin conceder, que los militares han sido comisionados como coadyuvantes de la autoridad civil para perseguir delincuentes, su papel debiera ser análogo a la policía preventiva o ministerial, y no disparar a todo lo que se mueva. ¿Cuál es el argumento para disparar a un vehículo y sus ocupantes porque no respetan un retén ilegal (pues los retenes militares no tienen apoyo legal ni siquiera en la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos) o porque rebasaron un convoy militar? Ninguno. Es que están entrenados para matar, dijo el martes alguien en la radio. Esto no justifica nada. Si tengo un perro entrenado para el ataque y éste hiere o mata a una persona, el responsable soy yo, no el perro. Pero un perro es un animal, un soldado es una persona. Y aunque sea por sentido común (para no hablar de protocolos de guerra), si un soldado ve un vehículo sospechoso lo detiene, aunque sea ilegal (artículo 16 constitucional), lo revisa (aunque siga siendo ilegal) y lo pone a disposición del Ministerio Público (acto, éste sí, legal) para lo que proceda de acuerdo con la ley, o simplemente lo deja ir porque sus sospechas carecieron de fundamento. ¿Dispararle? ¿Por qué? ¿Porque los soldados están entrenados para matar? Muchos sicópatas también, pero deberían estar en un hospital siquiátrico y no darles armas. No hay excusa.
Si Calderón no entiende que su guerra ya se le fue de las manos, algo está muy mal. Debe detener esta guerra y cambiarla por otra estrategia. ¿O deberé ir a 40 kilómetros por hora si en mi camino a la universidad me topo con un convoy militar y no quiero que me disparen por rebasarlo?
¿Cuántos más, sobre los casi 30 mil, deberán morir para que Felipe Calderón se dé cuenta de que terminará su sexenio sin haber logrado su propósito de acabar con el crimen organizado? ¿Nadie, en el Ejército o en la Marina, podrá hablarle discretamente y a puerta cerrada al Presidente y decirle que esta película no tendrá un final feliz?
Vivimos en la indefensión y lo único que nos dejan, todavía, es el ejercicio de la libertad de expresión. Menos mal. Espero que no me traiga consecuencias. Por si las dudas, le aclaro a Calderón, quien me conoce de otros tiempos, que no trafico con drogas, que no ando armado y que sólo me dedico a trabajar lícitamente. Ni siquiera tengo infracciones de tránsito.
En la indefensión
OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO
A
unque la sociedad sigue perdiendo en todos sentidos en la guerra de Felipe Calderón, ya vamos de gane: varios periódicos dicen abiertamente que elementos del Ejército asesinaron, sí, asesinaron a dos personas e hirieron a otras. La libertad de expresión, que hace 30 años no existía cabalmente, ahora se ejerce sin cortapisas. Que si esas personas rebasaron a un convoy militar o no atendieron un alto en un retén, es lo de menos. Les dispararon sin haber visto armas en manos de las víctimas, sin saber algo de ellas, es decir si eran o no sospechosas de ser delincuentes. Les dispararon porque sí. Este es el hecho. Y no es el primero y, como van las cosas, tampoco el último.
Una disculpa y una indemnización no son suficientes para aliviar el dolor de los deudos y el trauma de los sobrevivientes. Lo que está ocurriendo debe detenerse. Las fuerzas militares, entrenadas para matar (si no, ¿para qué son soldados?), no deben jugar el papel de policías (que a veces también matan, como también muchos civiles).
Calderón ha llevado al Ejército y a la Marina al desprestigio total. ¿Quién puede entender, con la información disponible, por qué a la señora Terroba, en su condominio de Ocotepec, municipio de Cuernavaca, le tiraron más de 100 balazos los de la Marina, mientras, por cierto, se les escapaba La Barbie, ahora tan famoso y sonriente? ¿Quién puede entender por qué a Beltrán Leyva los marinos lo asesinaron en un apartamento, también en Cuernavaca, le bajaron los pantalones y le pusieron billetes ensangrentados en la espalda, en tanto que La Barbie no presentó siquiera un moretón cuando fue detenido, y sigue riéndose? ¿Por qué uno sí y otros no? Nadie sabe, o tal vez lo que se sabe no conviene que se sepa más allá del círculo interno involucrado con esta guerra absurda.
Elementos del Ejército y de la Marina no sólo persiguen delincuentes, sin fundamento legal alguno, sino que asesinan gente. Y, en este caso, no importa si son delincuentes o blancas palomitas. Todos, incluso los peores asesinos, tienen derecho a un juicio. En esta guerra no. Se les mata aunque no hayan sido encontrados en flagrancia o con un arma en la mano amenazando al enemigo. Y el problema es que ni siquiera se trata de una guerra legal. Y no es legal no sólo porque no ha sido declarada por el Congreso sino porque no hay un ejército contrario. Y esto no lo digo por los uniformes o distintivos, pues hay guerras legales en las que incluso los combatientes regulares no están obligados a usar vestimentas especiales que los distingan de los civiles. Los delincuentes no forman un ejército, por más armados que estén. Deben ser identificados, detenidos y enjuiciados por las autoridades civiles, y sólo en caso de defensa de éstas disparar para salvar su vida o para evitar desastres mayores.
Aceptando, sin conceder, que los militares han sido comisionados como coadyuvantes de la autoridad civil para perseguir delincuentes, su papel debiera ser análogo a la policía preventiva o ministerial, y no disparar a todo lo que se mueva. ¿Cuál es el argumento para disparar a un vehículo y sus ocupantes porque no respetan un retén ilegal (pues los retenes militares no tienen apoyo legal ni siquiera en la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos) o porque rebasaron un convoy militar? Ninguno. Es que están entrenados para matar, dijo el martes alguien en la radio. Esto no justifica nada. Si tengo un perro entrenado para el ataque y éste hiere o mata a una persona, el responsable soy yo, no el perro. Pero un perro es un animal, un soldado es una persona. Y aunque sea por sentido común (para no hablar de protocolos de guerra), si un soldado ve un vehículo sospechoso lo detiene, aunque sea ilegal (artículo 16 constitucional), lo revisa (aunque siga siendo ilegal) y lo pone a disposición del Ministerio Público (acto, éste sí, legal) para lo que proceda de acuerdo con la ley, o simplemente lo deja ir porque sus sospechas carecieron de fundamento. ¿Dispararle? ¿Por qué? ¿Porque los soldados están entrenados para matar? Muchos sicópatas también, pero deberían estar en un hospital siquiátrico y no darles armas. No hay excusa.
Si Calderón no entiende que su guerra ya se le fue de las manos, algo está muy mal. Debe detener esta guerra y cambiarla por otra estrategia. ¿O deberé ir a 40 kilómetros por hora si en mi camino a la universidad me topo con un convoy militar y no quiero que me disparen por rebasarlo?
¿Cuántos más, sobre los casi 30 mil, deberán morir para que Felipe Calderón se dé cuenta de que terminará su sexenio sin haber logrado su propósito de acabar con el crimen organizado? ¿Nadie, en el Ejército o en la Marina, podrá hablarle discretamente y a puerta cerrada al Presidente y decirle que esta película no tendrá un final feliz?
Vivimos en la indefensión y lo único que nos dejan, todavía, es el ejercicio de la libertad de expresión. Menos mal. Espero que no me traiga consecuencias. Por si las dudas, le aclaro a Calderón, quien me conoce de otros tiempos, que no trafico con drogas, que no ando armado y que sólo me dedico a trabajar lícitamente. Ni siquiera tengo infracciones de tránsito.