¿HACIA UNA EDUCACIÓN IGUAL?

3 sep 2010

La chatarrización de la política educativa
Axel Didriksson

MÉXICO, D.F., 2 de septiembre.- La generalización del pensamiento conservador está obstaculizando seriamente las posibilidades de poner en marcha reformas sustanciales e integrales en el sistema educativo nacional.
Para muestra, el botón alimentario y las inconsistencias que se están dando respecto del control de la comida chatarra en las escuelas. Al conservadurismo en las iniciativas hay que sumar su ineficacia argumentativa, con lo que sólo se busca esconder los rígidos criterios del mercado y el dominio de las compañías de alimentos y bebidas sobre el bien público.
En lugar de que los indicadores de obesidad y malnutrición infantil en el país pudieran ser entendidos como un problema gravísimo de salud pública y de falta de una educación para la salud, de modo que esa comprensión derivara en una reforma educativa que propiciara la organización de aprendizajes significativos tanto para el consumo balanceado de alimentos como para el pleno desarrollo humano, corporal e intelectual, el tema se ha convertido en un asunto donde la negociación de las políticas escolares con las empresas de alimentos no sólo está dejando fuera a expertos, investigadores, padres de familia, estudiantes, profesores y directivos –quienes debieran ser los principales interlocutores de una reforma sustancial–, sino que se ha decidido implantar las medidas, sin más, “de forma gradual” en un horizonte de tres años, esto es, para cuando los que han tomado la iniciativa “regulatoria” ya no estén en sus cargos.
El hecho es que esa iniciativa se ha implantado así, sin el concurso ni la opinión de los más interesados y dejando de lado principios fundamentales –diríamos elementales– que debieran ser debatidos y conocidos. Por ejemplo: nunca se expuso de manera explícita, clara y precisa cómo las acciones regulatorias de la comida chatarra en las escuelas se organizarán como parte del currículum de la educación básica, ni de qué manera se socializarán al interior de los planteles, en las cooperativas escolares, en las tiendas de abarrotes y supermercados, ni cómo llegarán a ser un motivo de educación y cultura para el desarrollo de nuevos hábitos alimentarios en las familias de los alumnos.
Tampoco se ha dicho que, para aplicar las tímidas medidas propuestas, por lo menos se tomará en cuenta la gran diversidad y riqueza culinaria que existe en el país (ésta debiera ser una de nuestras fortalezas, digamos pedagógicas, frente a la comida chatarra). Menos aún se ha planteado lo que se hará para enfrentar las enormes desigualdades que se reproducen en el sistema educativo, precisamente, por las iniquidades en el acceso a los alimentos considerados como saludables para el pleno desarrollo de niños y jóvenes, y que adecuadamente consumidos pueden evitar la propagación de altos niveles de diabetes, hipertensión, obesidad y problemas cardiacos en las actuales generaciones.
Por supuesto que el problema de salud pública que se tiene enfrente no se reduce a esas enfermedades, sino que tiene que ver, también, con los altos niveles de violencia, bullying, acoso sexual, falta de espacios para la recreación y el deporte, para la convivencia y para el aprendizaje sobre el medio ambiente y la sustentabilidad, todo lo cual debiera formar parte de un currículum referido a la salud integral de los estudiantes.
Nada de lo anterior ha sido discutido, pero ya se ha impuesto la regulación de la comida chatarra en las escuelas, y con las prisas de negociar el asunto con las grandes empresas de alimentos y bebidas, tampoco se tocó (ni siquiera se ha mencionado) la regulación de la propaganda televisiva de la comida chatarra, de la violencia chatarra y de la educación chatarra que se transmite a diario y a todas horas, como si esto no importara para los fines que se buscan.
Los alimentos chatarra, entonces, siguen en las escuelas, y con ello una política del mismo tipo: superficial, abaratada y sin sustancia.
¿Sha, la, la, la, la?
JORGE CAMIL
¡No, por favor!, me acabo de enterar que la canción oficial del bicentenario, de la que justo una semana después de su presentación por el secretario Alonso Lujambio renegó la Secretaría de Educación Pública, se grabó en ocho versiones diferentes: la original, en pop, y también en forma de son, danzón, bolero, ranchero, mambo, cha cha cha y cumbia. ¡Cual si fuese la Magnificat de Bach! Tendremos que huir al extranjero, porque aquí se escuchará hasta el cansancio, en sus ocho versiones y en todos los medios: radio, televisión, cine; en cada comercial de productos chatarra: “sha, la, la, tome refresco de cola; sha, la, lá, con galletitas de soda”. Sha, la la, en boca de las voluptuosas chicas Televisa y Azteca.
¿Nacimos para cantar? ¿Nacimos para bailar? (O sea que somos una nación de irresponsables, porque ninguno de sus versos festeja una de nuestras principales cualidades: ¡trabajar!) Nacimos en el lugar del Cielito lindo… ¿A eso se reducen hoy los méritos y la algarabía del bicentenario? ¿Se imagina a un secretario de Educación Pública de la talla del poeta y diplomático Jaime Torres Bodet aprobando un disparate semejante y presentándolo orgulloso a los medios?
Porque ahora resulta que haciendo honor a la tónica del sexenio (un pasito pa delante, dos pasitos para atrás), o tal vez abrumados por la crítica, un personero del señor Lujambio salió a dar la cara: explicó que la composición, previamente lanzada con fanfarrias, no era en realidad la canción oficial; más aún, que no deberíamos esperar ni himno ni canción oficial. El shalalalá era únicamente una tonada pegajosa para motivar a los mexicanos a participar en el deslucido jolgorio del bicentenario (pues sí que resultó pegajosa: a mí me pegó en el hígado).
La explicación de que no era la canción oficial me tranquilizó, como días antes me había horrorizado escucharla por vez primera de boca de un señor con nombre de personaje de la Guerra de las galaxias, Aleks Syntek, inusualmente tocado con un sombrerito a la Frank Sinatra. ¡Por favor!, señor Lujambio, tenemos junto con La Marsellesa uno de los dos himnos nacionales más bellos del mundo. Califíqueme de mezquino, pero me resisto a celebrar el bicentenario con alegría y con júbilo (como usted recomendó en días pasados) escuchando el sha, la, la, la, la a ritmo de mambo (o en versión de concierto con la Sinfónica Nacional).
Y en cuanto a la increíble historia de la Estela de luz, ¡qué desfiguro! ¿Celebrar el acontecimiento histórico sin el monumento multimillonario comisionado y construido ex profeso para el festejo? Sería como invitar a amigos y parientes a celebrar la boda de la hija sin ceremonia y sin banquete (porque nos falló el cura, el novio se equivocó de vuelo, no llegó la comida, los meseros hicieron san lunes, se emborracharon los mariachis y no llegaron las cajas de vinos). Pero no se preocupen: el año entrante los invitamos a celebrar como Dios manda. ¿En qué país nos hemos convertido? No hay un solo articulista que no haya protestado, en términos más o menos airados, por la falta de respeto que significa no tener a tiempo el monumento destinado a competir con la bellísima columna del Ángel de la Independencia de don Porfirio: Joaquín López Dóriga, Jacobo Zabludovsky, el maestro Bernardo Bátiz, Sergio Aguayo, Guadalupe Loaeza, René Delgado, y ahora un servidor…
Los títulos de algunos editoriales han sido hirientes, señor secretario: Lujambio, al Cirque du Soleil (propone López Dóriga en Milenio, por sus malabares para explicar el entuerto); La nueva columna, ¿de qué? (se pregunta Bernardo Bátiz en La Jornada, y sugiere que por ahora se le conozca como columna al desconcierto y a la decepción); La estela de la Estela (en el que René Delgado considera que la cancelación de la inauguración fue un acto irresponsable, que resume la administración calderonista) y De-si-lu-sión (donde Guadalupe Loaeza se queja por el retraso en una carta imaginaria a don Porfirio, comparando la celebración de 1910 con el bicentenario). No somos muchos, señor Lujambio, pero quizá nos escuche la opinión pública.
Y luego entramos a lo otro, la secuela de terror que recorre el territorio nacional como jinete del Apocalipsis. Eso ciertamente no se le atribuye, pero sí es responsabilidad directa del gobierno que representa. Por eso no estamos inclinados a celebrar.
¿Celebrar el bicentenario cuando un par de semanas antes descubrimos horrorizados una narcofosa con 72 cuerpos de migrantes latinoamericanos en Tamaulipas? Como en Kosovo, señor Lujambio, como en Ruanda, que vivieron bajo el signo del genocidio (Carmen Aristegui afirma que el sacerdote Pedro Pantoja, encargado del centro de asistencia humanitaria conocido como Belén, Posada del Migrante, en Saltillo, califica como holocausto el fenómeno en el que miles de hombres y mujeres de diferentes nacionalidades son vejados y asesinados anualmente en nuestro país de camino a Estados Unidos).
“Shalalalalá –continúa la letra superficial de Jaime López– el futuro es milenario /Shalalalalá, allá vamos paso a paso…” ¿Adónde?