LA IMPUNIDAD DE LOS POLITICOS

2 dic 2010

La legalidad criminal

Javier Sicilia

MÉXICO, D.F., 1 de diciembre (Proceso).- Cada vez se hace más claro que lo único que distingue a la clase política del crimen organizado es la impunidad. Mientras que al criminal se le asesina o –en el caso de que el Ministerio Público y el juez cumplan con su tarea– se le procesa y sentencia, el político no sólo puede cometer durante su estancia en el poder todo tipo de ilícitos, sino que a su salida queda tan impoluto como una virgen. Nadie, a pesar de la documentación en su contra, osa destituirlo; nadie tampoco osa hacerlo comparecer ante la justicia cuando ha dejado el encargo. Se trata del ancestral método que señoreó la vida política del país cuando la revolución se institucionalizó y procedió como una dictadura, sólo que ahora de manera cínica y cobijada bajo el argumento de la democracia, el fuero y la “salud” de la vida partidista.

Donde volvamos el rostro, sea al PAN (Calderón, Molinar Horcasitas, por nombrar sólo a quienes tienen evidencias claras en su contra), al PRI (Mario Marín, Eduardo Bours, Arturo Montiel, Salinas de Gortari) o al PRD (Amalia Hernández, Zeferino Torreblanca), vemos con profundo horror que el poder y sus intereses están por encima de la ley y que sus actores son tan criminales como los políticos que los cobijan.

El caso más claro, por las evidencias documentadas en su contra, es el de Ulises Ruiz. Durante su gobierno, como lo ha mostrado Pedro Matías (Proceso 1776), se asesinó a 200 personas, entre “luchadores sociales, políticos opositores y representantes indígenas”, se realizaron “600 detenciones” ilegales, “siete desapariciones forzadas”, innumerables secuestros, 380 torturas y una creciente espiral de violencia. Ahora que lo deja –en medio de spots apologéticos con cargo al erario, es decir, a la ciudadanía que tanto agravió, y un informe de gobierno triunfalista– se agregan a esos delitos el no cumplimiento de las “mil 264 medidas cautelares dictadas por la Corte Internacional de Derechos Humanos a favor de periodistas, activistas, sacerdotes y pueblos enteros”, “nueve solicitudes de juicio político [y] 40 controversias constitucionales por la destitución de funcionarios [y] discrepancias en la asignación de recursos públicos a los municipios”. Ulises Ruiz, como muchos de nuestros políticos, gobernó como un criminal impune y se va como tal.

Lo más grave de todo es que Ruiz no es –como la Iglesia ha tratado de hacer con Marcial Maciel– un criminal solitario. Detrás de su impunidad está la complicidad de los funcionarios de su partido que no lo llaman a cuentas, de los partidos opositores que, tratando de evitar lo que a los suyos les corresponde, callan y del Poder Judicial que, en estos casos, siempre mira hacia otra parte. En suma, detrás de Ruiz está el contubernio mafioso de todos para mantener el cascarón roto y vacío de la vida institucional. Su rostro entre nosotros es el del crimen legalizado, la imagen invertida del otro crimen que cínicamente dicen perseguir.

Con ello, el mensaje que lanzan a los jóvenes es el mismo que el de los narcocorridos o el de los reportajes que exaltan la vida de lujo de los capos: el del poder, al que se llega mediante la malversación de la ley y que da derecho a todo.

Desde el instante en que Ruiz salió impune del gobierno –una continuación de la manera en que Calderón llegó al gobierno, ha gobernado y saldrá de él; una continuación también de lo que sucede con Mario Marín y otros tantos– las instituciones políticas se pusieron al margen de la ley.

Se me puede objetar que las instituciones son útiles y que para que existan y pueda haber cierto orden y justicia debe haber componendas. Ciertamente habría mucho que decir sobre esos asuntos, pero lo que es seguro es que nada de lo que perpetúa la mentira puede ser útil. Después de todo, las instituciones políticas pasan –son construcciones históricas– y la justicia y la ley –que son explicitaciones jurídicas de lo que debe ser el amor que, cuando existe, no necesita de ellas– permanecen. La justicia no desaparecerá porque a las organizaciones de la alta política del país se les denuncie en lo que son. La verdadera justicia vive de la verdad y muere con la mentira. Sigue viviendo –una larga y añeja enseñanza de la historia—lejos de los palacios de gobierno, de las instituciones burocráticas del Estado y de los partidos, es decir, en las márgenes de lo que el poder –sea legal o ilegal– privilegia, vive en quienes son capaces de hablar con verdad y actuar con ella.

Esto quiere decir también que en las márgenes de la vida institucional existen ese tipo de hombres y mujeres, pero sólo serán dignos de ella si, contra la injusticia disfrazada de necesidad, las cobardías de las democracia burguesa y sus partidarismos hipócritas, contra la impunidad de los Ulises Ruiz, de los Marín, de los Molinar Horcasitas, de los Montiel, de los Bours, de los Torreblanca… y sus cómplices, realizan la justicia que la sociedad reclama.

Sólo allí, en actos que pongan a los criminales de la vida política en el lugar que la justicia reclama, quienes aún amamos a este país volveremos a creer en las instituciones. Mientras tanto nos sentimos rehenes no sólo del crimen organizado, sino de nuestros propios políticos y gobernantes. Una política sin ética es sólo la perpetuación, por otros caminos, del crimen.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz. l

La década de la desilusión

ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO
De la celebración de los 10 años de la llegada del Partido Acción Nacional al gobierno y los cuatro del actual mandatario sorprendió que al acto de turno se le denominara encuentro ciudadano, cuando en realidad era un festejo partidista organizado desde Los Pinos para ensalzar la obra realizada por sus gobiernos. Abusivo error.

Es verdad que entre la actuación del Presidente y la del jefe nato del partido en el gobierno corre una tenue línea, que no por delgada debería cruzarse o confundirse con el pretexto de escuchar al Presidente hablar de temas que, en teoría, son de interés general. Y no es sólo asunto de formas, una prohibición remanente de la vieja cultura política, sino que se trata de una cuestión que atañe a la naturaleza de la democracia, que el mismo Calderón se ufana de estar construyendo.

Si es normal que el Presidente hable como jefe de partido en un acto ciudadano, entonces no se ve cómo se cuestiona aquí y ahora que el Ejecutivo intervenga en la campañas electorales repitiendo en forma caricaturesca las fórmulas consagradas por el deturpado, aunque por lo visto no tan extinto presidencialismo autoritario.

Se dirá que en otras partes así ocurre y nadie se rasga las vestiduras, pero sea para bien o para mal, según se vea, México no es Estados Unidos ni el bipartidismo dominado por el dinero es el camino más deseable para nosotros. Tampoco estamos en la situación de los regímenes parlamentarios, donde hay una clara distinción entre el jefe del Estado y el líder de la mayoría gobernante, y suficientes formas de fiscalización para frenar cualquier abuso de poder, como los que llevó a cabo Vicente Fox al encabezar desde la Presidencia la campaña contra López Obrador, sin recibir castigo alguno. Por tanto, es preferible un presidente capaz de respetar la unidad en la pluralidad, de autocontenerse, que un líder partidista usando las instituciones del Estado para propósitos sectarios.

Sin embargo, la Presidencia entiende las cosas de otro modo. El tono y los contenidos del mensaje reiteraron lo que ya parece un rasgo definitorio de este gobierno: la autocomplacencia, es decir, la obsesiva insistencia en los méritos propios y la incapacidad de comprender las razones de los que disienten, el afán de fortalecer desde la Presidencia el deteriorado espíritu de cuerpo ante el próximo desafío electoral; en fin, no poder mirar hacia atrás sin esconder la cola derechista, la objeción victimista, conservadora, de la historia nacional, la visión sectaria para observar el pasado como guía para meditar sobre el futuro deseable y posible.

Si se trataba de celebrar el aniversario del arribo de un proyecto democrático conquistado tras la lucha de muchas generaciones de mexicanos, por qué a la hora de citar nombres, junto a Madero y José Vasconcelos, únicamente menciona, entre las gotas de agua que taladraron la roca, a Manuel Gómez Morin, Luis H. Álvarez, Manuel Clouthier y Carlos Castillo Peraza, figuras todas del PAN, sin olvidar a nuestro amigo Vicente Fox Quesada.

Luego de leer las parrafadas autocelebratorias uno se interroga: ¿quién habla por boca de Calderón: el militante panista o el Presidente que airado reclama la unidad nacional?

Por desgracia, su discurso confirma que no era una puntada de Fox la idea de separar la historia contemporánea de México (al menos hasta el presente) en dos grandes bloques o periodos: el primero difuso y arbitrario sería el que sin rigor intelectual se ubica como el hoyo negro del autoritarismo priísta, pura negatividad acumulada, cuya fuerza gravitacional perdura a su caída y amenaza con volver en 2012; el segundo es el que, precisamente, se inaugura en el año 2000 y está en curso para reivindicar a los mártires anónimos y a los héroes glorificables de la tradición derechista que se opuso a la Constitución de 1917 (y a la de 1857) y a las reformas sociales cardenistas, ahora bajo el paraguas ideológico del centrismo que en Europa defiende el Partido Popular.

En pocas palabras: el siglo XX mexicano fue, para los ideólogos panistas, un desperdicio histórico, cuyos peligros siguen presentes en el ascenso del PRI. Curiosa conclusión para un presidente que apenas ayer celebró el centenario de la Revolución Mexicana apelando a la unidad nacional.

La plena historia, según Calderón, comienza con la alternancia, como intenta probarlo invocando el mantra de las 10 mayores realizaciones de su gobierno. Y ofrece datos que deben ser revisados con cuidado, aunque en el contexto en que se dan sólo tengan un significado propagandístico cifrado en el simbolismo del número 10, ya tan manoseado.

Pero, más allá del autoelogio, insidiosa surge la duda. ¿Por qué, si la calidad de vida es mejor hoy que hace 10 años, como asegura el Presidente, las encuestas nos dicen que aumentan los que creen que vamos para atrás? ¿Por qué decrece la confianza en el gobierno? ¿Por qué persiste y se multiplica la sensación de desaliento y el temor al futuro a lo largo y ancho del país?

En busca de una respuesta, observando los fuegos de artificio del gobierno, he recordado la última conversación con Fallo Cordera, nuestro querido amigo siempre atento a los signos de descomposición de la sociedad expresados por la violencia, el desempleo y la aterradora situación de los jóvenes que no oyen los mensajes de Calderón.

A Fallo le preocupaba el aparente sinsentido de la vida pública, la ausencia de propuestas de futuro, la negación al debate y recordaba por contraste a su maestro Rafael Galván cuando insistía en que democracia es programa. Y tenía razón. La crisis de la política deriva de la incapacidad para gobernar en una situación de crisis que amerita grandes reformas, pero es, sobre todo, crisis de perspectiva, carencia de proyecto nacional. No te olvidaremos, Fallo.

Diez años perdidos

José Gil Olmos
MÉXICO, D.F., 1 de diciembre (apro).- Hace diez años se consumó uno de los hechos políticos más importantes de la historia contemporánea del país: el fin del poder hegemónico del PRI, con 71 años de gobierno ininterrumpido.

Al mismo tiempo dio inicio lo que entonces se esperaba: una nueva etapa marcada por la transición democrática, el combate a la corrupción, la disminución de la pobreza y el impulso a la justicia. Es decir, un avance en el desarrollo nacional.

Una década después no sólo no hemos avanzado en estos y otros aspectos de la vida nacional, sino que incluso hemos retrocedido, creando una generación de jóvenes que ni estudian ni trabajan; un clima de violencia exacerbada por la lucha ciega contra el narcotráfico, que ha provocado más de 30 mil muertos, y el aumento de la población marginada, rebasando la mitad de la población nacional.

Quizá en la historia queden registrados los dos sexenios seguidos, gobernados por el PAN, como la “etapa azul”, pero a diferencia de la concepción que se tiene en las artes de épocas fructíferas para los creadores, en el caso de la política mexicana será sinónimo de una época perdida por los mínimos avances para el progreso nacional.

En los hechos, la llegada de Acción Nacional a la presidencia de la República significó muy poco o casi nada en cuanto a la transformación de la estructura del poder y de las instituciones y personajes que actúan de manera determinante en ella. Incluso en algunos casos fue todo lo contrario.

Por ejemplo, con el PAN en Los Pinos, la maestra Elba Esther Gordillo tuvo más poder que nunca. Vicente Fox y Martha Sahagún encumbraron a la dirigente magisterial hasta llegar a tener cotos de poder en el gobierno y en los órganos electorales, en tanto que Felipe Calderón le siguió dando todas las facilidades para mantenerla a su lado como una aliada, en pago a aquella acción en la que a pocos días de la elección de 2006, cuando no podía legitimarse, Gordillo le levantó la mano Calderón en señal de triunfo, adelantándose incluso al propio PAN.

Los presidentes panistas repitieron las mismas formas de negociación que el Partido Revolucionario Institucional en las cámaras de Diputados y Senadores, es decir mayor presupuesto a cambio de posiciones e iniciativas de ley a cambio de prebendas. Y como aportación empoderaron más a los gobernadores concediéndoles más presupuesto, sin pedir a cambio una rendición de cuentas.

El autoritarismo presidencial se exacerbó con Felipe Calderón, como en los tiempos del salinismo. Si en su tiempo Carlos Salinas de Gortari puso y quitó a funcionarios de primer orden y enfrentó crisis políticas y económicas con una voluntad propia de los caudillos mesiánicos, el panista ha tratado de remedar al priista con una actitud de soberbia, que ha llevado al país a una de sus peores situaciones.

Con este ánimo mesiánico, Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico, sin tomar en cuenta que no es un problema que se pueda resolver únicamente con la fuerza, sino con inteligencia y con acciones de inclusión a la sociedad.

Sin la inteligencia de Salinas, Calderón ha tratado también de manipular a su partido imponiendo a los últimos presidentes –Germán Martínez y César Nava–, reeditando aquella vieja práctica priista del “dedazo”. Ahora intenta repetirlo con Roberto Gil, quien ha sido impugnado por la mayoría de los candidatos a la dirigencia nacional del PAN, principalmente por el senador Gustavo Madero.

Ha sido tal la ingerencia de Calderón en el PAN que el exdirigente nacional de ese partido, Manuel Espino, lo conminó a ser el presidente de la República y no del panismo. Las declaraciones fueron el preámbulo para que lo expulsaran de su partido, bajo el pretexto de que apoyó al PRI en las elecciones de Durango.

Lo más increíble es que acusaron a Espino de “exceso de libertad de expresión”, y eso que podría parecer una mala broma es una señal preocupante del perfil autoritario que tiene el gobierno de Calderón y las contradicciones que hay con su discurso de democratización de la vida política mexicana.

Sólo en los regímenes dictatoriales se dan este tipo de casos, en los que se castiga el “exceso de libertad de expresión” y la disidencia.

A últimas fechas Calderón ha iniciado una campaña preelectoral lanzando una tanda de acusaciones en contra del PRI, aduciendo que sería “una tragedia” que se regresara al pasado, porque sería el retorno del autoritarismo, la corrupción y la deficiencia del gobierno.

Calderón tiene razón en considerar que sería una verdadera tragedia el regreso del PRI y, sobre todo, si es el grupo Atlacomulco quien sostiene y apuntala Enrique Peña Nieto, junto con el poder de Televisa. Sin embargo, el panismo no representa una opción distinta a la del PRI, porque en los hechos es una expresión más de la cultura política mexicana, la del autoritarismo representado en el presidencialismo y en el ejercicio absoluto del poder.