EL PODER TRAS PEÑA NIETO.

13 ene 2011

Salinas, el arquitecto del desastre
Martí Batres Guadarrama

MÉXICO, D.F., 12 de enero.- Carlos Salinas de Gortari está a sus anchas. Es dueño de su entorno. Tiene agenda todos los días. Hace reuniones, articula grupos, visita a Felipe Calderón. Junta a la Maestra, a Peña. Conspira. Tira línea. Califica y descalifica. Decide en su partido. Quiere decidir en los demás partidos. Y sigue un tour de medios masivos, que fácilmente le abren sus puertas.
Su discurso golpea al “populismo”. Obvio. Pero también se lanza contra el neoliberalismo y el desastre actual de la nación. Es sorprendente. Es divertido. Y es espeluznante. Salinas habla de los neoliberales en tercera persona del plural. “Ellos, los neoliberales”. Y sermonea a los tecnócratas que hundieron al país.
“México es el país al que le fue peor en la crisis”, dice Salinas. Y es cierto. “Su economía no crece”. También es cierto. “Creció la pobreza”. Todo eso es cierto.
Pero no es verdad que la responsabilidad sea de los tecnócratas neoliberales que no siguieron las recomendaciones de Carlos Salinas y la continuación de sus grandes reformas. Por el contrario: este es el México que Salinas construyó.
Ahí está la maestra Elba Esther Gordillo al frente del SNTE. ¿Quién la puso? Salinas. Ahí sigue Carlos Romero Deschamps, autor material del Pemexgate. También lo puso Salinas. Y ahí están los 30 hombres más ricos de México, consolidados durante el sexenio de Salinas.
Tenemos también un campo devastado por el Tratado de Libre Comercio. Y ¿quién fue su autor? Carlos Salinas. Una educación sin recursos en los estados. ¿Quién la descentralizó? Salinas, también. Y una banca incompetente. ¿Quién la privatizó? Carlos Salinas.
Ciudad Juárez devastada por las maquilas, convertidas en el nuevo modelo industrial por el salinismo. Las políticas sociales, reducidas a programitas efímeros, asociados a procesos electorales, gran inspiración inaugurada por el Pronasol de Salinas. Una industria eléctrica cuya generación de energía se ha privatizado en un 40%, gracias a la Ley del Servicio Público Eléctrico que Carlos Salinas hizo aprobar por el Congreso. Mil empresas públicas privatizadas y un Estado sin patrimonio y sin riquezas.
Y en lo político, la costumbre de imponerse por el fraude electoral cuando no se logra la voluntad de la gente, también con el sello de Salinas. Y la decisión de fortalecer al PAN artificialmente para evitar el ascenso de la izquierda al gobierno de la República. ¿Quién fue? ¡También Salinas! Sí, el mismo que ahora se quiere deslindar del desastre de los gobiernos panistas a los que él impulsó y prendió incienso.
Y convirtió también a México en “socio” minoritario y subordinado de Estados Unidos. Lo que vivimos hoy es la consecuencia lógica, directa, del sexenio de Carlos Salinas. El desastre de nuestros días en todos los órdenes de la vida nacional fue sembrado por las decisiones de un gobierno que impuso por la fuerza la política neoliberal.
Este es el México del estancamiento económico, de la concentración oligárquica, de los líderes mafiosos, de la pobreza extrema. Este es el México del desastre. Este es el México de Carlos Salinas. Este es el México que él destruyó. No son ellos. Es Salinas.
¡Basta de sangre!
José Gil Olmos

MÉXICO, D.F., 12 de enero (apro).- Apenas iniciado el año, durante la primera semana de 2011 había ya 57 muertos vinculados con el crimen organizado.
En diez años, el país ha sufrido su peor crisis de violencia, con más de mil enfrentamientos (uno diario), cerca de 40 mil muertos (9 mil con Vicente Fox y el resto con Felipe Calderón), 62 periodistas asesinados y 11 desaparecidos.
Ello sin contar que la Comisión Nacional de Derechos Humanos tiene registradas 5 mil 397 personas desaparecidas en sólo siete estados, más de 8 mil muertos sin identificar, más de 10 mil huérfanos y 3 mil 326 menores que han perdido la vida en la llamada guerra contra el crimen organizado.
La cuota de sangre que el país ha pagado sin deberla ha sido muy alta. De acuerdo con estimaciones de historiadores, en esta última década la guerra contra el narcotráfico ha costado más vidas que en las guerras de Independencia, de la Reforma y la invasión de Estados Unidos en 1847.
Los efectos sociales del desangramiento aún están por verse en el tiempo, porque si aún no cierra la herida social de la matanza de Tlatelolco en 1968, la de Aguas Blancas en 1996 y la de Acteal en 1997, la provocada por los miles de inocentes que han muerto en esta guerra contra el narcotráfico tardará mucho más, dejando secuelas en la sociedad mexicana.
Durante estos años ha habido expresiones de inconformidad social, entre ellas un par de marchas en las que miles de personas exigieron al gobierno federal mayor seguridad. Sin embargo, en ninguna de ellas se expresó el grito de inconformidad y de demanda para detener las matanzas que hoy vivimos, y la violencia cotidiana que se expande imparable por todo el país.
A diferencia de otros países como Italia y Colombia, donde la sociedad no sólo ha demandado parar la violencia, sino que participa en la lucha contra el crimen organizado, en México los ciudadanos hemos sido incapaces de expresar nuestra molestia, nuestro enojo y nuestro rechazo a las políticas oficiales en las calles, en las plazas o en los lugares públicos.
La desmovilización social de los últimos años, quizá desde 1994, cuando miles salieron a la calle a detener la guerra en Chiapas, ha sido un grave problema, porque la política gubernamental se ha instrumentado de manera impune sin que haya una oposición de ningún grupo.
Así hemos visto pasar ante nuestros ojos la aplicación de políticas públicas que lastiman nuestros salarios, decisiones de cierre de empresas sociales que por años prestaron servicios invaluables, acciones que merman nuestra economía y nuestros derechos más sagrados como la justicia, el bienestar y la libertad de expresión. Muchas cosas que nos conciernen han sido impuestas sin que digamos algo.
La sociedad civil mexicana se ha pulverizado y atomizado con el paso de los años, y las organizaciones de derechos humanos que sobreviven son atacadas por autoridades, políticos, gobernantes y ahora por el crimen organizado, situándolas en una situación tan precaria que organismos internacionales como la ONU ha solicitado al gobierno federal medidas de protección.
Frente a tal desamparo es necesario reaccionar, dejar de ver como algo cotidiano que mueran decenas de personas en las múltiples batallas que hay en el país, o que haya bombazos y ejecuciones producto de decapitaciones, mutilaciones o personas quemadas en ácido.
Hay que dejar de tomar como natural la impunidad y la incapacidad de quienes están a cargo de las instituciones de justicia y de seguridad pública. Debemos rechazar como una verdad absoluta lo que nos dicen los conductores de las televisoras que están al servicio de sus propios intereses o de los intereses de unos cuantos.
Y al mismo tiempo actuar porque tal vez hoy, más que nunca, necesitamos expresar nuestro sentir frente a esta guerra que no tiene sentido, ante esta violencia que está generando más violencia y muertes. Exigir, pues, de manera organizada, que los gobiernos federal, estatales y municipales asuman sus funciones y no las dejen en manos del crimen organizado, que tiene en su poder tres cuartas partes de los municipios de todo el país.
Pero para ello primero hay que vencer el miedo, la apatía y recuperar la capacidad de asombro, además de transformar la inconformidad en acciones sociales organizadas.
La iniciativa de un buen grupo de moneros, cartonistas políticos de diversos medios, en el sentido de convocar a la gente, a otros medios y a las organizaciones sociales a sumarse a la protesta denominada “¡Basta de Sangre!” o “No + sangre” puede ser el primer paso que necesitamos para empezar a caminar el camino de la acción ciudadana, de recuperar los espacios perdidos en esta guerra y de mostrar que es en la sociedad organizada donde puede haber una esperanza de un cambio y un mejor futuro.

Comunidades chinantecas en lucha contra represas
FRANCISCO LÓPEZ BÁRCENAS
En la primera semana de enero de este turbulento año que comienza, las comunidades chinantecas de Paso Canoa y Santa Úrsula, en el estado de Oaxaca, recibieron la visita de un grupo de investigadores estadunidenses, pertenecientes a la Corporación Privada de Inversión en el Exterior (OPIC, por sus siglas en inglés), una agencia del gobierno de Estados Unidos que proporciona financiamiento internacional. Estaban ahí para investigar actos violatorios de los derechos humanos y de los pueblos indígenas, según la denuncia que desde el día 30 de noviembre del año pasado representantes de esas comunidades presentaron ante dicha organización.
En su denuncia los quejosos asentaron que desde hace varios años la empresa estadunidense Conduit Capital Partners, una sociedad de inversión con sede en la ciudad Nueva York, en colaboración con la mexicana Electricidad de Oriente, comenzó a realizar obras de infraestructura sobre la presa Cerro de Oro, con el propósito de modificar las vías fluviales locales para producir energía que sería comercializada a empresas privadas. Para la realización de dichas obras estaban utilizando un financiamiento de 60 millones de dólares que el gobierno de Estados Unidos proporcionó a la primera a través de OPIC.
La inconformidad de los quejosos tiene varios orígenes. Uno de ellos es la falta de información sobre las obras, su objetivo y los responsables de ellas, pero sobre todo, los impactos que tendrán sobre su vida y las medidas que se tomaran para evitarlos. En esto último se encuentra otra fuente de su preocupación porque desde la década de los años 80, cuando la presa sobre la que ahora se realizan nuevos trabajos fue construida, a ellos se les afectó profundamente su pasado y su futuro; decenas de miles de los habitantes fueron desplazados a otras regiones, no se cumplieron las promesas que les hicieron y algunas personas todavía mantienen demandas judiciales para que les cubran la indemnización por los daños sufridos.
Lo peor es que la incertidumbre es alimentada por los efectos que ya comienzan a verse por las obras que están en marcha: el cemento que se usa para las obras se está filtrando en el agua que consumen, las detonaciones de los explosivos están dañando casas, y las prácticas de adquisición de tierras han afectado la cultura local. De llevarse a cabo las obras como hasta ahora, el Arroyo del Sal va a quedar seco, ya no va a haber comida para nosotros. No va a haber nada, porque todo lo que acá cosechamos, lo poco que agarramos, es para nosotros sobrevivir, dijo la señora Yolanda Ortega Esteban, que habita en el pueblo de Santa Úrsula.
De acuerdo con Komala Ramachandra, abogada de Accountability Counsel, que representa a los denunciantes, este proyecto constituye una clara violación de las propias políticas de OPIC sobre protección social y medioambiental. La empresa ha mantenido a las comunidades en la ignorancia sobre el alcance del proyecto y sus impactos, y ha usado la intimidación para silenciar el disenso. Los impactos son cada vez más evidentes, así como los medios de vida se encuentran también bajo amenaza directa. En otras palabras, las violaciones que la oficina estadunidense investiga son porque la empresa financiada no respeta su normatividad interna.
Ahora que en el estado de Oaxaca existe un gobierno que quiere diferenciarse de su antecesor, sería muy saludable para el futuro de sus habitantes que dejara atrás la política del avestruz con que se ha tratado por muchos años a los pueblos y comunidades indígenas, y volteara a ver sus problemas con el propósito de buscarles soluciones. Instrumentos para hacerlo existen: ahí están los compromisos internacionales del Estado mexicano sobre derechos indígenas, lo mismo que la legislación oaxaqueña, que tanto se ha presumido como de avanzada; de igual manera cuenta con la Secretaría de Asuntos Indígenas. Sólo falta voluntad política y sensibilidad para iniciar un nuevo trato con los pueblos indígenas. Veremos si lo los integrantes del nuevo gobierno las tienen.