NO CON LA PLUTOCRACIA Y SERVIDUMBRE

21 mar 2011

Salir del callejón

GUSTAVO ESTEVA

Es el décimo aniversario de la Marcha del Color de la Tierra. Hemos de recordar esa proeza de los pueblos indios y su desembocadura: el vergonzoso desaguisado de las clases políticas que hizo evidente su condición. A lo largo de la década los zapatistas se afianzaron en su territorio y resistieron todo género de agresiones. Hoy, de nuevo, exigen nuestra atención. Invitan al diálogo y la reflexión crítica, por medio de una correspondencia pública con el filósofo Luis Villoro.

¿Por qué don Luis? No se trata ya, o no solamente, de rendir de nuevo homenaje a un hombre excepcional. Don Luis encarna, como pocas personas, los temas que los zapatistas nos proponen examinar: los temas apartados de la atención cotidiana, los que no se tocan, los que se ocultan.

Villoro es una expresión viva de la relación entre ética y política. En el calendario de arriba, cuando lo único que importa es la componenda pragmática para la fecha electoral, traer la ética al centro del debate y de la vida social puede ser una intromisión inaceptable, una distracción que desvía del propósito, algo fuera de momento y de lugar. Don Luis escribió, según cita el sup: La ética crítica empieza cuando el sujeto se distancia de las formas de moralidad existentes y se pregunta por la validez de sus reglas y comportamientos. Puede percatarse de que la moralidad social no cumple las virtudes que proclama.

La discusión con don Luis que empieza en la reciente carta del sup exige andar con cuidado, sopesar rigurosamente las palabras, las ideas, porque las estamos teniendo en un terreno tan minado como la realidad a que se nos ha llevado, erizada de minas que estallan al menor descuido.

El sup sigue a don Luis para mostrar cómo la filosofía puede tomar el lugar de la religión a fin de justificar la dominación y la barbarie, dándoles un fin aceptable, y cómo los medios toman ahora el lugar de la filosofía en esa función. Por medio de visiotipos, como los llamó Uwe Porksen –esas formas elementales de interacción social que, a la inversa de las palabras, no permiten formular una frase ni pensar–, los medios nos educan en la aceptación insensata de la guerra. El dispositivo llegó probablemente a su plenitud durante la guerra del Golfo, cuando las imágenes revelaron a la gente su perfecta impotencia y su adicción subordinada a las pantallas donde las vieron. Se emplea ahora esa técnica, cada vez más depurada, para acostumbrarnos cotidianamente a la guerra que con diversos pretextos se libra contra nosotros, destroza nuestro territorio físico y social, y deshila el tejido que nos hace ser lo que somos para luego reconstruirnos de otro modo.

Esta educación mediática nos instala en la vieja propuesta hobessiana: Protego ergo obligo. La protección que supuestamente se nos brinda exige obediencia. La protección nuclear fue un oxímoron que se hizo clásico: llegó a aceptarse que la amenaza a nuestra supervivencia que planteaba la energía nuclear, la más grave de la historia de la humanidad, era en realidad una sombrilla protectora. Encaja en esa tradición el discurso cotidiano conforme al cual debemos aceptar la más violenta de las inseguridades, la incertidumbre brutal que encierra en sus casas a un número creciente de mexicanos que ni siquiera ahí encuentran ya refugio confiable, porque tiene por objeto protegernos. Y este atropello a la sensatez tan intrínsecamente insoportable se combina hoy con el que nos exige aceptarlo pasivamente… porque toda la energía debe ponerse en el 2012.

De esta guerra, le escribió el sup a don Luis, “no sólo van a resultar miles de muertos… y jugosas ganancias económicas. También y sobre todo va a resultar una nación destruida, despoblada, rota irremediablemente… Y mientras todo se derrumba nos dicen que lo importante es analizar los resultados electorales, las tendencias, las posibilidades. Llaman a aguantar hasta que sea el momento de tachar la boleta electoral. Y de vuelta a esperar que todo se arregle y se vuelva a levantar el frágil castillo de naipes de la clase política mexicana”.

Hace 15 días, en este espacio, señalaba que en medio de riñas interminables y circos mediáticos, atrapadas en su callejón, las clases políticas siguen desgarrando el tejido social y destruyendo a la naturaleza hasta socavar las bases mismas de la supervivencia. Ese callejón no tiene salida. Es inútil, profundamente inmoral, seguir buscándosela. Tenemos que salir de él. Y eso exige, ante todo, plantarnos seriamente en la reflexión, en la crítica, en la ética. Siguiendo las huellas de don Luis.

Pascual, el embajador “fallido”

Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO; D.F.; 20 de marzo (Apro).- Agraviado en su persona y en defensa de su gestión gubernamental, no del país, Felipe Calderón hizo del embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, un chivo expiatorio de su propia subordinación a la estrategia estadounidense contra las drogas.

Es una victoria personal de Calderón cuyo verdadero talante lo mostró uno de sus hombres, su secretario del Trabajo, Javier Lozano, quien, irónico, escribió en las redes sociales apenas el Departamento de Estado dio a conocer la renuncia del embajador, la tarde del sábado pasado: “Ah, cómo lo extrañaremos”… “Tan buen ojo que tenía Pascual para evaluar a los precandidatos del PAN”.

La burla obedeció al agravio personal que el propio Lozano tenía desde que se conoció uno más de los cables incómodos de Pascual en el que calificó como “grises” a los panistas que pretenden suceder a Calderón en Los Pinos; Lozano incluido.

Calderón y los suyos se podrán ufanar de que echar a un embajador de Estados Unidos no es poca cosa. Pero tal “proeza” de nada sirve cuando se trata sólo de la defensa de intereses personales.

Pírrica, esta victoria aislará más a su gobierno. Su conflicto con el presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, por el caso de Florence Cassez, lo alejó de un aliado histórico y colocó a México en un escándalo internacional, como si no fuera suficiente la violencia desatada durante su gobierno.

La designación del sustituto de Pascual llevará meses. El gobierno de Barack Obama no tendrá prisa en nombrar a un nuevo embajador sobre todo conforme se acerque el final del gobierno de Calderón, quien en perspectiva de las elecciones presidenciales del 2012 se acerca cada vez más a la definición estadounidense del “pato cojo” (lame duck); es decir, cada vez tendrá menos poder y, por lo tanto, habrá menos interés en negociar con él. No hará falta, lo que había que negociar ya lo hizo el embajador non grato.

El ocupante de Los Pinos sabía a lo que venía Pascual: a trabajar en la lógica de los estados fallidos, a la que se había dedicado en Europa del Este, África y Haití y que logró colocar en la agenda pública mexicana.

Calderón no sólo le dio el beneplácito político y diplomático: hizo suya la estrategia diseñada por Washington para la “guerra” contra las drogas en México y que Pascual, además de alimentarla, estaba encargado de su instrumentación.

Pascual cayó por la revelación de los cables de Wikileaks, no por “ignorante”, por sus juicios políticos o entrometerse en la vida de México, como en efecto lo hizo y lo han hecho los embajadores estadounidenses.

El embajador cayó porque evidenció la manera en que Calderón se acercó a Estados Unidos y las dificultades que ha tenido para cumplir su “tarea” desde la perspectiva estadounidense.

En lo que ya es un hecho histórico asumido por propios y extraños es que ante su falta de legitimidad como presidente de México, Calderón hizo del combate al narcotráfico su principal política de gobierno para pasar del triunfo legal al reconocimiento social. No reparó en costos: ni en las pérdidas de vidas humanas en México ni en plegarse a los intereses estadounidenses.

Más de 35 mil muertos y las atrocidades que ocurren en todo el país, se lo dijo la semana pasada el director del FBI, Robert Muller, indican que no se puede hablar de éxito. Aun cuando la “guerra” contra las drogas salió de Estados Unidos, el mensaje no puede ser más claro: Estados Unidos no está satisfecho con la manera en que Calderón dice enfrentar el problema.

La urgencia económica y la orfandad política han llevado a los gobernantes mexicanos en años recientes –por no hablar de la historia de las relaciones bilaterales– a ceder unos más que otros. Ernesto Zedillo hipotecó la factura petrolera en medio de la crisis financiera desatada entre el salinismo y el propio Zedillo.

A cambio de nada, luego de los atentados terroristas de 2001 en Estados Unidos, Fox cedió para que México se convirtiera en el perro guardián de la frontera y desde entonces se multiplicaron los maltratos contra los migrantes internacionales.

Calderón, más vulnerable que sus antecesores, acudió a Estados Unidos a pedir ayuda: “quería todos los juguetes” y Washington le puso un centro de espionaje civil y militar en el corazón de la ciudad de México; quería ayuda militar y a cambio de mil 500 millones de dólares –de la Iniciativa Mérida– que todavía no se entregan en su totalidad, obligó a los militares mexicanos a rendirle cuentas al Congreso de Estados Unidos, algo que ni en sueños hacen con los legisladores mexicanos.

Dividió a las Fuerzas Armadas, consintió vuelos no tripulados para que Estados Unidos hiciera espionaje en territorio mexicano, supo de la operación de contrabando de armas Rápido y Furioso y, al final, no le gustó que el embajador le pusiera “mucha crema a sus tacos”.

Adiós, embajador

JOHN M. ACKERMAN

Con tal de mantener a Felipe Calderón tan servicial y contento con la relación bilateral como siempre, Barack Obama por fin cedió al capricho del presidente mexicano en contra de Carlos Pascual. Una vez más los logros de la política exterior mexicana hacia Estados Unidos se limitan al terreno estrictamente simbólico. En lugar de empecinarse en correr al diplomático, Calderón debió haber exigido avances sustanciales en la agenda bilateral.

Es cierto que la renuncia de Pascual es la primera salida de un embajador de relevancia durante la presidencia de Obama. Sin embargo, las comunicaciones oficiales de los dos gobiernos a propósito del cambio revelan que no habrá modificación alguna en las relaciones entre Washington y Los Pinos. Al contrario, el movimiento burocrático muy probablemente allanará el camino hacia una mayor subordinación de nuestro país a los designios de Estados Unidos. Desconocemos, por ejemplo, lo que Calderón ofreció a los estadunidenses a cambio de la cabeza del novio de la hija de Francisco Rojas, líder de la bancada del PRI en la Cámara de Diputados.

Es muy difícil que un nuevo embajador del país vecino despache pronto en Paseo de la Reforma. Los embajadores deben ser ratificados por el Senado estadunidense, y ante la invasión a Libia y la complicada situación política en Medio Oriente es poco probable que los legisladores otorguen prioridad a la relación con México. Seguramente, tal como ocurrió a principios del mandato de Obama, pasaremos un año o aún más con un encargado de despacho representando a Washington.

De cualquier modo, quizás tal situación sería la menos peligrosa, porque con un Senado dominado por posiciones abiertamente antimexicanas no hay que esperar nada bueno de esa cámara legislativa. Recordemos, por ejemplo, el freno que los senadores estadunidenses pusieron a la ley de los anhelos (Dream Act) en diciembre pasado, cancelando así la posibilidad para la regularización migratoria de cientos de miles de jóvenes universitarios o integrantes de las fuerzas armadas. Hoy, el escenario es aún más negativo, porque, a raíz de las recientes elecciones legislativas, el Partido Demócrata de Obama cuenta con seis curules menos que en diciembre y apenas controla el Senado por un par de votos.

Tanto Calderón como Obama seguramente preferirán que la relación quede en un nivel menos formal. Así, el presidente mexicano podría fungir como el embajador de facto de Washington, concentrando todo el apoyo y los contactos en su persona, evitando que el gobierno de Estados Unidos tenga acceso a puntos de vista divergentes o críticos de su gestión. De esta manera, Obama podrá seguir su política de concebir las relaciones con su vecino del sur como un asunto doméstico y de seguridad nacional, en lugar de tratarlo con una sofisticada diplomacia internacional como merecería el tema.

Lo seguro es que el retiro de Pascual llevará a un endurecimiento de la política de Estados Unidos hacia México. Washington no permitirá que la renuncia de su embajador se interprete como un signo de debilidad, y jamás aceptará el papel central que jugaron los cables de Wikileaks, divulgados en exclusiva por La Jornada. Ahora, más que nunca, se ampliará la colaboración en materia de inteligencia, existirán más vuelos militares ilegales sobre el territorio nacional, y cada día más agentes estadunidenses armados deambularán por el país. Mientras tanto, las políticas estadunidenses respecto del control de armas, la regularización migratoria y el consumo de drogas se mantendrán igual o peor que antes.

Más allá de acciones simbólicas, hace falta una fuerte sacudida en las relaciones bilaterales. Un presidente mexicano realmente preocupado por defender los intereses de la población mexicana condicionaría abiertamente su participación en la guerra contra el narcotráfico de Estados Unidos a la implementación de medidas concretas del otro lado de la frontera para atender las causas de la carnicería que hemos padecido. La exportación de petróleo nacional a Estados Unidos y el apoyo a la agenda de Washington en foros y organismos internacionales también deberían quedar condicionados a acciones concretas que nos favorezcan como país.

Ya basta de que México funcione como simple correa de transmisión de la política internacional de Estados Unidos. Es hora de exigir el lugar que merecemos, y que alguna vez ocupamos dentro del concierto de las naciones.