LOS POLÍTICOS Y BANQUEROS...

23 jun 2011

No nos representan

ADOLFO SÁNCHEZ REBOLLEDO

Entre los que se lanzan a expresar su indignación en la calle hay de todo. Desencantados de la política y los políticos tradicionales, pacíficos ciudadanos en busca de la comunidad ácrata de sus sueños, jóvenes con grados o escolaridad desperdiciada, desempleados de todas las edades, ex revolucionarios de otras épocas salidos de sus oscuros nichos, en fin, mujeres y hombres adiestrados por la modernidad a quienes la realidad ha puesto ante el dilema existencial de sus vidas sin darles respuestas convincentes.

Las imágenes fluyen a través de la red. Las páginas dedicadas a la protesta permiten seguir los pasos casi en tiempo real. La tecnología al servicio de la disidencia, rompiendo muros y mentalidades. Es tal la diversidad de las consignas acumuladas en las plazas que parece imposible llegar a acuerdos o, cuando menos, hallar un hilo conductor que les dé sentido. Pero no es así, y por eso el movimiento avanza sin extraviar sus objetivos.

La queja recurrente se resume en una frase: Lo llaman democracia y no lo es. La insatisfacción adquiere tonalidades morales, pero se expresa bajo el clamor opaco de la épica ciudadana que se mece entre la afirmación de la igualdad como estrella polar y el rechazo a los partidos tradicionales. El desencanto prevalece en plenas elecciones: Nuestros sueños no caben en sus urnas, repiten en Madrid, Valencia o Barcelona unos jóvenes que hasta ayer no eran visibles. No nos representan, gritan después a los diputados provinciales a la entrada de sus respectivos parlamentos.

Y exigen democracia real. Ese es el punto que divide a los indignados de los críticos que si bien saludan al movimiento por sus efectos terapéuticos sobre la parálisis del régimen político, a renglón seguido les recuerdan que hay dos límites esenciales infranqueables: 1) concebir la democracia asociada a consideraciones de justicia sustantiva, y 2) ignorar que la política no puede imponer medidas que pongan en peligro la competitividad de la economía (ver: El País, Fernando Vallespín, 21/6/11).

Y, sin embargo, es justamente la desilusión ante el funcionamiento formal de la democracia la que impulsa la urgencia de construir la democracia real, concebida como una adaptación a la sociedad moderna de aquellos mecanismos y procedimientos que le garantizan al ciudadano voto pero también voz en las decisiones. Una democracia más participativa complicaría la escisión, ahora inevitable, entre los políticos y sus electores, entre la política y la sociedad. Dicha exigencia tiene varias vertientes que se expresan desde la primera movilización como la propuesta de una reforma electoral más representativa y de proporcionalidad real a fin de evitar la discriminación que actualmente favorece a los dos grandes partidos en detrimento de los pequeños. De ninguna manera se trata de un planteamiento antipolítico, pues sería difícil, en efecto, pedir que se reforme la ley electoral para darle el mismo peso a todos los votos y a la vez desestimar la necesidad de crear nuevos partidos; o suponer que la democracia directa, con sus mecanismos horizontales de toma de decisiones, puede sustituir sin problemas al Congreso o las administraciones públicas, pero afortunadamente no es eso lo que plantean los manifestantes cuando urgen a reconstruir la democracia como un régimen que haga suyos (y los aplique) los valores racionales de la dignidad, la justicia, en fin, los derechos humanos aquí y ahora. Resulta aleccionador que el movimiento no apele en este terreno sólo a la maldad intrínseca de los políticos versus la pureza ciudadana; ni se reconforte mediante el autoengaño de que las candidaturas independientes dejan de ser por ello partidistas, esto es políticas en el estricto sentido de la palabra. La democracia merece ser reformada. Por no hablar de las conductas políticas que tanto descrédito le acumulan a los partidos.

Es inevitable, además, que la protesta no se conforme con el dogma de que no hay alternativas, repetido ahora por la Comunidad Europea en el caso de Grecia. Se olvidaron de que eso es lo que está en juego en esta crisis: no recaer como si nada hubiera pasado en las mismas prácticas que multiplican la irracionalidad propia del capitalismo. No somos mercancías en manos de políticos y banqueros, proclamaron los indignados en su primera salida a la calle, y esa es, en efecto, la vena más radical del movimiento. También es la más promisoria, pues se adelanta al futuro al plantear que la humanidad no puede despeñarse hacia su propia autodestrucción, que es la de nuestro planeta. Pero esa convicción es la que resulta insoportable para los detentadores del poder real. Más que expresión de una ideología formal, se trata de un nuevo sentido común a partir de la constatación empírica y moral de que las estrategias sacralizadas ya no funcionan o se han pervertido en desmedro de la gente. Los indignados no creen en el realismo de sus políticos. Están hartos. Por eso, la movilización se centra ahora en el rechazo al Pacto del Euro que los gobiernos europeos suscribirán en Bruselas para imponer regulaciones obligatorias a todos los países, sin considerar, como ha dicho Democracia Real, que toca a los ciudadanos decidir si aplicar o no una serie de medidas de recortes o de presión fiscal impuestas por vías no democráticas, mismas que golpearán duramente al ya muy erosionado estado de bienestar. No hay razón alguna para el optimismo. En algún lugar, entre Estados Unidos y Europa, alguien incuba el huevo de la serpiente.

El gran desafío de Sicilia

WILLIVALDO DELGADILLO *



Hace apenas dos semanas Javier Sicilia se encontró en Juárez con Luz María Dávila y en su abrazo fundieron en una sola la fuerza moral de ambos. Esa nueva plataforma ética puede convertirse en un punto de inflexión cuyo horizonte posibilitara el fin de una guerra absurda y la refundación del país. Ahora Sicilia se apresta a dar un salto mortal: reunirse con Felipe Calderón en el Museo de Antropología ante la mirada expectante y por momentos desconcertada de partidarios y detractores.

Las protestas han empezado a marchar ya desde la redes sociales. Articulistas y analistas políticos de todos los signos han puesto a Sicilia bajo la mira. Unos, con argumentos sólidos, lo llaman a la congruencia. Otros, la mayoría por encargo, intentan polarizar un movimiento nacional que acusa un alto grado de volatibilidad. Todas las apuestas están en contra de Sicilia y los boletines de la Secretaría de Gobernación dan la razón a quienes auguran el fracaso de este esfuerzo. El escenario es reminiscente de las reuniones del programa Todos Somos Juárez en febrero de 2010, cuando el gobierno logró desmovilizar la respuesta de quienes se opusieron a su retórica de guerra. Sin embargo, ahora las cosas podrían ser diferentes.

Después de más de tres mil kilómetros recorridos, Sicilia sabe de primera mano que las personas que se movilizaron para acompañarlo y para recibir a la caravana en Juárez lo hicieron para exigir justamente lo que la ciudadanía está obligada a exigir cuando la traicionan. Comparte esa perspectiva desde antes de que esa guerra absurda desencadenada por Calderón lo convirtiera a él también en una víctima.

En Juárez las movilizaciones más numerosas y consistentes han sido por la justicia. Sin embargo, en el sustrato de las demandas de justicia ha crecido la de la desmilitarización, que en un primer momento era la demanda de unos cuantos. Las condiciones de repetición de muchos de los casos están en los dispositivos de seguridad que se han instalado en la calles y en las mentes de quienes detentan el monopolio de la violencia. Los agravios son infinitos y sus formas conforman un compendio del horror. En los últimos años la Policía Federal y el Ejército Mexicano han alternado el control policiaco de la ciudad y del Valle de Juárez. En realidad sus acciones son parte del mismo esquema, de la misma estrategia que se ha denunciado como fallida. Una guerra de baja intensidad combinada con acciones policiacas de alto impacto es lo que marca el infinito horizonte de la guerra en Juárez. No nos encontramos ante una estrategia fallida, sino ante la producción de una nueva forma de vida.

Muchos en México comprenden ya que la desmilitarización de la vida social, en su sentido más amplio, es una condición preponderante para refundar el país, pero también es necesario aceptar que desmontar la maquinaria de guerra del Estado implica una actividad política compleja y una movilización no solamente multitudinaria, sino múltiple, es decir, enfilada desde diferentes ángulos por una diversidad de actores, cuyas acciones estén en permanente rearticulación. No es concebible organizar a la multitud desde un solo espacio.

Desde el surgimiento del zapatismo en 1994, no había aparecido en México otro movimiento que despertara la conciencia, la imaginación y los ánimos de debate como lo ha hecho éste, encabezado por Javier Sicilia, no desde Morelos, sino desde la nueva geografía del dolor. Un país igualado por la violencia explica la resonancia de su convocatoria. Sicilia sabe que el camino será largo; no fue una casualidad que en el Monumento a Juárez haya leído un poema de Constantino Cavafis en lugar de hacer un discurso político.

Las expectativas depositadas sobre la caravana han sido desmedidas. Si bien es cierto que el movimiento se ha convertido en un espacio de debate singular, mucho más genuino y atractivo que las convencionales esferas políticas mexicanas, no es razonable esperar que todas las acciones emanen de él. Es inquietante el tono apocalíptico de quienes actúan como si en ese movimiento se jugara la última carta de la sociedad mexicana. También lo es la actitud de algunos que mientras reclaman horizontalidad y denuncian al nuevo caudillo, se desplazan hacia el interior del movimiento de manera vertical, literalmente disputando un lugar en el templete. El movimiento tendrá que aprender a acomodar en su interior a visiones diversas y procesar las propuestas a veces contradictorias.

Es importante no despeñarse en prematuras acusaciones de traición. Mediante un correo electrónico, una de las organizadoras y participantes en las jornadas de la caravana en la frontera reaccionó de la siguiente manera ante los intentos de linchamiento al poeta: Sicilia ha instalado en la sociedad mexicana (no en los grupos que vienen resistiendo desde siempre) la idea de que ésta fue una guerra inútil y empieza a rescatar del olvido a los muertos y los desaparecidos; habrá que pensar cómo seguir, cómo profundizar la discusión, cómo llegar a acuerdos que expresen mejor las necesidades de la frontera, pero honestamente, compañeros, yo no me siento usada por Sicilia, porque en el peor de los casos este movimiento sirvió para que hoy ya casi nadie se anime a defender esta guerra, más bien me siento ofendida con aquellos que dicen que en Ciudad Juárez se jodió la movilización.

La gente que se reunió en Juárez para exigir justicia el 11 de febrero de 2010 es la misma que, haciendo a un lado sus diferencias, se constituyó en asamblea y convocó a muchos más para organizar la recepción de la caravana. Es la misma que, con muchos más, aspira a construir ese proyecto y ese lenguaje político nuevo. Javier Sicilia enfrenta el gran desafío de desenmascarar a Calderón. Las cosas en el país podrían tomar un curso distinto si asumimos el reto colectivamente y en el esfuerzo ayudamos al poeta, y a nosotros mismos, a no caer en las garras de cíclopes y lestrigones.

* Escritor. Autor de varios libros, con los que ha obtenido reconocimientos como el Premio Chihuahua de Literatura en 1995, el Premio del Instituto de Letras de Texas en 1997 y el Southwest Book Award de la Asociación de Bibliotecarios de la Frontera en 2001. Impulsor del Movimiento Pacto por la Cultura en Juárez.

¿Tamaño o fuego en la panza?

DENISE DRESSER

MÉXICO, D.F., (Proceso).- Alonso Lujambio, el secretario de Educación Pública, tiene muchas cualidades. Es inteligente. Es bien educado. Es guapo. Ha escrito una pila de libros. Fue un magnífico consejero en el Instituto Federal Electoral y un buen presidente del Instituto Federal de Acceso a la Información. Porque está consciente de eso, ha decidido que el lema de su campaña presidencial sea “El tamaño sí importa”, en una clara alusión a su estatura intelectual y física. Lujambio piensa que si se le contrasta con el puntero Enrique Peña Nieto, el panista sale ganando. Y quizás en función de las mediciones de Lujambio, tenga razón: posee mejores grados académicos, mejores habilidades retóricas, mejores peinados que sus contrincantes. Pero esos no son ni deberían ser los criterios más importantes para elegir al próximo presidente de México.

El siguiente inquilino de Los Pinos debe contar con un diagnóstico honesto de la situación del país y soluciones para transformarlo. Debe entender la gravedad de la coyuntura actual y cómo afrontarla. Debe comprender el imperativo de encarar problemas que México viene arrastrando desde hace mucho tiempo, y que el PAN con frecuencia ha pateado para adelante. Debe tener fuego en la panza. Y eso es precisamente lo que a Alonso Lujambio le falta. Indignación, audacia, coraje, visión. Porque piensa que las cosas en el país no están tan mal, que la administración de Felipe Calderón ha sido “excelente”, que “vivimos en un estado de derecho”, que el PAN “siempre le ha demostrado a México un futuro promisorio”, que “nunca como ahora se han multiplicado y ampliado las oportunidades educativas”. André Gide escribió que lo que define a un hombre es su incapacidad para comprender, y Lujambio nunca ha comprendido la urgencia del cambio en su propio país. ¿Cómo va a confrontar los grandes problemas nacionales alguien que ni siquiera reconoce su existencia?

En alguna ocasión Lujambio me preguntó cómo estaba mi esposo y le respondí que bien, pero desesperado, porque después de vivir aquí durante 10 años –como canadiense con alma de mexicano– México permanecía paralizado, lejos de alcanzar su verdadero potencial. Lujambio me respondió: “Pues se sentiría peor si viviera en El Salvador”. La frase lo dice todo. Revela la postura existencial de alguien que se conforma y se congratula porque “por lo menos estamos mejor que El Salvador”. Evidencia la posición temperamental de alguien que coloca la vara de medición al ras del suelo y compara a México con los de abajo, no con los de arriba. Ilustra la actitud vital de alguien a quien la administración de la inactividad no le preocupa. El extraordinario rezago educativo del país no lo mantiene despierto por las noches. La evidente subyugación de la SEP al SNTE no lo enardece. Y por ello su paso por la Secretaría de Educación Pública ha sido una esperanza fallida. El gran intelecto de Lujambio no ha podido –o no ha querido– enfrentar las grandes inercias de la institución que ha usado como trampolín.

Decía Disraeli que un hombre sólo es verdaderamente grande cuando actúa desde sus pasiones y las pasiones de Lujambio no transitan por la transformación de la educación o la lucha contra el corporativismo o la contención de los poderes fácticos. No van a la raíz de los problemas. No empujan las fronteras de lo posible. A él lo que le apasiona son las ideas, los libros, los ensayos, la historia, el pasado del PAN, el papel del IFAI y las modificaciones institucionales al sistema de partidos. En esas trincheras su desempeño ha sido notable, aplaudible, loable. Pero en su encarnación actual demuestra que ya agotó sus capacidades. La visión que tiene de la democracia es demasiado estrecha, demasiado procesal, demasiado pequeña.

Lujambio ha dicho que tiene una legítima ambición de ser presidente. ¿Habría que preguntarle para qué? ¿Para seguir reiterando su reconocimiento a Elba Esther Gordillo? ¿Para continuar insistiendo en que, cuando 70 % de los maestros reprueba el Examen Nacional de Conocimientos, eso no es reflejo de una emergencia educativa, sino de “los altos estándares de la prueba”? ¿Para seguir argumentando que el fracaso del sistema educativo es culpa de los padres de familia y no de los maestros? ¿Para continuar haciendo concesiones a los intereses corporativos sin obtener gran cosa a cambio? ¿Para pedir la asesoría de la OCDE en el ámbito educativo y después archivar sus 15 recomendaciones? ¿Para seguir instrumentando cambios imperceptibles, y de esa manera evitar la confrontación? ¿Para continuar enfatizando la imagen en vez de la sustancia? ¿Para seguir pagando millones de pesos a la televisión y así aparecer en programas como Ventaneando, Venga mi alegría, Vida al límite?

En aras de construir su candidatura presidencial, Lujambio ha desatado una andanada de críticas al PRI, muchas de ellas certeras: “Jorge Hank Rhon se ha hecho rico y ha violentado el orden jurídico”. Los priistas “pactan con el narco, siguiendo la filosofía de Sócrates, pero de Sócrates Rizzo”. Enrique Peña Nieto no puede “debatir sin chicharito y sin teleprompter”. “Nosotros sacamos al PRI de la caverna antidemocrática”. Y aunque se aprecia el pugilismo verbal del precandidato panista, sólo ahonda la brecha entre lo que critica y lo que ha hecho; entre lo que dice y cómo ha actuado; entre la disposición a subirse al escenario y la renuencia a combatir el legado del priismo desde la Secretaría de Educación.

Muchos quisiéramos ver a un Alonso Lujambio distinto, pero en los últimos años se ha conformado con la ambición de aparecer, en vez de hacer. Se ha contentado con usar las palabras para atacar al PRI, pero no para decir qué haría de manera diferente al partido que denuesta. Ha exaltado su tamaño vis a vis Enrique Peña Nieto, sin ponerlo al servicio de las mejores causas que alguna vez apoyó. Pero quizás quienes pensamos que Lujambio da para más nos equivocamos. Quizás su disposición para preservar es más importante que su habilidad para proponer o mejorar. Jean Monnet escribió que el mundo está dividido entre los que quieren ser alguien y los que quieren lograr algo. Y parecería que Alonso Lujambio es de los segundos. Tiene el tamaño pero no el fuego en la panza.